Él acude, en este sentido, al aporte de John Arras, quien plantea dos tipos de modalidades de actuación en la línea del casuismo, siendo la segunda la que se pondrá por encima de la mera aplicación deductiva. De este modo, este autor distingue una casuística (1), de corte axiomático —el arte de aplicar a los casos concretos cualquier tipo de principios morales que se tengan a mano—, de la casuística (2), basada en máximas —el arte de efectuar juicios probables sobre situaciones concretas, en vez de juicios ciertos sobre asuntos universales y abstractos— (Arras, 1990: 20.35), donde la solución no se alcanza por la formulación de axiomas morales establecidos de modo a priori por la teoría ética, sino por la convergencia en la argumentación de personas que por su prudencia puedan conducir hacia una adecuada resolución de los problemas morales. El modelo 1 es de tipo formal y geométrico, en tanto el modelo 2 es de rasgos históricos y ecológicos. Este modelo 2, que ha de enfrentarse desde una perspectiva de racionalidad histórica, requiere no una mera aplicación deductiva, sino una de carácter circunstanciado.
Esta comparación es esencial para confrontar la resolución de conflictos en el interior de los cursos de acción posibles en contextos de deliberación ético biomédicos. En este sentido, quienes se inclinan por la aplicación de enfoques axiomáticos tratan de resolver las situaciones complejas apelando a principios necesarios e inmutables, que en el contexto de un sinnúmero de situaciones contemporáneas quedan totalmente obsoletos. Por el contrario, quienes sostienen que el camino va por el lado de la argumentación histórica señalan que es imposible que los problemas procedimentales puedan solucionarse apelando a la mera utilización de criterios lógicos y a priori, sino que más bien deben emplearse criterios históricos y a posteriori, en donde los principios toman la forma de marcos o sistemas de referencia que ayudan a mantener la consistencia de la disciplina fijando el esquema dentro del cual pueden desplegarse posteriormente las hipótesis. Cuando los conflictos no interfieren con el nivel de los procedimientos, es suficiente acudir a los mismos para solucionar el problema. Pero cuando se trata de situaciones de mayor profundidad es conveniente ampliar el espectro de consideraciones para formular una nueva propuesta teórica iluminada por la experiencia que ha ido acuñando la humanidad. Y el conflicto está en que, justamente, cuando se busca establecer criterios procedimentales de tipo permanente y universal, que no están abiertos al momento a posteriori, es casi seguro que se llegará al establecimiento de fórmulas vacías o meramente formales que, en definitiva, no solucionarán el conflicto ético. Por tanto, después del desvalimiento del racionalismo no quedaría otra alternativa que la de construir hipótesis y teorías en el marco de lo que Toulmin (1977) ha llamado “ideales explicativos”, entendidos como referentes de racionalidad y comprensión que tienen como tarea la de dar cuenta de los hechos para aportar en relación a ellos una explicación histórica o ecológica.
Es a partir de este análisis donde Gracia apuntará a la comprensión del método de la “ética biomédica” en un doble plano de niveles, siguiendo un trasfondo comprensivo zubiriano. Junto a Habermas, Gracia se refiere a los niveles de “autonomía” y “autorrealización”. Entiende la primera acepción, en términos kantianos, como la absoluta capacidad autolegisladora que consiste en un momento universal de la moralidad que se da de forma previa a cualquier caracterización a posteriori, y que se sitúa en el “nivel disciplinario” aceptado por todos los seres humanos, contenido en el derecho humano fundamental dworkiniano que aporta el marco amplio del sistema de referencia: todos los seres humanos son iguales y merecen igual consideración y respeto. Cabe, en este sentido, tener presente un dato no menor a la hora de precisar conceptos, y es que, para Gracia, la ubicación del principio de autonomía en el esquema biomédico abierto por la National Commission corresponde al “nivel de autorrealización” —no de autonomía—, y de ahí, como veremos, es que ubicará a este principio en el Nivel 2 del sistema.
Por debajo o a modo de soporte del “nivel de autorrealización” se encuentra el “nivel disciplinario”, que da cuenta del sustrato basal de derechos en el que todos coinciden, por lo que se entiende como el estadio moral mínimo que en el caso de la “ética biomédica” se va a expresar mediante los principios de no-maleficencia y de justicia. Con el primero de ellos se explicita que todos los seres humanos son iguales, merecedores de igual consideración y respeto “al orden de la vida biológica”, y, en el caso de la justicia, “al orden de la vida social”. Es decir, “cuando se discrimina a las personas, tanto biológica como socialmente, se está cometiendo una injusticia y, por tanto, se va contra la universalización que pide y exige el nivel disciplinario” (Gracia, 1991a: 135). Y junto al “nivel disciplinario” hay otro de corte “no disciplinario”, que es donde sí correspondería situar al principio de autonomía del esquema de Belmont. En consideración a la universalidad expresada en los principios anteriores, la presencia de la particularidad es la que explicita este plano de corte histórico, consuetudinario, personal e intransferible, que es el que Habermas ha bautizado como de “autorrealización”, equivalente al principio ético biomédico de autonomía. Junto a este, puede ubicarse el principio de beneficencia, el que también se desarrolla en el plano de la autorrealización, ya que no puede imponerse para conseguir su cometido.
Sobre la base de la reflexión señalada, surge en el contexto hispánico la distinción entre principios de mínimos y máximos, desde una fundamentación que desarrolla Adela Cortina en el ámbito de la fundamentación ética general. El retorno a la democracia en la década de los setenta en España daba cuenta de un escenario en el que muchos temas debían comenzar a debatirse en un incipiente pluralismo, lo que suscitaba un problema justamente para la ética y, con el correr del tiempo, para la “ética biomédica”, ya que, como veíamos en un comienzo, se trataba de disciplinas que, precisamente, se orientaban a la apertura de la discusión en contextos que necesariamente comenzaban a crear espacios de confrontación en el ámbito público. De este modo surge la propuesta que Cortina plantea en Ética mínima, por la que presentará la distinción entre un “mínimo de leyes consensuadas”, que mediante su positivización jurídica fijaba las reglas de la vida cívica. Y, junto a ese mínimo normativo, se alzaría un bosquejo de máximos tendientes a la conquista de la felicidad, en el que se jugarían “los valores en los que merece la pena empeñar la vida” (Cortina, 1994: 158 ss.). De este modo es como podría llevarse a cabo una verdadera ética cívica basada en el acuerdo de los mínimos morales necesarios para solventar un pluralismo moral.
Se trataba de una propuesta por la que los mínimos morales comunes permitían establecer un límite al poder del Estado, debiendo imperar solo en lo que respecta al ciudadano y no al ser humano en cuanto tal. De este modo, Cortina hablaría de éticas de justicia o de mínimos, y de éticas de felicidad o de máximos —o autorrealización, en Habermas—, en sintonía con autores deontologistas como Rawls, Apel, Habermas o Kohlberg (Cortina, 1995: 65). En los términos de Habermas, los principios del “nivel no disciplinario” son los de autonomía y beneficencia, entendiéndose al primero no como el elemento universal y autolegislador que constituye el “nivel disciplinario”, en línea kantiana, sino el “proyecto propio y particular de vida que cada uno se construye” y que entronca con el proyecto de “autorrealización” habermasiano, por lo que notaremos aquí, sí, una diferencia con la ubicación que hace Cortina de este principio.