–¡Cuidado! –grita alguien.
Y antes de que los gritos de los Urmeneta comiencen, suena un estallido. Otro estallido, que no es el de mi arma. Las lámparas estallan. Todo el teatro queda a oscuras. Y entonces, comienza el incendio.
SEGUNDA PARTE
1857
1
–¡Más rápido, vamos! –grito, en medio del viento de la tarde.
Mis talones, sin espuelas –jamás las usaría– golpean el vientre de mi yegua que se tensa en un galope tendido. De pronto, la Amapola frena de un golpe brusco. Sus pezuñas sacan piedras del borde, bajo el cual nace la quebrada. Mierda. Se ha acabado el cerro. El abismo de la quebrada se abre, una boca verde oscura. Se me olvidó que por aquí se llega mucho antes al borde de la quebrada. Desmonto de un salto. Me acuesto sobre la planicie y siento junto a mi cara el pasto suave de la cumbre, ese que nadie ha tocado nunca.
Miro el cielo tendida en la cumbre del cerro. Me parece estar bajo el agua.
Así debe ser cuando uno se muere, pienso. Siento que mi vida corre en mi interior como un caballo rojo. Esto es lo que más me gusta en el mundo. Correr a caballo. Y subir galopando el cerro. Y escaparme de la fabricación del dulce de membrillo, una de las tareas que impone mi abuela Sara a todo el mundo. Odio pelar membrillos y odio más el dulce de membrillo. En la casa del Tata, todos los años hacen toneladas, no sé para qué. Es pésimo.
Me falta poco para cumplir quince años. ¿Cómo soy? No lo sé. Tengo los ojos separados, una cara ancha, triangular, creo. A veces, me miro en las aguas de los tranques quietos. Alguien, allá en la casa, dice que tengo la boca muy grande.
–Su rostro no sigue los cánones de belleza, es muy tosco –dicen.
Nada me puede importar menos. Mi pelo es larguísimo, me llega hasta el poto. Detesto las trenzas, me lo dejo suelto. En realidad, me peino poco. Me lo amarro con una pitilla de las que dan en el almacén. Las tías dicen que eso es último de ordinario.
–No sé cómo te las arreglas para verte tan desordenada –dicen. Además, dicen que tengo muchas cejas. Y que miro fijo. Dicen, dicen, dicen. Hay muchas tías en la casa, en mi vida y siempre andan diciendo cosas.
Tengo catorce años y mi cuerpo está cambiando. Igual, sigo usando los pantalones de Gonzalo para galopar. Soy delgada. Solo que los huesos se me están poniendo más anchos. Soy más alta que lo normal, dicen. No sé qué es lo “normal”. La cosa es que no soy como debiera y me da lo mismo. Siempre estoy moviéndome. La Ita –así le dicen todos a mi abuela Sara–, dice que soy la persona más inquieta que ha conocido. En realidad, no sé cómo soy. Antes, parecía un muchacho. Ahora, no sé lo que parezco.
Lo que sí sé es que me siento sola. A pesar de mi gigante familia, los Larraín, no tengo núcleo. La soledad me envuelve como una zarza invisible. A veces, no quiero salir tampoco.
De lo otro que estoy segura es que este año me escaparé de la faena del dulce de membrillo. Que me castiguen. No me importa. Hay días en que quiero hacer estallar todo lo que me rodea. Afilo mis dientes en las rocas. Me podría comer el mundo, pienso, a veces.
2
El viento me alborota el pelo. Me parezco a la Medusa del libro de mitología que hay en la biblioteca del Tata. Miro el abismo de la quebrada, que se extiende hasta muy profundo. Ante ese verde oscuro y hondo, me siento libre, libre. El aire es helado y el verde se vuelve casi negro. –¡Estoy solaa! –grito hacia lo hondo de la quebrada.
Cierro los ojos y pienso en la mamá. Murió cuando nací. No tengo ni su cara para pensar en ella. Han escondido todas sus fotos. Orden de la Ita. A veces me parece que no hubiera muerto, que solo está aguardando el momento justo para entrar en el comedor. Aquí a todos les encanta esconder cosas, datos, información, verdades. Nadie dice las cosas como son. Mi papá no quiso conocerme. Esa es la verdad, pero todos la disfrazan. Cuchichean que causé la muerte de mi madre al nacer. Es raro. Me siento como una asesina. No me importa, pienso. Mentira. Sí me importa. Es como esas bolas de fierro que arrastran los presos.
Las tías y tíos pasan echados en los sillones todo el día. Bostezan y miran las revistas de moda llegadas en el último barco a Valparaíso, el mismo que le trae paquetes con herramientas al Tata desde Alemania y Suiza. Consuelo y Pita, las hijas mujeres del Tata y de la Ita, son hermanas de mi papá. No les digo tías. Las oigo hablar con esa voz blanda, interminable, algo aburrida, preguntando ¿qué se hace hoy en la tarde?, y me baja como una bola de vacío en la guata. Siento que no tengo a nadie en el mundo. Soy una planta que ha crecido a pesar de los venenos que le han echado para que se seque. Soy una maleza, oí que decía una vez una visita. Miro a mis parientes. No puedo creer que vivan tantas personas en esta casa. A veces, me siento de otro país. Incluso, de otro planeta.
De ellos, solo se salva Gonzalo. Justo el que viene menos al campo. A veces se arranca de la universidad y se viene a pasar unos días a Santa Clarisa. Gonzalo es el hijo menor del Tata. Es el único inteligente. Yo diría que es el único ser humano de mis tíos. Estudia Derecho en la Universidad de Chile solo porque es una de las cinco cosas que un hijo del Tata puede hacer: estudiar Derecho, Agronomía, Medicina, ser político o embajador.
Los otros, los tres hermanos de Gonzalo, los Gatos Plomos, esos pasan todo el día mirando las moscas. Y realizan, como expertos, la sexta cosa que puede hacer un hijo de senador: nada. Son expertos en bostezar y en decir ¿qué se hace hoy?
La Gumercinda me quiere. Ella es la cocinera y manda como emperadora absoluta desde el repostero hasta la última pieza de servicio y en toda la cocina. A veces, me hace cariño con su mano áspera, como de cuero, que suena cuando la pasa sobre el mantel. Y me convida a la cocina a hacer lo que me prohíben hacer en la mesa: tomar té puro sorbido en el platillo con ella, mirando como se pone el sol de la tarde, color naranja. Es la única persona ante la que la Ita se queda callada.
El Tata también me quiere. Pero, por supuesto, dejaría que lo cortaran en pedazos antes de confesarlo. Pero igual sé que me quiere. Es senador de la república, ingeniero, agrónomo, inventor y, según la Gumercinda, el sol no sale si él no lo permite. Está lleno de proyectos apasionantes y gigantescos. No se achica ante nada. Dice que algún día él hará cambiar este miserable valle de secano. Todos lo miran y le dicen “por supuesto, senador”, pero se ve que no creen que algo así pueda pasar nunca. En realidad, basta mirar la tierra, seca como yesca, para no creer que nada pueda suceder aquí.
A veces, el Tata me dice que salga a caballo con él. Vamos, en silencio, por los potreros, durante horas, sin hablar. Eso me encanta. Él sabe guardar silencio.
La Ita, mi abuela, esa sí que no me quiere nada. De eso estoy segura. Considera que soy la inadecuación y la falta de criterio en persona. De alguna manera, eso me gusta. Todo el tiempo está tratando de enseñarme cosas inútiles, como modales en la mesa, poesías en francés, cómo y dónde hay que poner las manos, sentarme con las piernas juntas y cosas así de aburridas.
Según ella, tengo miles de defectos: mi mirada es insolente, soy contestadora, no me quedo nunca callada, siempre tengo que decir la última palabra, mi vestimenta es un escándalo, que cómo se me ocurre ponerme los pantalones viejos de Gonzalo para galopar como hombre, que no soy femenina, no lloro nunca, ando chascona todo el día, etcétera. La lista sigue y nunca está completa.
El resto de la gente es borrosa de cara. No sé cuánta gente vive aquí, pero son muchísimos. Todos son medio parientes, o del Tata o de la Ita. Y todos tienen algo que decir acerca de lo que yo debería ser, hacer y pensar.
A veces, me gustaría explotar. O escaparme de aquí. A pesar de eso, es probable que no salga nunca de este fundo. La Ita detesta Santiago, no sé por qué. Mala suerte. Me consuelo leyendo a escondidas en las noches. Estoy en la mitad de La letra escarlata. La robé de la biblioteca del Tata. Estaba llena de polvo y con las páginas selladas. Nadie la ha leído. Son tontos, porque es genial.
Quién sabe lo que irá a