Jerónima. Ana María del Río. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ana María del Río
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789561234536
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del dulce de membrillo es absurda. La casa se alborota como si fuera el fin del mundo. Ese día, las tías se disfrazan de empleadas y se presentan en la cocina desde la madrugada, hablando hasta por los codos, con absurdos delantales blancos con vuelos y pelan la fruta con cuchillitos afiladísimos. Cuando se cortan, gritan como chancho y hay que darles un huevo a la copa con jugo de carne para compensar la pérdida de sangre. Durante dos días completos se hace una sola cosa en esta casa: pelar membrillos. Estos llegan en canastos gigantes. Vienen duros como piedras. Las niñas de mano los toman y les sacan la pelusa con unas franelas que después se botan porque esa pelusa es venenosa. Mientras pelan la fruta, todas hablan sin parar acerca de las aburridísimas cosas que les pasan a ellas: que se enfriaron, que están trancadas, que tienen tos, que tienen juanetes, que son sonámbulas, que tuvieron partos vaginales instrumentales, etcétera. Después, pelan a los de los fundos vecinos, los Cotapos, los Ochagavía, y llevan la cuenta en la uña de los viajes a Europa que hacen los otros.

      La Pita y la Consuelo se mueren de lata. Dicen que hace siglos que no llega nadie potable al campo. Dicen que morirán aquí, encerradas entre los cerros. Lo dicen para que la Ita se vaya a vivir a la casa de Santiago, pero es una batalla perdida de antemano. Ella odia Santiago. La Gumercinda parte palos para la inmensa fogata donde pondrá el gran fondo en el que revolverá el dulce.

      En esos días, todos los hombres de la casa huyen para conservar su salud mental. Se suben en sus caballos, se arrancan hasta cualquier fundo de por ahí cerca, Santa Teresa, santa cualquier cosa, y pasan la tarde jugando al póker abierto, típico. O al Rummy. Y tomando coñac, por supuesto. Hasta el Tata emigra.

      Pero este año, el Tata no se ha ido.

      Permanece atrincherado en su pieza. Ha extendido todos los planos de su gran proyecto sobre la mesa de dibujo gigante que ha mandado traer de Alemania. Quiere hacer algo en el cerro, no sé bien qué es, pero será inmenso, como todo lo que él hace. Él podría cambiar el paisaje del mundo, si quisiera.

      De pronto, me gustaría ser como él, aunque fuera por un instante. Extender la mano sobre el mapa y cambiarlo a mi gusto. Modificar la geografía, qué loco.

      La Gumercinda ya debe haber cocido y molido el membrillo pelado. Ahora debe estar encendiendo el fuego con carbón de espino para poner el cántaro gigante de greda donde se hace el dulce.

      Sé que todas las tías deben estar mirando en este minuto a Lope Ávila, el único hombre que circula por las cocinas estos días. Lope es el marido de la Gumercinda y el hombre universal: hace de todo y sirve para todo, desde servir la mesa disfrazado de mozo inglés, hasta herrar a los caballos o lacear vacas. Es muy buenmozo. Todas las mujeres que viven en la inmensa casona de Santa Clarisa lo miran. Todas piensan lo mismo: que es tan buenmozo que no parece marido de cocinera, sino un torero delgado y elegante.

      La Ita debe estar hablando de la preparación de las Misiones. Y de que hay que empezar a preparar los altares. Y hacer la encuesta. Consuelo y Pita se deben estar mirando, desesperadas. Otro año Misiones. Lata suprema.

      Lo de la encuesta, sobre todo, es horrible. La Ita no puede soportar que un hombre viva con una mujer si no están casados. Entonces inventó la encuesta, que es aparecer por sorpresa en las casas de los inquilinos, preguntarles sin son casados por la Iglesia o no. Si le dicen que no, los anota en la lista de “matrimonios por celebrar” en las Misiones y después, cuenta las personas y cuenta los colchones y le da a cada uno un colchón y dice que nadie podrá dormir con otro hasta que estén casados por la Iglesia porque es pecado mortal. Cuando llegan las Misiones, obliga a casarse a todos los que viven juntos. Solo ahí pueden compartir el colchón y dejar el otro para cuando lleguen más hijos.

      La Consuelo y la Pita son casi iguales, con una diferencia: la Consuelo llora y espera indefinidamente la carta de una especie de novio que apareció hace años, la visitó dos veces y luego no volvió nunca más. En cambio, la Pita se dedica a besarse con lengua detrás de las zarzamoras con los hijos adolescentes de los campesinos a la hora de la siesta, y a preparar bailes campestres en la casa del Tata. Las tías arrugan las cejas y la nariz al ver los nombres de los invitados a los bailes. Dicen que son todos gente “inubicable”. La Pita somete a todos los jóvenes que se atreven a llegar a la casa a un viaje de iniciación al tranque del fondo, donde se esconde con ellos en el bosque frondoso de eucaliptos y los obliga a besarla sin respirar. Ningún joven ha pasado la prueba. Todos se ahogan antes que ella, que tiene el tórax inmenso y puede retener aire como una ballena. La Consuelo se espanta cuando ve eso. Dice que su hermana es una “concupiscente”. Pita se ríe a carcajadas y repite quinientas veces la palabra.

      Hoy en la mañana han llegado los Gatos Plomos. Los tres me caen pésimo. Miran al mundo como oliendo caca. También son hermanos de Gonzalo, de Pita, de Consuelo y de Miguel, mi papá, que se murió. Pero son demasiado distintos; es increíble que esos siete hermanos vengan del mismo padre y madre.

      Los Gatos Plomos viven en Santiago y según ellos estudian una vaga carrera de Agronomía, que no se termina nunca. Se llaman Estéfanos, Constantino y Estanislao. La Ita les puso así porque cuando nacieron estaba leyendo un novelón gigante, como de veinte tomos, que pasaba en Rusia. El Tata se rió durante varios días de los nombres. Todo el mundo les dice Tefo, Tino y Talo. No hacen nada. Solo están en la vida. Transcurren. Se visten como mellizos, casi siempre de gris. Por eso les dicen los Gatos Plomos. Andan elegantísimos, siempre juntos y hablan uno después del otro, siempre en el mismo orden. Son ridículos y se creen el último grito de la moda porque han ido dos veces a París.

      Casi nunca vienen al campo, porque les carga. Solo vienen cuando tienen lo que ellos llaman “un pequeño bache de suerte”. Lo tienen más o menos cada mes. Ahora han llegado en uno de esos viajes relámpagos, que consisten en que se reúnen con la Ita en las habitaciones privadas de ella. Muchas veces he querido espiar, pero no se oye nada. Solo oigo gritos, exclamaciones. A veces, he sentido llorar a la Ita.

      Los Gatos Plomos contestan con vaguedades y puras evasivas a las preguntas que el Tata les hace sobre agronomía. Solo les interesa mandarse a hacer trajes, comprar guantes de cabritilla de diversos tonos, ir a fiestas y jugar póker. Encargan naipes a Inglaterra. En el fondo, no engañan a nadie. El Tata sabe que jamás han ido ni irán a ninguna clase en la universidad y solo dicen que estudian Agronomía porque suena bien y porque así pueden vivir en Santiago. Los días en que vienen los Gatos Plomos la mesa se llena de platos especiales, muy elaborados, y la Gumercinda anda ferozmente malhumorada. Dice que los Gatos Plomos son unos marabuntas. No sé lo que es eso. Por suerte, sus visitas duran poco.

      4

      Gonzalo es el único hijo del Tata al que quiero. Viene siendo mi tío, pero me trata como una hermana. De hecho, parecemos hermanos. Es el menor, bastante menor que Pita y Consuelo. Después que él nació, “se alzó el puente levadizo”, dijo una vez en la mesa un hermano del Tata, que es historiador. Parece que era una frase “cruda”, como dijeron las tías, escandalizadas. Se hizo un silencio amplio en la mesa. La Ita se enojó y salió dignamente del comedor, hasta que el tío historiador le tuvo que ir a pedir disculpas a su pieza.

      Gonzalo me encanta. Tiene ojos tristes, pero me hace reír todo el tiempo. Es inteligente y se le ocurren cosas geniales. Pero es un artista. Y eso, en esta familia, es algo así como una maldición. O una enfermedad. Sueña con que el Tata lo mande a estudiar música al Conservatorio Nacional Superior de Música y Danza de París. Pero, por supuesto, ni siquiera se atreve a decírselo. Por eso estudia Leyes. Y no es que no le interese la gente. Al revés. Le interesa demasiado. Es al único que los campesinos quieren. Lo invitan a sus casas y él come sandía con harina tostada en sus comedores con hule. Y además, les da gratis consejos legales acerca de la relación laboral con el Tata, más bien con el perro de Forster, su administrador, que es un hombre cruel. En Santiago, Gonzalo se junta en secreto con sus amigos liberales. Hablan de la igualdad de las personas y de que los campesinos son iguales a ti y a mí, y tienen los mismos derechos. El Tata lo mataría si supiera que Gonzalo es liberal.

      El Tata se derrite en secreto por Gonzalo, o sea, de la manera como se puede derretir un senador insigne: no diciéndole que lo quiere y tratándolo con más severidad que a los otros. No le ha preguntado nunca a Gonzalo qué piensa.

      Ahora