Jerónima. Ana María del Río. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ana María del Río
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789561234536
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entrarás, ¿no, amor?, pienso. Se me aprieta el corazón. La duda duele. Miro ansiosamente hacia la puerta de gruesas cortinas rojas. Las niñas de los palcos se paran y se sientan. Muestran sus vestidos. Ahora están de moda las gasas floreadas y los vestidos estilo imperio. Los encuentro horribles. Voy vestida justo al revés. Un vestido ajustado, sin crinolina, de una tela que cae, pesada, vertical. Con toda esa gasa y vuelos, las niñas se ven como mariposas gordas.

      Tengo miedo. Miedo de lo que me han susurrado en el coro. Mi corazón galopa. Creo que soy la única que viene porque tengo que venir. Porque tengo que saber.

      Porque si no te veo, me muero, amor. Por eso.

      Suena el segundo gong. Todos se precipitan a sus palcos.

      Dónde estás, amor.

      Las arcadas del frontis quedan desiertas. Están a punto de tocar el tercer gong.

      –Si vas a la función de gala de mañana, tendrás una sorpresa con tu Carabantes, Jerónima Larraín –me han dejado caer durante el ensayo.

      Oigo, pero no puedo creer lo que oigo. Toda mi piel se ha puesto alerta, como un animal, al acecho. Miro hacia atrás. Todas hablan animadamente.

      –¿Qué sorpresa? –digo.

      Aparento calma. Pero el miedo me quema.

      –Qué tanto preguntas por Alvar Carabantes, tú, Jerónima Larraín –dice la Trini Rodríguez de la Cuadra, mirándome fijo–. Estás comprometida con ese viejo con facha de ropero de tres cuerpos. –Todas ríen.

      –No –digo–. No lo estoy.

      –Es igual. Mañana en la ópera verás que tal vez tu Alvar Carabantes no es tan tuyo –dice la voz nuevamente, saliendo de entre el coro de caras iguales.

      Me vuelvo rápidamente para ver quién me habla. Pero el grupo de niñas me mira, entero, compacto, sus caras sonrientes, burlonas, crueles.

      –¿Quién dijo eso? –pregunto.

      Nadie contesta. Santiago está repleto de voces murmurantes, escurridizas. Siento que mi pulso se va. Tengo miedo. No puede ser cierto.

      Por eso, esta noche estoy aquí. Con las manos agarradas a la baranda de mi palco en el teatro. Para ver. Para saber. Todo es un chisme, pienso. Y temo. Temo que no lo sea.

      Las luces. Tanta luz. Toda la luz. Me duelen los ojos. Las lámparas de los palcos son nuevas. Todo el mundo comenta, mirándolas. Son las lámparas de gas, con el sistema inventado por Claro y Urmeneta, donado al Teatro Municipal. Las mujeres, lanzando grititos de admiración.

      Los hombres, inflando el pecho, explicándoles el funcionamiento de las lámparas. Toda la explicación es mentira. Inventan cualquier cosa. Pero da lo mismo, porque las mujeres no entienden nada. Oyen, boca y ojos muy abiertos, y pestañean, sonriendo. Por qué la gente sonríe tanto, pienso.

      Conozco exactamente el funcionamiento de las lámparas, con su combustible de gas butano, aunque puede ser también metano o propano, donde hay una llave reguladora del gas y el aro selector de aire, que se abre y se cierra. Me lo explicaste tú mismo, amor.

      Me miran desde los otros palcos. Sé que me veo rara sola en el palco. Es el único palco en que hay una sola persona. Tensa, no puedo estar más tensa.

      De pronto, violentas, se abren las cortinas rojas del fondo de la platea. Ah. Eres tú. Al fin. Apareces caminando, rápido, erguido, tan delgado, por la alfombra roja de la platea. Viniste, amor, pienso. Gracias, Dios mío, pienso después. Viniste. Sube.

      –Sube a mi palco –digo en voz baja–. Sube luego, amor. ¿Qué esperas?

      2

      Vienes entrando, a grandes pasos. Como siempre, envuelto en tu amplia capa negra. Miro tu aro de la oreja izquierda, la moda de los soldados de Napoleón. Qué delgado estás.

      Ah, tu rostro. Suave, algo largo, con una nariz definida, grande. Tu boca.

      Amo tu rostro. Todo en él son huesos. Pero no eres un hombre frágil. Tu larga huesería, fuerte, dura. La siento en la carne y me erizo de placer. Sube pronto, pienso.

      Tus ojos. Oscurísimos. Brillan en la oscuridad. Metidos tan hondo en tu rostro que parecen ojeras. Esta noche te brillan. Qué bello estás, esta noche. Llegas al centro del teatro, levantas los ojos y miras con calma hacia los palcos. Como si estuvieras solo. ¿Es que acaso no sabes cuál es mi palco? Sube. Quiero besarte delante de todos. Aunque lo sepan en la casa cuando les llegue el chisme, que es lo único que aquí, en Santiago, se desplaza más rápido que el aire.

      ¿Pero qué pasa? Ni siquiera miras hacia acá. Te informo que eres el único hombre del Teatro Municipal que no me mira, pienso, picada. ¿Qué haces?, pienso casi en voz alta. No puedo creerlo. No vienes a mi palco. En vez de eso...

      Te veo entrar al palco de José Tomás Urmeneta. No puedo creerlo. Por qué entras allá... Creo que me caeré. Pero sigo mirándote. Veo como te acercas a Manuela. Manuela, la mayor, la hija paralítica de José Tomás Urmeneta, siempre en su silla de ruedas, siempre tiritando de frío, siempre con chales de gasa en los hombros. Heredera de todo el cobre de Chile. Te estás acercando a ella, amor. Qué pasa. Veo paso a paso, célula a célula, cómo te acercas a ella. Y no lo creo. No puedo creerlo.

      ¿Qué pasa, amor? ¿Qué te pasa? ¿Por qué no vienes?

      Entonces veo como tomas, delicadamente, uno de sus largos y esqueléticos brazos enguantados en raso blanco. Y besas largamente su pequeña mano esmirriada. Dios, qué haces, amor, qué estás haciendo, pienso. Qué broma es esta. Pareces dispuesto a que todos te vean. Sí. Es evidente. Estás haciendo esto para que lo vea todo Santiago. Por qué. Qué pasa.

      La Urmeneta tiene los labios cerrados. Los aprieta hasta dejarlos blancos en una especie de sonrisa de satisfacción. Casi no puedo respirar. El aire se retira de mi palco. Todo se enrarece. Estoy en otro país, en territorio enemigo. Todos miran al palco Urmeneta y luego al mío. Los ojos, como en un partido de tenis. La pelota, de lado a lado de la cancha.

      –Amor mío, qué estás haciendo, por Dios –digo en voz baja.

      Te veo quedarte junto a ella, como si te hallaras en el tablón de asalto de un barco, balanceándote ante el abismo, tranquilo, mesurado. Tu boca resuelta, de los que han tomado una decisión final. Tienes la decisión empuñada en tu mano. En tu cuerpo. En platea, los jóvenes de Santiago, con las cabezas en alto, te miran, sonríen. Oigo susurros. Escucho frases. –Buena la jugada de Carabantes, astuto este nortino, sabe perfectamente dónde está la gallina de los huevos de oro –oigo, entre jirones de conversación.

      Te sientas junto a Manuela. Miras el escenario. Tus ojos hacen un cuidadoso recorrido en el trabajo de no mirar hacia mi palco. Tu mentón está rígido. Tienes un gesto en la boca que nunca has tenido. Te conozco tanto, amor. No puede ser cierto. En ese momento, la Urmeneta tirita. Su figura angulosa se estremece, un lujoso atado de huesos, envueltos en raso blanco. Entonces te veo, amor.

      Te levantas, y despojándote de tu capa, esa capa, amor, con que me cubriste a mí, a mí, en las noches, en tu casa, mi capa, te la sacas y se la pones sobre los hombros. El forro granate, que tiene mi olor, amor, parpadea un segundo y luego desaparece alrededor de ella. De su espalda de huesos de pollo. A continuación, veo lentamente todo lo que sucede. Te sientas y pasas el brazo por sobre los hombros de Manuela. Atrás, en las sombras, papá y mamá Urmeneta sonríen. El pacto está sellado. La Urmeneta estira la cara, una sonrisa, se acurruca en tus brazos y tirita. Eso solo se hace con una novia. Estás comprometido con ella.

      En ese momento comienza a abrirse lentamente el telón y se oyen los compases de la obertura de Ernani, con sus notas terribles, llenas de presagios y terrores.

      Me tambaleo. Me afirmo desesperadamente en la baranda del palco. No puedo creerlo. Clavo las uñas en el borde de terciopelo. Los susurros callan. Todos me miran. El tiempo, la vida, se detienen. Me pongo de pie.

      Aprieto mi cartera de malla metálica. Recuerdo la frase en el coro: –Mañana en la ópera, verás que