El académico Timothy Morton reconoce la amplitud de posturas dentro del ecologismo como un factor que demuestra la complejidad que lo integran. En Ecology Without Nature, Morton hace una distinción entre ecologistas blandos (soft) y ecologistas duros (hard), y dice:
el ambientalismo es amplio e inconsistente, puedes ser un ecologista comunista o capitalista… Puedes ser un conservacionista “blando” y enviar dinero a organizaciones sin fines de lucro… o puedes ser un conservacionista “duro” que vive en los árboles para detener la tala o la construcción de autopistas.11
La afirmación de Morton da cuenta de dos situaciones presentes en el movimiento ambiental: por una parte, la oposición entre el ecologismo verde claro y la ecología profunda. Por otra parte, Morton hace referencia a la situación que anteriormente observa N. Parra, respecto del amplio espectro político que estaría representado entre las preocupaciones ambientales, argumentando entonces que el ecologismo estaba “descontaminado todavía de los ideologismos”.12 Desde la producción artística y la apreciación estética, dicha descontaminación político-partidista se presenta como la gran oportunidad que tiene el pensamiento ecológico para ir permeando éticamente el pensamiento occidental. Lamentablemente, en la era de la presidencia de Donald Trump, la descontaminación política que celebraba N. Parra se ha polarizado.
Entre las tendencias y el grado de compromiso ecologista, comúnmente se ironizan las diferencias con el juego de palabras “verde claro” (light green) o “soft”, y la ecología profunda (deep ecology), o “hard”. En inglés, el adjetivo “light” puede designar un color poco saturado, claro, lleno de luz, como el celeste que se traduce “light blue”. Light también designa algo liviano. En este caso, light green implica ambas cosas: el verde no tan verde y que, por tanto, no es tan ecológico; sus bases son livianas o triviales, a la vez que el juego de palabras se opone a la denominación de la misma ecología profunda, fundada por Arne Naess (1912-2009), que busca mucho más que conductas amigables en las personas, sino que propone un cambio de paradigma, desde el antropocentrismo hacia el ecocentrismo.13
En 2004 el británico Greg Garrard sostenía que el movimiento ambiental era relativamente joven, pero que ya era posible distinguir una gran variedad de “ecofilosofías, las que parec[ían] tan propensas a competir entre sí, como a combinarse en una síntesis revolucionaria”. En este sentido, Garrard caracterizaba un conjunto de personas con una relativa conciencia ambiental, dispuestas a reciclar, comprar productos amigables con el medioambiente, y que declaraban su preferencia por energías renovables, pero que estarían cómodas con su forma de vida y no se planteaban —o no querrían creer— que para resolver la crisis ambiental que enfrentamos sea necesario cambiar los patrones de producción y de consumo. A este grupo de personas Garrard los ubicó dentro del gran espectro de los autodesignados “ecologistas”, concluyendo que un amplio rango de personas en países desarrollados se considerarían ecologistas. A la presión que ejercen como consumidores y ciudadanos, Garrard le atribuye diversos logros políticos y sociales, aunque los críticos más radicales los tienden a acusar de superficiales.14
Estos serían los ecologistas verde claro o soft, como los llama Morton, en su distinción entre ecología superficial y de corto plazo, en oposición a la ecología profunda de largo aliento, siguiendo a Naess, el filósofo noruego en la década de 1970. Así, en el otro extremo del movimiento tenemos a los ecologistas radicales, quienes cuestionan nuestras estructuras de consumo y producción, y se preguntan por las premisas subyacentes: ¿qué es lo que nos hace creer que podemos disponer de los recursos de la Tierra a nuestro antojo?15 Su argumento es que debemos superar el principio de una cultura antropocéntrica narcisista, entendiendo no solo la dependencia, sino también las consecuencias de la vida humana sobre el planeta. Naess propone la vuelta a la vida sencilla, en pequeñas comunidades autosuficientes que generen el menor impacto posible sobre el ecosistema, y el control de la natalidad como estrategia para reducir el crecimiento de la población humana de forma exponencial, cuestión que suscita un dilema ético profundo.
Estas distinciones son relevantes de integrar a la discusión ya que alcanzan el ámbito de influencia de la ecocrítica, en relación con las producciones culturales que asumen la situación del cambio global como una urgencia. A la vez, las propuestas de la ecología profunda permiten distinguir la idiosincrasia subyacente en los textos críticos y literarios. Morton advierte: “la ecocrítica está demasiado entremezclada en la ideología que reproduce ideas estereotípicas de la naturaleza”. Es decir, la posibilidad de desplegar un pensamiento crítico o deconstructivo desde los estudios ambientales estaría limitada por la ideología “verde claro” o “verde oscuro” que habita, como sesgo, incluso en los mismos intelectuales. Siguiendo la noción de Kritik de la escuela de Frankfurt, Morton agrega que la ecocritique debe ser crítica y autocrítica.16
En mayo de 2015, anticipando la Cumbre de París sobre Cambio Climático que se celebraría a fines del mismo año, y haciendo honra al santo que inspira su nombre como pontífice, el papa Francisco lanza la encíclica Laudato Si’ donde defiende la necesidad de enfrentar la crisis ambiental desde la perspectiva de lo que él llama una “ecología integral”.17 En la presentación del problema, y en coherencia con pensadores latinoamericanos como Eduardo Galeano (1940-2015) y Leonardo Boff (1938), la encíclica papal muestra la estrecha relación entre crisis ambiental e injusticia social que desde los estudios culturales verdes se entiende como justicia ambiental.18 De tal forma, la encíclica se alinea con la denuncia sobre la injusticia ambiental que se evidencia en la conciencia ambiental latinoamericana, cuestionando, al igual que la ecología profunda, los modos de producción y consumo de la sociedad contemporánea. No obstante, desde su preocupación central por el ser humano, Laudato Si’ se posiciona de manera opuesta a la propuesta biocéntrica de la ecología profunda, la que establece un nuevo punto en este escenario complejo de posiciones. Como veremos más adelante, el punto focal del ser humano como centro o causa, tensiona la discusión de manera tajante.
Buscando expresiones culturales menos antropocéntricas, José Manuel Marrero sostiene que académicos como Jorge Paredes y Benjamín McLean, interesados en el estudio de la cultura y la literatura de los pueblos originarios, ven la literatura indigenista como literatura ecologista, dada su visión de mundo ligada a la Naturaleza.19 En esta misma línea, el académico chileno Juan Gabriel Araya destaca un artefacto realizado por N. Parra incluido en su “Discurso del Bío Bío” (1996):
Muchos los problemas
Una la solución:
Economía Mapuche de Subsistencia.20
Araya, siguiendo a Quezada recalca:
Parra es un adherente a la cultura Mapuche…[y] esto por razones ecológicas: afirma que los Mapuche... no eran consumistas ni despilfarraban, sembraban lo estrictamente necesario para subsistir, criaban animales y no existía el comercio de la manera brutal que existe hoy.21
Como vemos, esta idealización de la cultura mapuche es coherente con los postulados de la ecología profunda asociados a la vuelta a la vida sencilla. No obstante, sabemos que, de alguna manera, resulta también una idealización dada la realidad del intercambio humano y que hay matices en los procesos sociales, económicos y políticos de todas las comunidades, llámense naciones, pueblos o estados.
La ecología profunda defiende una postura biocéntrica, plantea que la Naturaleza es un sujeto silenciado por el ser humano y que debemos aprender a escucharla. Sin embargo, tal como sugiere Christopher Manes, parece utópico llevar a cabo una práctica biocéntrica donde verdaderamente se logre oír la Naturaleza, ya que el ser humano es el portador del lenguaje y es justamente por medio de este que logra reflexionar sobre los fenómenos