En la actualidad, se hace patente cómo formamos parte de esa supuesta Naturaleza externa y, paradójicamente, cuánto dependemos de ella para sobrevivir: no somos dueños privilegiados o beneficiarios exclusivos y excluyentes. Es evidente que han sido muchas las medidas que se han implementado tanto a nivel global, las naciones y los estados, así como parte de las comunidades y también de las personas de manera individual, muchos soñando con un giro que detenga el viaje a la distopía ambiental. Un extraño efecto en el que pareciera que guardamos secretas esperanzas de que un acto mágico y sobre todo tecnológico traiga nuevamente la armonía ante las urgencias de la reorganización del mundo.
Se están tomando medidas, es evidente, pero, al parecer, estas resultan insuficientes para permutar el destino mundial si se continua, paralelamente, con el mismo ritmo de explotación de los recursos, la industrialización, las formas de vida y de convivencia que han convertido a esta civilización en la primera amenaza para la sobrevivencia del propio planeta. Este contexto que ha sido definido como una nueva época, el Antropoceno, tiene la característica de haber alcanzado una velocidad de cambio global que supera cualquier medida humana, que no sea efectivamente un giro radical respecto de la interacción con la Naturaleza.2 Una posibilidad para las personas, por cierto, puede ser la de transformarse en un agente político y público que dé testimonio cotidiano de la urgencia que vive el planeta y, por lo mismo, la humanidad entera. Otra, es aportar desde un ámbito más individual, pero igualmente necesario, a las 3R: reducir, reutilizar y reciclar.3 Sin embargo, ambas posturas conllevan modelos de vida, de pensamiento y de acción que, a su vez, cuestionan el rol que los ciudadanos cumplimos en la sociedad y la forma cotidiana en que interactuamos. Nuestros hábitos y las costumbres asociadas a la cultura a la que pertenecemos ya no son propias de la sobrevivencia humana sino, precisamente, su principal enemigo; tanto respecto de ella misma, como considerando el medio que hace posible dicha interacción vital.
En el caso de la academia, por otra parte, esta coyuntura, esta realidad, nos interpela respecto a aquella supuesta posición “crítica” que caracteriza históricamente a pensadores e intelectuales. Aunque esta vez, la causa está más allá de las polaridades políticas tradicionales de izquierda y derecha, dado que demanda una mirada más allá de los lindes de lo estrictamente social. Es preciso apelar a las condiciones globales de sobrevivencia, es decir, más que solamente a una cuestión humana. Se trata de condiciones que remiten a la urgencia de un comportamiento consciente, pero que al mismo tiempo obligan a reconsiderar forzosamente las circunstancias en las que se da la vida humana y el medioambiente que la permite. Esto, además, obliga a los grupos y las comunidades —a veces por medio de procesos lentos de transformación y en otros casos forzados por las evidencias de la catástrofe— a comprometer el quehacer mismo de los estudios y las investigaciones que se desarrollan en la academia con una causa prácticamente inédita. Se trata de un factor superior, quizás nunca antes visto, que es requisito de la posibilidad de la sobrevivencia misma. Para los intelectuales acostumbrados a pensar el mundo, no parece simple desplazarse a la duda distópica, ya no de la razón o de un dios, sino de las condiciones de vida que permiten el pensar, a la vez, las condiciones de la vida más que humana en el mundo. Un desafío complejo que podemos ejemplificar, volviendo al mundo antiguo, dado que a lo que nos enfrenta el cambio global es a ponderar problemas que van más allá de las contrariedades de la polis, de la pura convivencia intrahumana, sino que incluye a la Naturaleza como condición y, por lo mismo, implica la interacción con un ecosistema mayor. Es decir, la relación de toda la vida en el planeta, ahora sí como un oikos (hogar en griego) de todos. Pero de verdad de todos: objetos y sujetos, animales, seres humanos, vegetales, minerales y un largo etc. que alcanza esos amplios, pero no infinitos, reinos.
En el caso de las humanidades, las artes y las ciencias sociales, su aporte, pero también su distancia y, por cierto, por mucho tiempo su indiferencia respecto de la realidad material que rodea la cotidianidad ambiental, implica una tardanza concreta. Tradicionalmente, como decíamos, lo que caracteriza la preocupación política han sido los problemas sociales y culturales, así como aquellos relacionados con el bienestar y la convivencia humana. Sin embargo, desde mediados del siglo XX con mayor énfasis, los temas propios del medioambiente y la ecología han alcanzado la primera línea, entre otros, en la discusión internacional. El efecto de la difusión de la energía nuclear (con los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki en 1945) además de la divulgación, por esos mismos años, de las investigaciones que demostraban las consecuencias del uso de métodos químicos para la optimización de la producción agrícola; nocivos no solo para los seres humanos sino también para el suelo y los animales, marcaron la irrupción de los temas ecológicos en la escena mundial. Han pasado más de siete décadas desde esos hechos y sus primeras consecuencias. Hoy, otros acontecimientos, a nivel micro y macro, marcan el incremento acelerado de eventos y cambios que demuestran la urgencia de una reacción mundial y organizada para asegurar un futuro común, amparados por la Naturaleza también común. Todos, la humanidad completa, está llamada a asumir los desafíos que plantea esta condición global, sin embargo, no faltan quienes dudan o incluso no se sienten parte ni de los afectados ni de la Naturaleza. Este principio, compuesto en proporción equivalente de arrogancia e ignorancia, tiene consecuencias.
Las humanidades, las artes y las ciencias sociales no están fuera de este panorama que hemos descrito sucintamente. Tampoco se trata de imputar exclusivamente la indolencia al mundo intelectual o político, o quizás sí, salvo excepciones. Es preciso ahora buscar alternativas, proponer acciones en algunos casos, en otras —por el bien de todos— incentivar la inacción humana. Al mismo tiempo que es preciso evitar caer en algo que para la academia resulta ya una tradición y que se expresa en la paradoja del principio de propiedad temático, que supone el que los académicos asuman los temas y, junto a la novedad, se arroguen su origen y nacimiento, cuando en realidad, en general, estos temas han sido prefigurados por la literatura, la ficción, la poesía, o simplemente la ciencia.4
En el caso particular de los estudios dedicados a las humanidades ambientales en Chile, para definir un campo más amplio que simplemente el de la ecocrítica, aún experimentan la tendencia a presentarse o autodefinirse en una fase inaugural e incipiente, cuando en realidad ya hace más de cincuenta años que el tema está presente en la literatura especializada.5 Lo anterior, bajo el particular efecto o tendencia en la que la designación terminológica o de campo, realizada por la academia, pareciera crear las áreas del saber sin considerar un tiempo anterior.6 Esto demuestra la necesidad de identificar rutas paralelas entre el desarrollo de una línea de estudios en las humanidades ambientales, más general, asociada a la obra de autores no necesariamente especializados en el tema y aquella específica relacionada con la producción académica universitaria. En el caso de Chile, basta indagar en las bibliografías anteriores a la década de 1970 para reconocer las fuentes de dicho campo de conocimiento, las que venían con un impulso y una claridad patente respecto de su urgencia, incluso desde varias décadas antes. Especialmente a partir del texto de Rafael Elizalde Mac-Clure, La sobrevivencia de Chile, publicado por el Ministerio de Agricultura en 1958.
Las humanidades ambientales integran así una relación multidisciplinar donde convergen, en un amplio arco, las ciencias junto a las humanidades y las artes, en pos de la reflexión y el apoyo de la agenda pública para el medioambiente.7 Por lo anterior, nos pareció importante converger en un libro que integrara las reflexiones en torno a los estudios ecocríticos, geopoéticos y medioambientales, ámbitos en que hemos colaborado desde el año 2010 y que han derivado en distintas publicaciones en revistas especializadas y capítulos de libros con su tradicional metodología y formato, el que —desgraciadamente— no invita a un público más amplio, fuera del propio ámbito académico. Con este libro buscamos presentar nuestra visión de algunos temas relacionados con las humanidades ambientales y aportar en el establecimiento