—Me encanta sentir cómo te corres.
Y entonces exploté.
A la mañana siguiente amanecimos en el sofá, tapados con una manta que recuerdo de color chocolate. Ni siquiera llegamos a la cama. Me costó reconocer dónde estaba en un primer momento, y luego, de repente, lo recordé todo.
Había sido increíble. Nunca había sentido nada igual. Ángel estaba detrás de mí, con su brazo derecho debajo de mi cabeza, a modo de almohada, y con el izquierdo rodeándome la cintura, abrazándome. Al notar que me despertaba me besó en la nuca. Noté como el calor volvía a todo mi cuerpo. ¿Qué me pasaba? ¿Qué poder ejercía sobre mí? Acababa de despertarme y ya lo deseaba.
—¿Otra vez? —dijo él entre divertido y sorprendido. Y bajó sus dedos desde mi cintura, nuevamente, hasta mi clítoris.
Tras la ducha desayunamos. Yo no podía dejar de pensar en lo que me estaba sucediendo. Lo deseaba constantemente. Era una necesidad. Tenía que pensar. Ángel todavía estaba dentro de una relación de pareja, tenía pareja y no era yo, por lo que no podía permitirme depender de él. Pero no podía evitarlo. Era superior a mí. Como un imán. Sólo le hacía falta mirarme. Nada más. Era una sensación totalmente nueva, vertiginosa, excitante y a la vez peligrosa. Sentí celos. Odié a Nieves. Sé que no era culpa suya, ella ni siquiera sabía nada, pero la odié. Se lo dije.
—Ángel, sé que te he dicho que esperaría al cumpleaños de Nieves, pero no sé si voy a poder. La odio.
—No la odies. Nieves es importante en mi vida. Te quiero, y me he enamorado de ti. Pero no quiero hacerle daño. Ya te he prometido que no la tocaré.
—Sí, pero la besarás. Y la abrazarás. Y dormirás con ella. Y yo lo sabré. Y me volveré loca…
No podía soportarlo. Sólo de pensarlo me ponía nerviosa. Confiaba en él, no sé por qué, porque no tenía motivos para confiar en una persona que le estaba poniendo los cuernos a su pareja. ¿Quién decía que no me haría lo mismo? Pero estaba…enganchada. Sí, esa era la palabra.
—Lo intentaré —dije—. Pero no sé lo que podré aguantar.
Ángel se levantó y me besó. Dulcemente. Y para mí ya no importó nada más.
Llegó la Navidad. Ángel y yo no habíamos vuelto a quedar a solas. Habíamos intercambiado miradas en el trabajo, y besos a escondidas durante la hora del café. Cada vez que me besaba mi cuerpo se encendía, y quería poseerlo, donde y como fuera. Pero no había sucedido nada más. Y ahora iba a estar cinco días sin verlo. Sólo de pensarlo me ponía nerviosa. Además, aquella Navidad era la primera que estaba sin mi hija, y todo se me hacía un mundo. Antes de irse me dio un beso y me dijo:
—Te llamaré.
—Recuerda lo que me prometiste —le dije.
—Tranquila —contestó él.
Y se fue. Es cierto que me llamó cada día, pero también que el fantasma de los celos no paraba de torturarme. Aquella Navidad fue horrible. Una tortura. ¡Yo, que siempre había amado la Navidad por encima de todo! ¡Que disfrutaba viendo las calles llenas de gente, las luces, sintiendo el frío en la cara…! La odié. Como a Ángel. Lo amaba y lo odiaba. Lo deseaba. ¿Cómo podía ser? Si tanto me quería y tanto la quería, ¿por qué nos hacía sufrir? A mí, con la espera, y a ella, sabiendo que iba a dejarla. Porque… ¿iba a dejarla?
Por fin pasaron los primeros días de aquella odiada Navidad y volvimos al trabajo. Ángel llegó muy contento pero yo estaba un poco a la expectativa, contenta interiormente y altiva exteriormente. Él lo notó en seguida. Se acercó a mí y me preguntó:
—¿Estás bien?
—Después —contesté, indicándole con un gesto que ahora no era el lugar ni el momento.
A la hora del café él me estaba esperando en el bar. Se levantó y me dio dos besos, porque estábamos en público, y se puso a hablar alegremente cómo si ignorara mi estado de ánimo. Seria, le pregunté qué tal había ido la Navidad y qué había hecho. Me explicó que habían pasado la Nochebuena en casa de sus padres y el día de Navidad en casa de Nieves (o sea, en casa de los dos, aunque él siempre decía que no la sentía cómo suya), con amigos suyos, bueno, según él, de Nieves.
No pude evitar imaginarme a Nieves y a él disfrutando de la Navidad sentados en el sofá donde un par de semanas antes habíamos hecho el amor. Lo odié con más fuerza.
—No puedo —le dije, y las palabras que pronuncié a continuación acudieron a mí sin siquiera procesarlas—. He estado pensando. Ha sido una Navidad muy dura. No puedo. Tienes que escoger. No quiero pasar el fin de año sin ti. No quiero que vuelvas a dormir con ella. No puedo.
Ángel se me quedó mirando fijamente. Yo lo había soltado así, del tirón, convencida, con lágrimas en los ojos. Pero él estaba serio.
—Lo hablamos —me dijo.
—Lo sé, pero no puedo.
—No puedo hacerlo, no en Navidad —prosiguió.
—Ya, pero sí puedes hacerme sufrir a mí. Sí puedes hacerme pasar la peor Navidad de mi vida. Si realmente me quieres a mí y no a ella, ¿por qué es a mí a quien haces sufrir?
Se quedó callado, sin contestar. Lo observé durante segundos que se me antojaron eternos. Bajó la mirada hacia su café.
—Entiendo —dije.
Y me fui, dejándolo sólo.
FIN DE AÑO
La semana había pasado lenta. Ángel había intentado hablar conmigo varias veces en el trabajo, pero yo lo único que había podido hacer por cortesía y educación era devolverle el saludo. Tenía los ojos hinchados. No había parado de llorar desde el día 28, primer día laboral después de Navidad, cuando había hablado con él.
Ese día había pasado lento, pero había mantenido la compostura hasta llegar a casa. Allí me había derrumbado, y había llorado hasta quedar dormida.
No conseguía entenderlo. ¿Me había utilizado? Y lo peor de todo, estaba rabiosa conmigo misma. ¿Cómo podía estar yo así por un tío con el que apenas había compartido algunos meses de besos y sólo una noche de sexo?
No, no había sido sólo eso. Había sido más, para qué negarlo. Habíamos compartido una vida, en poco tiempo. Nos habíamos hecho amigos además de amantes. Lo sabíamos todo el uno del otro. Quizá por eso no lo entendía. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué? Si tan sólo tuviera una explicación sería más fácil. Decidí que no era el momento de pedírsela. No podía. No estaba preparada. No tenía fuerzas. Pero cuando las tuviera lo haría. Sí, así lo decidí. Al menos para que afrontara la realidad. ¿Qué se había creído? ¿Qué podía usarme y largarse sin más? No, al menos que diera la cara. ¡Puto cobarde! Comencé a llorar nuevamente.
El treinta y uno por la tarde cogí a mi hija en dirección a casa de mis padres. Iba a pasar el fin de año con ellos, y había quedado con Clara y Ana para salir después de tomar las uvas. No me apetecía nada hacer ni una cosa ni la otra, pero no me quedaba más remedio. Mi hija no tenía la culpa, y le apetecía ir con sus abuelos. Eran sus primeras Navidades con sus padres separados, y lo estaba pasando mal. No era justo