—¿No ves que es más cruel? ¿Le montas un cumpleaños impresionante y luego la dejas?
—Por favor. Déjame hacerlo a mi manera —insistió él—. No quiero perderte. Te quiero. Pero no quiero hacerle a Nieves más daño que el necesario.
Y Dani, y todo, desapareció. Y con un de acuerdo firmé mi sentencia. Debí haber frenado allí, debí haberle dicho que no, debí haberle dicho que de acuerdo pero que no volveríamos a vernos, ni a besarnos ni a tocarnos hasta que él fuera libre. Pero lo amaba. O no. Era peor. Mucho peor. Estaba enganchada. Enganchada a él. Enganchada al sexo con él. Y la rabia, el amor y el odio que sentía hacia él hicieron que entrara en un bucle del que yo aún no era consciente que me iba a ser imposible escapar.
No sabría explicar muy bien lo que sucedió a continuación. El mes y poco que faltaba para el cumpleaños de Nieves, lo pasamos entre peleas y sexo de reconciliación constantes.
Con la excusa de que él iba a dormir un par de veces por semana a casa de sus padres y Nieves estaba habituada y trabajaba, no lo llamaba ni lo controlaba. Y como tampoco iba constantemente a casa de sus padres, Ángel comenzó a decirles a ellos que se quedaba a dormir en casa de Nieves y a Nieves que se quedaba a dormir en casa de sus padres, y comenzó a dormir conmigo. Dos veces por semana, cuando no tenía a mi hija. Me convertí en su amante. Para mí era algo más, Ángel decía que para él era su pareja. Pero el resto de noches dormía con ella, iba a comprar con ella, hacía vida con ella, y eso a mí me estaba volviendo loca. Me estaba quemando por dentro, consumiendo, y en consecuencia el sexo era cada vez más duro, de la rabia acumulada que llevábamos dentro, yo por odiarlo y amarlo, y él por forzarlo yo a tomar una decisión que se le hacía cuesta arriba tomar. Y sin darnos cuenta, entramos en una espiral autodestructiva.
Habíamos salido alguna vez más con Clara y Ana.
De hecho se llevaba muy bien con ellas. Alguna vez que yo estaba trabajando y ellas no, las había llamado para tomar algo. Sin mí. Demasiado bien se llevaba con ellas para mi gusto. Yo había comenzado a volverme celosa. Mi relación con él había dejado de ser sana. No soportaba que pasara tiempo sin mí. Si no dejaba a Nieves ya, la relación que manteníamos iba a terminar por destruirme.
Recuerdo que un par de días más tarde me dijo que había quedado con sus amigos para ir a cenar el fin de semana. Les había hablado de mí, según me había dicho.
—Quiero conocerlos —le dije.
—¿Por qué? —dijo él sorprendido.
—Tú conoces a mis amigas, y yo quiero conocer a los tuyos. Si es cierto que vas a dejar a Nieves y les has hablado de mí no te importará. Además, podemos cenar todos juntos y así aprovechamos el tiempo. Para un día que puedes estar conmigo no vas a irte con tus amigos —le dije.
—Vale, de acuerdo —dijo él. Pero yo seguía sintiéndome vacía.
EL PRIMO
Una tarde de esa semana quedé para hacer un café con las chicas. Clara y yo teníamos curiosidad por saber cómo le había ido a Ana con el primo, y Ana y Clara tenían curiosidad por saber cómo me había ido a mí con Ángel. Ana y yo teníamos curiosidad por saber por qué Clara no había intentado nada con el del gimnasio en fin de año, ni que fuera para pasar un buen rato. ¡Esta Clara a veces era peor que una monja!
—No me gusta. ¿Qué pasa?
—Pero, ¿a ti te gusta alguien Clara? Te van a salir telarañas —dijo Ana.
—Pues no, no me gusta nadie. Pero tampoco creo que sea nada malo. Y dejadme en paz. Cuenta, ¿cómo te fue con el primo? ¿Habéis quedado otra vez? ¿Es cierto que el tamaño es inversamente proporcional a la altura?
—Muy graciosa Clara. No, no hemos vuelto a quedar.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¡Qué cuentes todo lo demás! Mira Ana, que no tengo el “chocho pa farolillos”
—Ni “pa na” Clara, está visto —apunté yo en broma.
Pero Clara nos miró nuevamente con cara de “dejadme en paz o saco el carácter que tanto os gusta”. Por lo que Ana decidió seguir con la historia del primo y dejarla en paz un rato.
—Pues es que es raro.
—Vaya novedad —dijo Clara—. ¡Como si se nos acercara alguien normal a nosotras!
—Pero es que es muy raro. Para empezar cuando llegamos a casa nos tumbamos en el sofá y nos pusimos a hablar. No sé cómo, porque todavía no tengo ni idea, me terminó contando que se compra los calzoncillos de una marca gay que hay por internet que no me acuerdo como me dijo que se llamaba, que hacen que el paquete parezca más grande.
—Vamos, que tiene un fideo —dijo Clara poniendo los ojos en blanco.
—No tiene un fideo Clara.
—¡Te lo has tirado! —le espetó señalándola con el dedo.
—¡Bueno, ya está bien! ¿Me dejas que os cuente o volvemos a las telarañas?
Clara se hizo la ofendida y alzó la cabeza con gesto de asentimiento para que Ana continuara.
—Cómo iba diciendo. Se me puso a contar lo de los calzoncillos. Yo estaba flipando, pero claro, dije: “Enséñamelos a ver como son, porque no entiendo lo que quieres decir con lo del paquete”. Y el tío, ni corto ni perezoso, se baja el pantalón allí mismo y me enseña los calzoncillos.
—¿Y tú qué hiciste? —pregunté.
—¿Yo? Yo le dije: ahora lo entiendo.
Nos pusimos a reír las tres. Sólo nosotras metíamos contestaciones como esas en momentos de crisis.
—Total, que se vuelve a subir el pantalón, se sienta en el sofá, coge el móvil y me enseña la página esa donde se compra los calzoncillos, no sé ni para qué, porque yo no se lo había pedido. Y seguimos hablando de cosas, básicamente del gimnasio y alguna vez que ha estado en Italia por trabajo, hasta que me dice que tiene que ir al baño. Y yo le digo en plan broma: “Vale, pero si salpicas límpialo”. Y me contesta: “Tranquila, yo no salpico nunca, tengo un sistema”. Y le pregunto yo: “¿Qué sistema? ¿Mear sentado? Ya está inventado”. Y me dice que no. Y entonces le digo que me cuente que sistema tiene, que ya me ha entrado curiosidad. Total, que me acaba explicando cómo mea.
—¿Me lo estás diciendo en serio o es coña?
—No Clara, muy en serio. Pero lo más alucinante es cómo mea.
—¿Y cómo mea? —pregunté yo. No podía creerme que estuviéramos hablando de eso.
—Dice que apoya una rodilla en el suelo, dobla la otra pierna en plan petición de mano, y así mea.
—No, es coña. Te estás quedando con nosotras.
—Que no Clara, que de la manera que me lo contó y con lo tonto y raro que es, no se lo ha inventado.
—¿Pero cómo se puede mear así? —pregunté—. Si es que tiene que ser incómodo total. Vamos, es que no tiene lógica.
—Vamos, ninguna, cómo que probé la postura yo a ver si resulta que había que patentarla o algo así, y la verdad, yo no lo entiendo. Es que no es que sea ni más ni menos cómoda. Es que es incómoda. Y aparte, con su altura no llega. Te lo digo yo.
—Te ha tomado el pelo.
—Que no Ruth. Que yo me lo creo. Total, que al final me contó alguna historia más por el estilo. Y después nos fuimos a dormir. Y no pasó nada. Nos levantamos sobre las dos y puse al horno una pizza, comimos, se estuvo toda la tarde en el sofá viendo