Y pasó a relatarme lo que había sucedido.
—Hablas con nostalgia. ¿Aún lo quieres?
—Sí —contestó Clara por ella—. Aún lo quiere, lo que pasa es que es demasiado orgullosa para darle otra oportunidad.
—Quita, quita —dijo Ana—. Yo con pillaos no quiero saber nada.
—Pues está el mercado como para encontrar a alguien normal —continuó Clara —. Si conoces a alguien ya puedes hacerle un hechizo o algo así para que no se trastoque. O eso, o lo encierras sin comer ni beber, vaya a ser que se contamine…
La tres reímos cómo locas. Todavía no habíamos ni reparado en la palabra tan significativa que había dicho Clara: hechizo.
No, para quién esté pensando que actualmente hacemos hechizos no es así. Es cierto que cada una tiene cierto magnetismo hacía determinadas situaciones, cosas, o que a veces con pensar mucho en una situación acaba sucediendo.
Pero no adelantemos acontecimientos.
La cena estuvo bien. Terminamos la botella de vino y pedimos otra. No íbamos a emborracharnos, pero sí queríamos divertirnos aquella noche. Era un reencuentro muy esperado y además estábamos de cumpleaños y, la verdad, no teníamos intención de que terminara pronto.
—¿Cómo se llama él? —le pregunté a Clara.
—Jorge, como se llamaba mi hermano.
—Y a ver, cuenta un poco más. ¿Cómo lo has conocido?
—La verdad es que lo conocí hace un par de meses. Me lo presentó un amigo. No es de aquí, es de Tarragona. Es Mosso d’Esquadra, y lo han trasladado a Barcelona hace unos meses. Fue un flechazo. Desde Rubén no había sentido nada igual. Me lo presentaron y me empezaron a sudar hasta las manos…
—Que romántico —dije conteniendo la risa— ¿Y qué problema hay? ¿Os habéis visto muchas veces? ¿Qué ha pasado?
—Bueno, me invitó a tomar un café, y me contó muchas cosas. De su familia, amigos,… Pero no ha querido contarme nada de con quién ha estado.
—¿Y?
—Y nada, a la otra semana me lo encontré en la discoteca y acabamos en mi casa. Y a la otra, otra vez. Y de eso hace ya un mes. No me ha vuelto a llamar. Me lo he vuelto a encontrar en la discoteca y me ha dado dos besos y me ha hablado como si nada hubiera pasado. ——¿Y tú no le has dicho nada?
—Le pregunté que si sólo había sido un rollo para él, y me dijo que ya hablaríamos.
—¿Y todavía no habéis quedado?
—Bueno, él va muy liado con los cambios de turno. Y cuando tiene fiesta intenta ir a Tarragona a ver a su familia.
—No sé Clara, no quiero que te enfades conmigo, pero no lo veo claro —le dije.
Clara vivía sola desde pocos meses después de dejarlo con Rubén.
La verdad es que la ruptura de Clara y Ana había sido prácticamente simultánea, llamémosle energía, porque creo que el hecho de que ambas vivieran cerca —los chicos de ambas vivían en Sitges y ambas se habían ido a vivir con ellos—, tuvo bastante que ver. Así que se habían apoyado mutuamente, y juntas habían buscado piso, hasta dar con dos pisos puerta con puerta que habían comprado. Podría parecer casualidad, si no fuera porque al poco tiempo, ambas también habían cambiado el coche, comprando las dos el mismo modelo y color, entre otras cosas.
—Conmigo es distinto Ruth. Creo que tiene miedo, porque no esperaba que yo fuera así. Al igual pensó que sería un rollo más, pero ha visto que soy diferente —dijo Clara.
—Bueno, veremos. Pero por si acaso, no te hagas demasiadas ilusiones —concluí.
Terminamos las tapas, y el camarero nos trajo la carta de postres.
—Yo no quiero postre —dije.
—Ni yo —añadió Clara.
—Yo tampoco —dijo Ana.
—¿Chupitos? —pregunté.
—Y carajillo —añadió Clara.
Comenzamos a reír.
Tras pagar la cuenta decidimos ir a un pub cercano al restaurante, antes de ir a la discoteca. A mí se me había pasado el miedo a mi ex marido tras la primera botella de vino. Todavía no eran las dos, así que la discoteca estaría aún vacía, y estábamos demasiado animadas para ir a un sitio vacío. Queríamos reír, y queríamos encontrar a gente con quien reír. Yo hacía mucho que no salía, y había perdido el contacto con todo el mundo, pero Ana y Clara ya llevaban un tiempo en el mercado, así que me dejé guiar por ellas.
El pub al que me llevaron era pequeño, pero estaba lleno. La música era variada y no excesivamente moderna, más bien del estilo de la época en la que yo había salido, por lo que inmediatamente me sentí cómoda.
Fuimos a la barra y decidimos pedir unas cervezas.
—Yo ya no bebo más —les dije—, o seré incapaz de llegar a casa luego.
—¡Pero si ya te llevamos nosotras! —rio Clara.
—No me lieis que yo hace mucho que no salgo y no estoy acostumbrada —les dije riendo también, pero intentando hacerme la ofendida.
El camarero conocía a Clara. Le vi coquetear con ella descaradamente. Y ella le devolvió una sonrisa que nadie hubiera podido resistir.
La magia de Clara estaba en su sonrisa y en su risa en sí. Tenía una risa escandalosa que te contagiaba, porque le salía del alma, se veía sincera y estaba acompañada de gestos también sinceros. Era dulce pero a la vez un poco brusca, no sabría definirla. Pero hacía que rieras con ella y no pudieras parar.
Ana, como comentaba, tiene chispa. Toda ella es energía pura, es como un imán que hace que te alejes o te acerques a su antojo. Puede hacer que frenes en seco o que la sigas a donde quiera.
Y yo, miro. Bueno, eso dicen ellas. Según Ana y Clara, con sólo una mirada consigo captar toda la atención de quien se cruce en ella. Y atrapo a esa persona, consigo que se acerque a hablar conmigo sin ni siquiera haberla llamado. No sé, será verdad, porque cada vez que me avisan que ya lo he vuelto a hacer, así sucede. Aunque yo no me doy cuenta.
Sí, me vuelvo a repetir. Ya comenté que fuimos brujas. Pero no, no lo somos actualmente. Así que no, la respuesta a la pregunta es no. Ya os he comentado antes que no hechizamos a nadie. Simplemente conservamos el magnetismo de los poderes que debimos tener en otra época, pero es efímero, no es duradero, así que normalmente suele volverse en nuestra contra, porque lo que no debe ser, no es. Lo malo es que no podemos evitarlo, porque tampoco lo hacemos conscientemente.
A lo que iba. Estábamos en el pub, habíamos pedido una cerveza cada una y nos habíamos puesto a bailar la música que tantas veces habíamos bailado de jóvenes. ¡Qué maravilla! Seguramente mucha gente diría que el disc-jockey era malísimo pero yo estaba encantada. ¡Estaban poniendo música de cuando yo tenía quince años! No podía parar de bailar.
De repente, Ana hizo me hizo una señal.
—Mira, es ese.
—¿Quién? —pregunté.
—Jorge, el que le gusta a Clara.
Clara no se había dado ni cuenta que Jorge acababa de entrar. No hacía falta, venía directo hacia nosotras.
—Jorge, ¿qué tal? —le preguntó Ana.
Clara dio un respingo. Estaba girada hablando con el camarero, pero había oído el nombre perfectamente. Se giró.
—Hola —balbuceó.
—Hola chicas —dijo Jorge.
—¿Cómo tú por aquí, no trabajas hoy? —consiguió preguntar.