Doce años y un día. Nora Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nora Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416281336
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ser porque acabo de conocer a Carmen de Burgos.

      —¡Ah! Eso lo explica todo. Menuda mujer, no se cuentan muchas como ella en todo Madrid

      —Hay que ver cuánta actividad. No sé cómo ha podido escribir tanto —se maravilla Elena.

      —Dicen las malas lenguas que tenía un ejército de “negros” que escribían para ella —argumenta el cronista del corazón.

      —Esa mala lengua tiene nombre y apellidos. Es Rafael Cansinos Assens en La novela de un literato.

      —Te veo muy bien informada.

      —En absoluto. Yo no soy una cotilla profesional —se excusa la joven—. Y no miro a nadie.

      —¡Touché!

      —Este y otros chismes sobre Carmen son vox populi. Ya sabes que en este país las mujeres, y especialmente si destacan, son el blanco preferido de los sediciosos y calumniadores.

      —Puede que tengas razón. Además, la pobre Carmen ha sufrido tanto… Imagino que a estas alturas ya lo habrá superado, pero lo que pasó fue terrible. En ese momento no me hubiera gustado estar en su piel.

      —Ni lo estarás —dijo Elena con sorna. El señor Navarro es un cincuentón soltero y sin compromiso y también sobre él sobrevuelan las malas lenguas con chismes de todo tipo. Después añadió—: Algo he oído. Fue ese escándalo con el señoritingo Ramón Gómez de la Serna. Menudo cabrón.

      —¡Deslenguada! Si te oyera tu madre…

      —Bueno, entonces diré menudo sinvergüenza, ¿así está mejor?

      —¿En qué colegio te educaron a ti? Seguro que en una escuela laica de esas de masones —dijo impostando la voz en un verosímil remedo de cura tonante lanzando imprecaciones desde un púlpito.

      —Pues no te equivocas. Mi padre siempre ha cojeado de ese pie —se defendió con un tono de orgullo ofendido mal disimulado—. Pero vamos a dejar de hablar de mí y cuéntame lo de Carmen. Fue su hija ¿Verdad?

      El gacetillero cerró los ojos y asintió dolorosamente con la cabeza como si sintiera en carne propia la tragedia de la gran Carmen a la que tanto admiraba. Tomó aire cual nadador que se va a lanzar a una inmersión kilométrica y comenzó a hablar.

      —Ya sabes que Carmen se casó muy joven, muy enamorada, es cierto, pero aquello no salió bien. Su vida de casada fue un desastre. Los niños que se morían al poco de nacer, su marido tan poco atento. Cada vez más alejado. Después nació María, la única hija que sobrevivió. Imagínate qué no haría ella para cuidarla, protegerla, carne de su carne. El caso es que se crió como una niña consentida. Siempre acostumbrada a boquita qué quieres. Ya ves, no tenía competencia. Es lo que tiene ser hija única.

      —Bueno, yo también soy hija única y no soy una niña mimada —objetó Elena.

      —Permíteme discrepar, señorita sabelotodo —se burló don Leandro—. El caso es que Carmen malcrió a su hija, especialmente cuando se divorció de su marido. Fue un trabajo muy duro tener que criar a una hija sin un padre, pero ella era capaz de echarse cualquier empresa a la espalda. Siempre me la he imaginado como un Atlas cargando con el mundo, pero con más gracia y salero, sin esa cara de esforzada resignación, como si la carga no pesara. Ya sabes cómo se empeñó en sacarse el título de maestra y lo hizo y además consiguió una plaza. Salió de su pequeño pueblo almeriense. Rompió amarras y se vino a Madrid. Comenzó a escribir en la prensa, de cualquier tema, no había nada que se le resistiera. Siempre tuvo una desenvoltura a prueba de zancadillas.

      —Que habría y muchas, especialmente por ser mujer —reconoció Elena—. La mayoría de los hombres no aceptan a las mujeres que intentan disputarles “su territorio”. Sin embargo, Carmen consiguió fama y prestigio como escritora. Se ganó el respeto de sus propios colegas que definitivamente no verían en ella únicamente un envoltorio de atributos femeninos, que los había y muy bien puestos, sino a la escritora, la periodista, la corresponsal de guerra, la fundadora de movimientos sociales.

      —A sus cuarenta años se encontraba en la plenitud de su carrera — siguió don Leandro—. Fue entonces cuando se enamoró del bueno de Ramón Gómez de la Serna al que superaba en veinte años. Aunque ya era una mujer madura todavía conservaba sus encantos juveniles. Todo el mundo dice que aparentaba menos edad y además ella era tan coqueta, constantemente se quitaba años, no siempre los mismos, unas veces dos, otras tres, cinco fue el máximo. En Madrid nunca vivieron juntos, solían guardar las apariencias, pero él compró una casa en Estoril y fue allí donde dieron rienda suelta a sus amores asimétricos. Me refiero a la edad solamente, porque en todo lo demás parecían almas gemelas. Ramón admiraba en Carmen su entrega a cualquier causa que emprendía, especialmente a la literatura, una entrega sin ambages que le llevaba a la extenuación. Ramón fue igual en su juventud: un escritor al margen de concesiones, entregado al arte de la palabra. Nunca llegaron a casarse, ni siquiera cuando Carmen enviudó y desaparecieron los obstáculos para una unión legal, pero ella no quiso, tal vez debido a la mala experiencia de su primer matrimonio o porque, fiel a sus convicciones, defendía también en el terreno personal la libertad más estricta, la ausencia de ataduras.

      —Debió de ser muy feliz en aquella época, sintiéndose querida y halagada por el amor de un hombre joven. Sin embargo tengo entendido que también hubo sombras entre tanta luz

      —Como en todas las parejas y más en este caso de edades tan dispares. Sin embargo, se complementaban de una manera asombrosa a pesar de sus diferencias. Ambos amaban el arte con una entrega absoluta. Vivían para la expresión artística en sus múltiples manifestaciones. Ramón ya era un genio vanguardista lo que, sin duda, deslumbraría a Carmen, no así su físico, pues el escritor era bajito y regordete y bastante machista, por cierto.

      —Mucho debía de quererle Carmen para tragar con algo así, especialmente cuando llevas toda la vida luchando por la igualdad —objetó Elena intentando ponerse en el lugar de la escritora sin conseguirlo. Su juventud no admitía componendas ni medias tintas y, por supuesto, difícilmente toleraba las contradicciones que la vida le sacaba al paso amenazando su pensamiento radical—. Yo jamás aguantaría a un tío machista.

      —No te pongas a prueba, mi querida niña, nadie sabe de lo que se puede llegar a hacer por amor. Carmen le amaba, pero sobre todo le admiraba, y ambos sentimientos mezclados suelen destilar un cóctel peligroso que emborracha y no deja ver la realidad. Ella se entregó sin condiciones. Además, a esas alturas, cuando se conocieron, Carmen era famosa y él estaba empezando. Le abrió las puertas de la editorial Sempere donde publicaba Blasco Ibáñez. Le presentó a gente importante, le introdujo en los principales círculos literarios. Él y sus amigos de la bohemia asistían al Salón de Colombine, ¿recuerdas? Era el seudónimo con el que ella firmaba sus artículos. Allí se reunía lo más granado de la intelectualidad madrileña.

      —No creo que hubiera muchas mujeres que organizaran esos saraos con artistas y escritores —calculó Elena con gran acierto—. Carmen era un bicho raro. En lugar de asistir a la novena como todas las señoras, se reunía con hombres para hablar de literatura o de política. Una auténtica subversiva.

      —Una mujer moderna, de su tiempo —añadió don Leandro—. La que no era de su tiempo era la sociedad española que todavía permanecía en el Medievo.

      —Y Ramón, ¿nunca cuestionó la vida de Carmen? —preguntó Elena.

      —No solo eso, sino que se amoldó perfectamente a sus gustos y aficiones. A Carmen le gustaba mucho viajar, en cambio él era más bien sedentario. Ella consiguió que le acompañara en sus viajes. Cuando descubrieron Estoril, les gustó tanto que allí se quedaron. Ya te he dicho que él compró una casa. Por aquella época dinero no le faltaba. Había heredado de su padre y además le había tocado un buen pellizco en la lotería. ¿Qué más se puede pedir? Vivían felices, aunque a Ramón le asaltaban los celos, injustificados siempre. La moralidad de Carmen era intachable. Siempre se confesó mujer de un solo hombre.

      —No podía decir lo mismo su amante —objetó Elena—. Es verdad