Carmen se alejó a paso lento a pesar de la premura que había anunciado, pero su edad y su volumen no permitían mayor agilidad. Elena se quedó observándola mientras se alejaba, todavía agitada por la emoción, con el corazón bombardeando su pecho. Después volvió a su mesa donde le aguardaba la máquina de escribir con la hoja en blanco sobre el carro, impoluta, esperando la activación del martilleo constante que en unos segundos imprimirán sus dedos para sembrar de signos esta tierra inmaculada. Que desgraciada existencia la de este pobre papel, piensa Elena, tener que vivir albergando las insustanciales misivas que le dicta su jefe. No es extraño que le asalten estos pensamientos. El encuentro con Carmen ha liberado su espíritu creativo elevándola muy por encima del pequeño escalón que ocupa una simple secretaria. Cómo desearía parecerse a ella. Sin embargo enseguida abandona las ensoñaciones y se pone a la tarea. El jefe espera que antes de la hora de comer tenga copiadas todas estas cartas y no se puede parar en divagaciones, sobre todo cuando los ojos del señor Uriarte se levantan frecuentemente por encima de las gafas y la observa con gesto apremiante.
El montón de gruesos papeles descansa sobre la mesa como estratos geológicos apilados por el tiempo. Sin embargo, pronto van desapareciendo, erosionados por este vendaval mecanográfico que es Elena cuando decide ponerse a la tarea. Hace unos minutos el director ha salido al bar de la esquina acompañando al representante de las pastillas Brandreth, infalibles contra las almorranas, como reza el anuncio que discreta pero insistentemente viene apareciendo entre las páginas de deportes y las de espectáculos, según convenga a las leyes de la maquetación.
La ocasión está servida para que la inquieta secretaria salga al pasillo sin necesidad de excusa. Saluda a unos y a otros. En poco tiempo se ha ganado la confianza de la mayoría porque es amable y servicial. No hay mejor credencial para introducirse en el ánimo de los demás, salvando el parapeto de las primeras reticencias. Intercambia unas palabras con Salvador, encargado de las noticias nacionales, que hoy se afana en ultimar los detalles de un artículo conmemorativo de la proclamación de la República. Un poco más allá saluda a Jesús Galán, a cargo de las noticias deportivas, pero su objetivo es otro. Al fondo de la sala ha divisado a Leandro Navarro, de Ecos de Sociedad. Nunca pierde la ocasión de enterarse antes que nadie de los novísimos cotilleos que circulan por Madrid. Desde hace unos meses le visita casi a diario saboreando de antemano el placer de conocer en exclusiva las últimas noticias de la farándula. Sin embargo, el reportero solo le proporciona pequeñas dosis que, aunque de momento consiguen calmar sus ansias de conocimiento, enseguida suscitan la necesidad de saber más. Las preguntas de Elena no se hacen esperar. El reportero contesta con vaguedades acrecentando la curiosidad de la joven que vuelve a la carga inquiriendo más y más.
—Venga, desembucha, seguro que sabes más.
—¿A ti te lo voy a contar?
—Pues, ¿a quién si no? Te juro que no se lo digo a nadie.
—Que no, que me revientas la exclusiva
—Seré buena. Te traeré el café antes que a nadie…
—¿Y churros además?
—Lo que mi amo quiera —sugiere la secretaria con gesto suplicante y algo coqueto mientras se sienta en la mesa y se inclina hacia él insinuante.
—Tampoco te pases.
El juego se desata. Ella atacando el fuerte y él defendiendo sus secretos de gacetillero bien informado. Todo acaba en risas acompasadas.
—Pues bien poco me has dicho.
—Si es que no sé más. Te lo juro —Y acto seguido se lleva los dedos en cruz a los labios.
—Eres un mentiroso. Siempre te guardas ases en la manga. A mí no me engañas, que yo sé bien que lo que te gusta es que esté aquí dándote coba —argumenta Elena mientras aparenta mohines de enfado—. Pues ya me he cansado, que te den morcilla.
—Vaya humos nos gastamos. Anda, acércate —La joven ya estaba en la puerta escenificando una espantada de formas muy verosímiles, como si fuera la Xirgú en plena representación vespertina. Sin embargo da media vuelta y camina como hipnotizada por la mano de don Leandro que hace gestos para que se acerque, muy cerca, entre tú y yo, que nadie se entere, porque lo que te voy a contar es alto secreto.
—Ya será menos —desconfía Elena que conoce la cicatería del reportero en materia de información. Incluso cuando anuncia a bombo y platillo algún comentario sabroso, por lo general desemboca en vaguedades enfatizadas por sus “si yo te contara” o “si tú supieras”.
Elena sonríe satisfecha, no tanto por la información conseguida, sino porque se siente ganadora en este juego dialéctico que mantiene con el jefe de Ecos de Sociedad. En el fondo, los comadreos le dan igual, nunca ha sido partidaria de meterse en la vida de los demás y si la actriz tal o cual se enamora o se desenamora le trae al pairo, pero disfruta haciendo rabiar a este hombre, sacarle de sus casillas, ponerle al borde del precipicio y que sienta el vértigo de perder información como quien dejara escapar una parte de un tesoro bien guardado y cuya pérdida le fuera debilitando, despojándole de su poder. Sostiene el señor Navarro que la información es poder y él no está dispuesto a dilapidarlo, de manera que en la Sección Ecos de Sociedad las noticias se presentan con grandes aparatos introductorios para finalmente dejar entre los lectores, en realidad casi siempre lectoras, un poso de insatisfacción, pero sabiendo que ha inoculado en ellas el virus de la expectación.
—Eres incorregible. Como diría mi madre, vale más lo que unos prometen que lo que otros dan. Y eso te pasa a ti —dice Elena, moviendo el dedo índice en un gesto admonitorio de regañina maternal—. Pero tienes un gran talento para vender la luna.
—Tú sí que tienes talento, chiquilla —le contesta con un guiño de ojo—. Anda, ven, siéntate a mi vera y me vas dando informes. ¿Cuántas llamadas ha habido hoy?
Desde hace unos días Elena se ha convertido en la Mata Hari del periódico al servicio de don Leandro, que lleva al detalle la crónica de los amores apasionados entre el director y una vedette de las que hacen bulto en el espectáculo de Celia Gámez. Últimamente hay nubarrones en el horizonte y el señor Uriarte intenta espantarlos a golpe de teléfono y palabras tiernas que profiere sin ningún pudor, incluso cuando la secretaria está sentada a su mesa.
—El muy cretino debe pensar que no le oigo con el ruido de la máquina de escribir.
—Mejor así. La principal cualidad de un espía es su capacidad de hacerse invisible.
—Pues a mí me fastidia que sea tan poco considerado con su secretaria—se queja Elena—. Por muy director que sea no tiene por qué babearse en mi presencia, que va inundar la oficina el muy gilipollas.
Estas palabras que ponen fin a un incipiente enfado de la chica hacen que ambos estallen en una carcajada interminable.
—A ver si nos van a oír —dice el cotilla mercenario cuando consigue dejar de reír.
Elena, con lágrimas en los ojos, hace ademán de marcharse, pero la risa le brota de nuevo, todavía más caudalosa e irresistible ahogando una frase que, entrecortada, pugna por encontrar el camino de una mínima serenidad, pero es imposible. Se retuerce, golpea el brazo del reportero, agita las manos en el aire hasta que por fin consigue calmarse.
—El caso es que lo que quería decir… —de nuevo le sobreviene la carcajada agitando otra vez su cuerpo dolorido, contracturado. Es entonces cuando de pronto se acuerda de esas historias de torturas chinas en las que las víctimas eran sometidas a lo que pudieran parece inofensivas cosquillas en la planta de los pies.
—No te esfuerces, querida. Cómo se nota que no hace mucho aún estabas en la edad del pavo.
—Que no es eso —se excusa Elena, ya completamente serena—. Lo que quiero decir es que los jefes ignoran a sus subordinados, lo que viene a ser una forma de humillación. ¿No estás de acuerdo? Es como esas películas en las que la pareja de ricachones no tienen ningún reparo en mostrar sus miserias delante del mayordomo que,