Una vez concluida la minuciosa tarea de seleccionar las lentejas, Elena separa las indultadas y las pone en un puchero. El resto, que ni siquiera se le puede dar la categoría de lentejas, serán arrojadas al cubo de la basura. Pronto llegará su tía con la ración de azúcar que hoy se repartía y puede que alguna tableta de chocolate que ha adquirido a precio de producto de lujo en el mercado negro. Estos trapicheos consiguen levantar el ánimo de la señora Remedios que se siente afortunada cuando llega a casa y desenvuelve con mucho misterio la mercancía como si fuese un prestidigitador sacando conejos de la chistera. Puede que algún día lo del conejo sea algo más que pura metáfora y consiga uno para hacer un buen estofado, pero de momento hoy se conforman con las lentejas de vigilia. Últimamente en esta ciudad parece que la semana santa dura todo el año. Está claro que Dios, nuestro señor, quiere que hagamos penitencia por nuestros muchos pecados, suele decir la tía Remedios entre suspiros, y de esta forma tan categórica zanja cualquier protesta mundana sobre esta dieta alimentaria que tanto fastidia al señor Hipólito.
Elena atiza el fuego para que el puchero comience a hervir y de paso acerca las manos a la lumbre y consigue así, a través de las extremidades, que su cuerpo entero entre en calor. No es hora de poner el brasero todavía y, por lo tanto, la casa está fría, el viento otoñal se cuela por los marcos de las ventanas que no ajustan bien. La vivienda ya es vieja y nunca ha sido objeto de reparación alguna. De manera sigilosa se va deteriorando un poco cada día sin que nadie lo remedie, de manera que sus achaques se han vuelto más frecuentes y sus huesos crujen como los de cualquiera que tuviera más de cien años a sus espaldas. La joven escucha los ruidos que emergen de todos los rincones de la casa con atención desmedida, pero especialmente los que se producen más allá de la puerta de entrada, los que tienen lugar en la desgastada escalera cuyos peldaños de madera delatan los movimientos de todo el vecindario. A estas alturas es capaz de identificar los pasos de cada vecino, incluso los del bajo que apenas tienen que caminar unos metros por el portal y enseguida entran en su casa, pero la atención con la que escucha y, sobre todo, la preocupación que sigue suscitando cualquier sonido desacostumbrado, especialmente cuando oye pisadas por las estrepitosas escaleras y nota que no se detienen en la planta baja, le han convertido en una experta. Los de su tío y su tía ya los conoce y los espera, también el taconear cansino de la viuda de enfrente, apoyada sobre el pasamanos todo el tiempo, limpiándolo literalmente, incluso puede oír los jadeos de su respiración cansada, cómo introduce la llave lentamente y empuja la puerta que invariablemente emite un quejido sordo, de goznes mal engrasados, a modo de saludo. Los pasos rápidos de la señora del bajo izquierda también los conoce bien, no en vano se pasa todo el día entrando y saliendo, también los de sus hijos, especialmente los de Mercedes, su pequeña y graciosa confidente de coletas tiesas, que siempre canturrea alguna copla de moda mientras avanza por el portal con su caminar saltarín de bailarina de ballet, esta niña que en su vida habrá visto semejante espectáculo pero sabe desplazarse como si fuera discípula de la gran Paulova. Pobre niña Mercedes, por ser tan alegre y dispuesta le cae todo encima, especialmente el cuidado de sus hermanos menores: Lucía y el pequeño Miguel, de apenas tres años, que es un verdadero lastre para la niña, obligada a llevarlo a todas partes como si de una bola de preso se tratara. No hay manera de quitárselo de encima y además les ha salido chivato. Pocas frases coherentes sabe decir pero la que repite a todas horas es: vas a madre. Así que la niña acaba por levantarlo en vilo y llevarlo a donde sea, incluso a esas peligrosas incursiones dentro del cuartel, cuando saltan sobre los colchones de las camas de los solteros y se escabullen como lagartijas ante la presencia de algún guardia civil.
Recientemente también se ha ocupado el bajo derecha. Se trata de una familia desterrada de Valencia. No es la primera, hay unas cuantas repartidas por la ciudad. Algunas no son oriundas de aquellas tierras, emigraron a finales del treinta y seis, cuando el asedio de Madrid hizo huir a todo el gobierno, y ahora han sido devueltas a tierras castellanas. Otras en cambio, como esta, los Plá, son auténticamente valencianos como lo demuestra su apellido y su profesión: heladeros de larga tradición, sin embargo, en estas frías tierras y en estos duros tiempos no está el mercado para esas frivolidades veraniegas. El marido ha acabado de acomodador en el cine Avenida y la mujer, de taquillera. La hija, una joven de veinte años, trabaja como asistenta en casa de un pintor. Elena la suele ver en el portal pelando la pava con el novio que no es otro que uno de los hermanos de Concha, la mujer del ferroviario, los que viven en el bajo izquierda. No se imagina cómo puede caber tanta gente en un apartamento tan pequeño. A saber: el matrimonio y sus cuatro hijos, más dos hermanos jóvenes de ella, ferroviarios también. Constituyen una auténtica saga empleada en el ferrocarril pues, tiene entendido, que el padre de Concha también lo es. No es extraño que con tanta gente, los pasos en el portal se escuchen a diario, pero el corazón de Elena se aquieta cuando los oye detenerse en el bajo, se siente a salvo.
La tía Remedios acaba de llegar. Se sienta en un banco junto a la mesa de la cocina, jadeando, no tiene ya edad para andar trotando por ahí, pero a ver qué va a hacer. Se atusa el arriba España porque el viento ha descolocado algunos mechones escapados de la torre albarrana que constituye el peinado de moda. Pasados unos minutos de descanso, extrae del cesto todas las mercancías que ha conseguido y las deposita sobre la mesa. Tras una explicación prolija de la procedencia de cada una de ellas y de cómo su sagacidad ha estado muy presente en todas las transacciones, con un gesto de la mano indica a la sobrina que las guarde, cada cosa en su sitio, e inmediatamente Elena se dirige de la fresquera a la alacena disponiendo alimentos según su fecha de caducidad que en estos tiempos no se sabe, pero se intuye, no hay más que oler la carne que ya viene algo pasada, pero con un buen adobo y en la artesa de la habitación del fondo donde jamás ha entrado un rayo de sol y sí el frío seco, seña de identidad de esta tierra, la vida de los alimentos se alarga en un atisbo de eternidad rudimentaria, pero mucho más eficaz que la que prometen las neveras que ya empiezan a verse en algunas casas de muchos posibles.
Poco después llega don Hipólito contando las últimas noticias que ha leído pacientemente en el casino. Acerca sus manos al fuego de la cocina y levanta la tapa del puchero maquinalmente, de sobra sabe lo que hay, no es curiosidad por conocer el contenido, más bien lo hace como un acto reflejo. Se desprende del gabán, de la bufanda y el sombrero. La tía Remedios ya le tiene preparadas las zapatillas y el batín en la salita donde se sentará a esperar que esté lista la comida. Elena se afana en la cocina, abre cajones, remueve cubiertos, coloca platos sobre la mesa. Esta vez los ruidos no le han permitido espiar los pasos que ascienden por la escalera, que, para variar, no se han detenido en el bajo, sino que han seguido subiendo, amplificando el sonido de la madera al crujir, cada vez más cerca, hasta que se hace el silencio justo en el lado izquierdo del rellano, delante de la puerta de los señores Sánchez Luján. De repente suena el timbre. La tía Remedios se apresura a abrir la puerta, ya va, ya va, sin duda pensando que se trata de alguna vecina pedigüeña en busca de sal o cualquier otro descuido de última hora, de ahí su tono de voz en el que se agazapa un cierto enojo mal disimulado. Tan convencida está de la certeza de sus expectativas que se dirige a la puerta envuelta en su bata de guatiné tan deslucida y desgastada que no se le adivina el color ni la textura, para recibir a la vecina de enfrente no hace falta demasiada