Elena se recuesta sobre el respaldo de su asiento poco interesada en las palabras de la conferenciante. Será difícil sacar de su cabeza atribulada alguna idea con la que llenar el artículo encomendado, le cuesta seguir el hilo del discurso, los argumentos expuestos huyen de su entendimiento que claramente funciona en otras direcciones. De vez en cuando mira de reojo a Consuelo y no pocas veces se topa también con su mirada. Ambas se sonríen y hacen algún comentario sobre cualquier nimio detalle, la iluminación de la sala, el calor que se viene apoderando de Madrid, lugares comunes que sin embargo tienen la virtud de mantener la conexión entre ellas. Elena se siente cada vez más interesada por la mujer que tiene a su lado, apenas la conoce pero su poder de atracción la envuelve de un modo irresistible. Mientras juguetea con el lapicero intentando encontrar algo que escribir en su cuaderno de notas la observa disimuladamente. Hoy viste un traje sastre muy elegante confeccionado en un crêpe de seda verde botella que se adapta a su delgado cuerpo con total sumisión, como si lo hubieran cosido con ella dentro, a tanto llega la simbiosis del tejido con su anatomía. Y es que Elena, de un solo vistazo, es capaz de analizar hasta en sus más mínimos detalles la indumentaria femenina o masculina. Puede dictaminar de forma concluyente el tipo de tejido con que está hecha cualquier prenda de vestir, así como definir el estilo de la confección como si fuera una experta en alta costura. De algo le han servido las innumerables tardes en los almacenes Casals, propiedad de su familia, donde sus ojos de niña se acostumbraron al ir y venir de los rollos de telas. Le gustaba observar cómo su padre los desplegaba con agilidad, haciéndolos girar para que el tejido se desenrollara, entonces la tela cubría la mesa y las clientas podían admirar en todo su esplendor las cualidades magníficas que el señor Sánchez había cantado previamente. Así fue como aprendió esos nombres tan sugerentes que había que pronunciar con acento francés para que surtiera el efecto mundano que tanto le costó conseguir a su padre, castellano de pura cepa, familiarizado únicamente en su juventud con los recios paños de Béjar. Sin embargo, el joven Aurelio Sánchez se fue un buen día a Madrid y entró a trabajar en los almacenes Casals de la calle Atocha, establecimiento de gran novedad por aquella época, que ofrecía un género variopinto que iba desde las telas más sofisticadas importadas de París hasta los percales más populares, los primeros para una exigua minoría pudiente, los segundos para todos los demás, la masa proletaria que no por su riqueza sino más bien por su número sostenía este y otros muchos establecimientos de Madrid. Con el tiempo el padre de Elena se hizo con las riendas del negocio, fue durante mucho tiempo la mano derecha y todo el cerebro del señor Casals. Cuando se jubiló, le traspasó el negocio por un montante ajustado a sus posibilidades y don Aurelio pasó a ser el nuevo propietario. Esto sucedió cuando Elena era muy pequeña, apenas tenía cuatro años, corría el año 1911, y no fue consciente del cambio que tanto benefició a su familia. Poco después se mudaron a un piso mucho más amplio en un edificio de la calle de la Alameda.
La conferencia llega a su fin y apenas ha escrito nada. El tiempo se le ha ido en divagaciones variadas hilvanadas por un hilo extraviado que finalmente ha acabado en el punto de partida: el rostro de Ernesto Núñez. Entre aplausos encuentra de nuevo la mirada de Consuelo, resplandeciente como siempre o tal vez un poco más, hay en ella un brillo diferente, tal vez el preludio de algo importante. Acerca su cara a la de Elena, un olor a perfume de violetas que antes no había percibido se instala entre ellas, el ala de su sombrero le roza la frente cuando se inclina para susurrarle al oído.
—La semana que viene hay un acto importante al que no puedes faltar. No será preciso que lleves tu cuaderno de notas. Serás nuestra invitada.
Tras estas palabras le desliza un sobre alargado con un membrete que jamás ha visto antes. Su nombre aparece en el centro del papel escrito con una caligrafía primorosa. Antes de que pueda decir nada, Consuelo, que hace señas a alguien que está al otro lado de la sala, se aleja agitando la mano en señal de adiós.
—No puedes faltar —le grita cuando ya está a cierta distancia.
Cuando Elena sale de su pasmo y se dispone a responder, ya Consuelo está lejos, casi ha alcanzado la salida. Sus ojos se vuelven al sobre. Antes de abrirlo intenta descifrar los dibujos entrelazados del membrete, lo que le había parecido una a mayúscula es en realidad un compás abierto hacia abajo y una escuadra colocada en dirección contraria. Entonces ha terminado por comprender.
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