Doce años y un día. Nora Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nora Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416281336
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a tocar con los nudillos sobre la puerta, pero justo un instante antes de que sus dedos rocen el cristal se detiene, duda, lo que en un principio le parecía un acto natural de pronto se le antoja una intromisión inaceptable. ¡Qué derecho tiene ella a interrumpir el trabajo del artista! Total, para enseñarle un artículo sin firma, una nadería. Vaya con los escrúpulos repentinos. A qué viene tanto reparo cuando antes entraba sin llamar, espontánea y confiada, sabiendo que iba a ser bien recibida invariablemente, incluso si ahuyentaba a las musas que aquel día habían tardado en llegar hasta la mesa del dibujante, nunca le importó, ya volverían, y se colaba entre risas.

      A pesar de todo acaba por llamar, pero en lugar de entrar inmediatamente espera a que la voz de Ernesto llegue hasta sus oídos con un neutro “adelante”. Levanta la vista del trabajo y la ve sonriente con el ejemplar nuevecito, recién salido de la imprenta, todavía desprendiendo un cierto olor a tintas frescas, y no hace falta que diga más. Se levanta para felicitarla contagiado de la misma alegría. La estrecha entre sus brazos en un gesto que pudiera parecer demasiado invasivo pero no lo es, más bien parece un saludo efusivo entre colegas, que ya lo eran, pero ahora un poco más porque les une la búsqueda de la creatividad. Elena se siente halagada. En un momento y gracias al recibimiento del dibujante se ha sentido elevada a una categoría superior, como si hubiera sido aceptada en un club muy selecto hecho a la medida de sus respectivas personalidades, tan exclusivo y minoritario que solo caben ellos dos.

      Ella le acerca el periódico abierto por la página de su artículo. No espera que lo lea en ese momento. No soportaría tener que observar el hermoso rostro del dibujante descomponiéndose a la vista de tanta necedad, de manera que inmediatamente retira el ejemplar cohibida por un repentino ataque de pudor.

      —Bueno, ya tendrás tiempo de leerlo —consigue pronunciar atajando la expresión de contrariedad que ya se vislumbra en la cara del dibujante.

      —Como quieras. Aunque te advierto que soy un crítico implacable —contesta Ernesto con una sonrisa socarrona.

      —¡Uh! ¡Qué miedo! —exclama Elena sentándose en el borde de la mesa, recuperada ya la confianza en sí misma. Así lo manifiestan los movimientos de su cuerpo, los giros de su cabeza, el vuelo de sus pestañas, los fruncimientos de su boca, sus manos retirando de la cara algún mechón rebelde y obstinado, mucho más cómoda que antes, olvidada la actitud recelosa que casi la empuja a salir corriendo al verse indefensa y transparente, expuestos sus pensamientos al juicio del otro, de ahí esa torpeza repentina, el no saber qué decir porque las ideas se atropellan en la mente, pero eso pasó. Ha bastado una escueta broma para aligerar el peso de la incertidumbre que suele ser el peor de los estados del espíritu, cuando el no saber a qué atenerse nos vuelve susceptibles de ser arrollados por un tropel de hipótesis a cual más negativa. Por lo tanto, una vez superada la primera inquietud se disipan los temores y se restablece la plácida relación que los mantiene en la esfera de la amistad. Sin embargo, Elena sabe que algo ha cambiado, que se ha introducido un filo entre tanta redonda placidez, que ya nunca más volverá a observarle desde la puerta con la ternura casi maternal con la que miraba al muchacho indefenso, demasiado soñador para este mundo de lobos hambrientos.

      Cuando salga del despacho se acumularán en su mente los detalles de la breve entrevista, hasta los más insignificantes, y se sucederán los planos como si de una película de cine negro se tratase, en la que todo es enjundioso, nada puede quedar al azar, cualquier pormenor contribuye poderosamente al desarrollo de la trama y en ellos buscará Elena algún indicio en el que pueda ver reafirmados sus sentimientos a los que de momento no pondrá nombre, se resistirá durante algún tiempo a clasificar lo que siente, pero, por otro lado, seguirá alimentándolos con hechos objetivos y también con suposiciones, que todo sirve a las cuitas amorosas, aunque no es ella quien llega a esta conclusión, somos nosotros que nos valemos de nuestra osadía para meternos donde no nos llaman y poner nombre a lo que la muchacha no quiere nombrar.

      En un momento en que la conversación languidece y Elena cae en la cuenta de que ha descuidado su trabajo se dispone a despedirse. Se encoge de hombros y con las manos apoyadas sobre la mesa se impulsa grácilmente para ponerse en marcha. Sin embargo el dibujante parece haber recordado algo repentinamente. Antes de que se vaya le ha propuesto ir a ver una película el sábado por la tarde, nada semejante a lo que proyectan en las salas de la Gran Vía, una sesión de cine artístico, eso suena muy bien, algo diferente, una película de René Claire que lleva por título Un viaje imaginario. Elena acepta inmediatamente, ni siquiera se plantea que le pueda gustar o no este tipo de cine, la perspectiva de pasar una tarde con él compensa cualquier inconveniente, pero además Ernesto la anima, le dibuja con trazos entusiastas un panorama maravilloso, una película de vanguardia, nada que ver con el cine que viene de América o con el que se hace aquí de castañuelas y pandereta, esto es otra cosa, espectáculo para gente inteligente de los que te inducen a pensar. Ella asiente con la cabeza haciendo acopio de toda la seriedad de la que es capaz, pero finalmente se le escapa una risa hilarante con la que acostumbra a profanar hasta lo más sagrado. A Ernesto le encanta esa faceta liviana de su personalidad, que consigue aligerar cualquier situación por incómoda que resulte, y en este caso no le ha importado en absoluto que la risa socarrona de Elena pusiera fin a un discurso que incluso a él le estaba empezando a resultar pretencioso.

      —En fin, ha tenido muy buena crítica. Además lo organiza la Asociación de Alumnos de Bellas Artes y un servidor algo ha tenido que ver en todo esto —expone el dibujante visiblemente orgulloso.

      —Estaré encantada de acompañarte —contesta Elena con una sonrisa que envuelve todo un arsenal de promesas, tan cálida que derrite el hielo de la despedida.

      La secretaria vuelve a su trabajo. Le esperan las interminables misivas apiladas sobre la mesa que su diligencia de experta mecanógrafa reducirá en un santiamén a la nada. Mientras teclean sus dedos su mente vagará muy lejos de allí conjurando la presencia del joven dibujante convertido ya sin ambages en el único objeto de sus deseos, ajena a todo lo que no contenga su nombre, que pronuncia en silencio con un movimiento de labios apenas perceptible. Algún error más que de ordinario se cuela en su trabajo normalmente impecable, pero es tan difícil mantener la concentración.

      Los días sucesivos hasta el sábado se vuelven pesados como piedras graníticas que jamás pudiera desgastar el tiempo. El trabajo se hace tedioso. A su alrededor todo se ha vuelto vulgar e insignificante pero ella lo prefiere así porque de esta manera la realidad preserva el ideal que se mantiene puro, exento de cualquier atisbo de contaminación que los acontecimientos cotidianos pudieran introducir en sus imágenes mentales perfectas. Así es el amor cuando se presenta arrollador, todo egoísmo, capaz de arrasar lo que encuentra a su paso de manera que lo que antes parecía necesario ahora queda arrumbado como los juguetes de quien acaba de dejar la infancia y se dispone a romper amarras con el pasado.

      Pero la vida sigue, aunque a Elena le parezca detenida. Se empeña en establecer una tregua que dure hasta el sábado siguiente en la que nada debe moverse, pero muy a su pesar los acontecimientos le salen al paso insolentes, demasiado determinantes para dejarlos pasar. Desde la sección de Eventos y Espectáculos le llega un nuevo encargo urgente. Se les ha caído un artículo en el último momento por lo que se han visto obligados a rellenar con algo de última hora. Alguien ha susurrado el nombre de Elena, incipiente periodista que no va a tener el valor de negarse y así será si quiere labrarse un porvenir en el periódico. No es el mejor momento para dar un impulso a su carrera, hubiera preferido quedarse en casa abrigando su amor que, como si fuera un recién nacido, necesita de todos sus mimos y cuidados, pero esa misma tarde se debe presentar en el Ateneo para cubrir la noticia de una conferencia, esta vez correrá a cargo de Matilde Muñoz, una mujer a la que no conoce. En la reseña del acto figura como miembro de la Liga para la Educación.

      Elena atraviesa la plaza Jacinto Benavente y poco después gira a la derecha en dirección a la calle del Prado. Mientras camina deprisa hundiendo sus tacones en los adoquines, manteniéndose sin embargo en el equilibrio difícil pero seguro de quien acostumbra a recorrer las calles a pie, pocas veces sube a un tranvía o coge el metro porque le gusta caminar, sumergirse en el bullicio de las calles de Madrid siempre abarrotadas de gente tan variopinta. No tarda en llegar ante las puertas de El Ateneo. En la entrada descubre un grupo de mujeres que charlan animadamente. Entre ellas