Doce años y un día. Nora Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nora Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416281336
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habían llegado hasta el conserje. Sin embargo, este corto trayecto debió ser suficiente para catapultarla hasta la mejor nota obtenida por las candidatas, posición en la que también tuvo que ver su buen hacer como mecanógrafa no demasiado veloz pero sí impecable en el acabado de los textos, sin apenas errores tipográficos y sin faltas de ortografía. Para algo habían servido sus estudios medios completados y los incipientes superiores de magisterio que abandonó en el primer año.

      Fue entrar a trabajar y ya el primer día la redacción del periódico parecía una olla a presión a punto de estallar. Las máquinas de escribir, cual locomotoras lanzadas a la carrera, orquestaban un concierto continuo de sonidos rítmicos, monótonos, cuyas frases siempre terminaban con el clic metálico y agudo de la manivela que mueve el carro para saltar de línea. Los teléfonos tampoco paraban de sonar. Los intrépidos reporteros corrían por las calles de Madrid a la caza de la noticia que en esos días saltaba en cualquier esquina. Todo era expectación por conocer los resultados de las elecciones del 12 de abril. Elena, sin embargo, no consiguió saborear en su plenitud esos momentos históricos a causa de los nervios de primeriza, tan solo puso atención en familiarizarse con todos sus cometidos, memorizando cada instrucción que el director le iba dando según se le iba ocurriendo, sin ningún tipo de método, lo que enloquecía a la pobre secretaria.

      Un día antes, el de las elecciones, se había mantenido en el periódico una calma expectante en la que se mezclaba el miedo y la esperanza. En este rotativo de espíritu republicano se viene clamando desde hace tiempo por el fin de la monarquía, de manera que ahora que parece estar a punto de llegar el momento tan ansiado les invade una sensación de euforia entre la que se cuela la incredulidad, incluso el escepticismo. Pero no, esta vez es de verdad. Así lo demuestran los resultados que, aunque por un estrecho margen, en las capitales, en la España urbana, auténtico termómetro de la voluntad popular, el triunfo es para los partidos republicanos. Y ahora nadie quiere esperar más, ya han esperado bastante, la gente está harta de los continuos fraudes electorales. Esta vez no lo van a permitir. Si el pueblo ha hablado, habrá que escucharle. Son las palabras que continuamente se oyen en la redacción del periódico, algunas incluso se convierten en titulares de primera plana. La soberanía popular, tan maltratada en esta España dominada por interminables camarillas de políticos corruptos, se ha manifestado primero en las urnas y después en la calle. La gente no se fía y, por eso, Madrid entero emerge en tromba. Así lo cuentan los reporteros que no salen de su asombro. Algunos incluso llegan a sentenciar: aquí se va armar la gorda, e inmediatamente se ponen a teclear invadidos por una exaltación que va in crescendo, los artículos que los rotativos imprimirán esa misma tarde para la edición de la noche.

      Elena también colabora desde su insignificante posición de secretaria recién estrenada. Ni siquiera ha tenido tiempo de aclimatarse a su nuevo empleo y se encuentra con la redacción hecha un auténtico campo de batalla en el que ella va y viene con la intendencia. Aquí cuartillas, allá una nueva cinta para la máquina que esta se ha quedado sin tinta, al director un café bien cargado que lleva toda la noche en vela, llégate hasta la churrería de la esquina y te traes una docena de porras. Muchos no han dormido para sacar la edición de la mañana lo más temprano posible. Había tanto que contar. Es la madrugada del 15 y todo Madrid tiene que ver las gruesas letras negras de los titulares que anuncian la proclamación de la República. En la Puerta del Sol estuvieron los reporteros de El Heraldo de Madrid, en primera línea para no perderse un detalle de los acontecimientos. Uno de los fotógrafos, encaramado a los barrotes de un balcón, ha tomado una magnífica instantánea que irá en la portada, sin duda ilustra a la perfección la magnitud del momento. Toda la gente allí congregada, la euforia de los brazos en alto, pidiendo lo que les pertenece, las bocas abiertas en mitad de un grito que unas veces es canción y otras, proclama o estribillo reivindicativo. Las banderas tricolores ondean inflamadas por un viento que no es meteorológico, son las manos que las portan las que incansables las hacen bailar. De la calle Mayor y de la calle Arenal llega una multitud que difícilmente encuentra acomodo en la plaza. Del vagón de un tranvía que ha quedado varado en la esquina de la calle Alcalá asoman por todos sus orificios figuras sonrientes que jalean con sus palmas al hombre que, subido en el asiento trasero de un automóvil descapotable, ha conseguido izar una bandera por encima de todas las cabezas, gesto espontáneo que por un momento logra concitar la atención de la muchedumbre.

      Elena no ha querido perderse el espectáculo y ha aprovechado un momento de calma en la redacción para escaparse con Juan, el fotógrafo, que por enésima vez salía en busca de la noticia con su cámara Leyca colgada al cuello. Vamos, guapa, le ha dicho guiñándole un ojo, no vas a ser la única que te quedes hoy encerrada entre cuatro paredes. La joven le ha seguido sin pensárselo dos veces. Ya en la calle se suman al ritmo acelerado de los que apuran el paso para llegar a la Puerta del Sol. Cuando atraviesan la plaza de Canalejas se les viene de frente un elegante coche negro. Sus ocupantes, encaramados a los resquicios más inverosímiles de la carrocería, de pie sobre el capó o subidos a las plataformas laterales, saludan a los transeúntes, brazos en alto, sombreros al vuelo. Y es uno de esos instantes de euforia el que detiene el fotógrafo, el que queda para siempre hurtado al olvido, con aquellos hombres de traje oscuro, cuellos almidonados y corbatas mal ajustadas, mirando a la cámara, sonrientes, confiados, sin asomo de temor ante el futuro que ya no les parece incierto, que lo tienen en sus manos, para eso constituyen la soberanía popular, un poder que ahora nadie podrá arrebatarles. El pueblo ha hablado, proclamarán los periódicos en gritos de negros caracteres, reforzados por interjecciones, y debajo, fotos como esta, por si alguien en Madrid aún no sabe que el pueblo se ha echado a la calle. Ya tienen ocupado el lugar central de la primera plana. En el margen aparecerá una breve noticia sobre la huida del rey que marcha para Cartagena donde tomará un barco hacia Inglaterra. Sin embargo, aún quedará espacio en una discreta esquina de la primera plana para el anuncio de la Pomada Radical Escudero, contra pecas, manchas y paños de la cara y, si nos apuramos, también puede haber hueco para el detergente en polvo Persil y el dibujo de la esbelta mujer que porta en sus manos un paquete de este producto milagroso que “reduce el esfuerzo y aumenta la economía”, no se le ha ocurrido mejor reclamo al joven Ernesto Núñez, el publicista y dibujante que además, por orden de la empresa anunciadora, ha añadido a regañadientes “para lavar la ropa fina y corriente”, en letras demasiado grandes para su gusto porque casi llegan a tapar el dibujo del duende que asomando por detrás de la mujer restriega afanosamente una prenda de la colada al tiempo que esboza una pícara sonrisa.

      Poco a poco Elena va conociendo a todos los empleados de El Heraldo. Su trabajo de secretaria y chica para todo posibilita los acercamientos. A los pocos días se pasea con soltura por las mesas de la sala grande donde los redactores de a pie se afanan con los teletipos y las ruidosas máquinas de escribir, atendiendo múltiples requerimientos. También entra en las oficinas laterales no sin antes golpear el cristal de las puertas que custodian estos pequeños despachos. En uno de ellos está Ernesto Núñez, el dibujante, no por razones jerárquicas, al fin y al cabo no deja de ser un proletario de los papeles esponjosos y las tintas, sino más bien porque necesita más espacio que los demás. Tiene el privilegio de ocupar su propio cubículo demasiado pequeño, sin embargo, para albergar todo su material de trabajo, desde la gran mesa inclinada de dibujo hasta los armarios atestados de botes de pintura, disolventes, pinceles más finos, más gruesos, resmas de papel, carpetas por cuyos bordes escapan los bocetos mal colocados dejando asomar retazos de su precaria existencia, una pierna de mujer de lo que en su día fue una propuesta para la casa de medias Silke…, nunca se desmayan o el bote de PHOSCAO, el más exquisito de los desayunos, el más potente de los reconstituyentes.

      A Elena le encanta contemplar a Ernesto mientras trabaja. Cuando atraviesa el pasillo de vuelta al despacho del director nunca se resiste a mirar a través de la puerta acristalada y comprobar que está trabajando, como siempre muy concentrado en sus dibujos, dando vida a sus criaturas estilizadas con trazos finos aquí, gruesos allá, según lo requiera el diseño, lo que a su vez dependerá de la temática: no es lo mismo un dibujo para ilustrar las máquinas de coser Alfa, donde predominan los espacios saturados de tinta negra, que los apuntes delicados del frasco de perfume Rêve d’Or de L.T. Piver, París.

      A veces entra y saluda. Le ofrece sus servicios de factótum que él invariablemente rechaza. Este joven atesora el principio de molestar lo menos posible. Ya se sobra