Doce años y un día. Nora Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nora Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416281336
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el cierre al negocio con estrépito de cerrojos y cortinas metálicas. Temía no llegar a la hora prevista a pesar de haber salido de su casa con lo que ella consideró tiempo de sobra, pero la ciudad se mueve con la parsimonia de un diplodocus, completamente ajena a su prisa, de manera que su paso se ralentiza continuamente especialmente en los cruces donde se amontona la gente a la espera de que pasen los coches, también éstos con lentitud exasperante, algunos como si desfilaran, atiborrados de ocupantes que hacen sonar la bocina con toques sostenidos de alegre fanfarria al tiempo que agitan banderas como un año atrás, cuando festejaron ruidosamente la proclamación de la República.

      La respiración cada vez más agitada, el paso un poco más rápido ahora que puede, ahora que por fin ha superado el embotellamiento de la Gran Vía y avanza por calles despejadas. Sus tacones golpean firmemente el pavimento apresurando el ritmo de su zancada, casi ya convertida en trote ligero que hace volver la vista a varios transeúntes. A lo lejos ya divisa un grupo de mujeres. Calcula que serán algunas de las asistentes al acto que se han detenido a saludar antes de entrar en el salón del Lyceum. Aminora un poco la marcha, no quiere llegar hecha unos zorros, con el trabajo que le llevó componerse, intentando aparentar una elegancia casual de las que caen repentinamente sobre una sin buscarla, de forma improvisada y sin embargo siempre acertada, lo cual fue bien difícil habida cuenta de la escasez de su vestuario y la necesidad de no llamar demasiado la atención. A medida que se va acercando, su corazón se encoje, el coraje la abandona y se le pasa por la cabeza girar sobre sus talones y volverse a su casa. Pero ya es imposible. El fotógrafo le hace señas desde la entrada para que se apresure. Elena agita la mano y corre hacia él cuando comienza a notar que las medias supuestamente indesmayables, como prometía el anuncio publicitario, se van arrugando a la altura de los tobillos.

      —Venga, guapa, que nos dan las uvas.

      —No seas caga prisas —le espeta Elena visiblemente enfadada. El fotógrafo se queda sorprendido pues no le conoce el genio, pero se tendrá que ir acostumbrando. No será la última vez que trabajen juntos.

      El salón presenta un aspecto deslumbrante. Algún cursi dirá que se nota la mano femenina en la organización del evento y será que solo se ha fijado en la decoración floral. Efectivamente, elegantes jarrones rebosantes de rosas rojas flanquean el escenario. En el centro simplemente hay un atril detrás del cual en breve aparecerá primero la presidenta del Lyceum, María de Maeztu, y después la invitada, esta tarde Clara Campoamor, cuyo nombre está en boca de todos. Todavía resuenan los ecos de sus encendidos debates en las Cortes solicitando el voto de las mujeres y su enfrentamiento dialéctico con Victoria Kent, tan cacareado en la prensa. En aquellos días fueron la comidilla de muchos tabloides que siguieron pormenorizadamente el desarrollo de las sesiones parlamentarias, algunos incluso acompañaban la noticia de caricaturas que dejaban a las damas no muy bien paradas. Las mentes españolas no estaban preparadas para tanta novedad, y realmente lo era ver a dos mujeres expresando sus ideas en un lugar de sacrosanta masculinidad.

      El público acude lentamente. El aforo se va completando. Desde su inmejorable posición de periodista acreditada, Elena observa la llegada de algunas señoras. Muchos de estos rostros le resultan familiares, alguno incluso logra identificar con nombre y apellidos. Son las modernas de Madrid, la vanguardia femenina en plena conquista de espacios. En ese momento entra María Lejárraga, más conocida como María Martínez Sierra. Casi toda su obra literaria la ha publicado con el apellido de su marido e incluso, se dice, que la mayoría de las obras de su esposo en realidad son suyas. En este Lyceum club tiene el honor de dirigir la sección de literatura. Llega acompañada de una joven muy solícita que prácticamente va apartando a todo el mundo a base de discretos empujones para acomodar a María en una buena localidad. Poco después aparece Maruja Mallo, la pintora vanguardista, también ella nimbada de modernidad.

      Junto a Elena se ha sentado una mujer alta y elegante. Su cara le suena pero no es capaz de identificarla. Se fija en su vestido estampado de corte camisero ceñido a la cintura y sus bonitos zapatos de dos colores anudados en el empeine, de tacón ligeramente más alto que los que usan las demás. Sobre la cabeza un casquete muy chic apenas deja escapar unos mechones ondulados. Nada más sentarse se vuelve hacia Elena y la saluda con una amable inclinación de cabeza. Su rostro perfectamente maquillado esconde la edad con gran acierto, sin embargo, su sonrisa delatora deja entrever algunas arrugas alrededor de los ojos, demasiado evidentes. No se diría que ha entrado en la madurez, pero tampoco está muy lejos de ella, tal vez la alcance dentro de poco a pesar de su tenacidad coqueta y de ese estilo juvenil que le resta años y levanta puentes sobre el tiempo. A Elena le sorprende lo inusual de su atuendo, hubiera dicho que es extranjera. Lo cierto es que no lo es, pero su aire cosmopolita no cuenta con demasiadas réplicas en esta España mojigata. Es difícil encontrar incluso entre estas modernas madrileñas un estilo tan desenfadado. El suyo, Elena muy pronto lo sabrá, no hay que buscarlo allende las fronteras, simplemente procede del norte, de las playas de Santander, y ha llegado hasta este páramo con remembranzas de veranos al borde del mar, de brisas marinas que ondulan las telas livianas, de baños de olas, de casetas rayadas, de arena dorada.

      El acto está a punto de dar comienzo. Por una puerta lateral asoma la presidenta, María de Maeztu que, antes de salir, pasea por un instante sobre la sala una mirada visiblemente complaciente. No es para menos: el auditórium está completo, incluso algunos rezagados pueblan los pasillos laterales. Nadie quiere perderse la conferencia de la Campoamor, mujer que no deja indiferente a nadie, tampoco a sus enemigos políticos que han aprendido a temerla como la temen sus propios correligionarios. Clara es mujer que no se casa con nadie como se ha podido comprobar en el transcurso de los debates parlamentarios, bien lo saben los de su propio partido a los que ella ha dejado en evidencia con el asunto del sufragio femenino. Resulta que las fuerzas progresistas se achican cuando llega la hora de la verdad y hasta estaban dispuestos a dejar a las mujeres sin derecho al voto esgrimiendo argumentos perversos, que si falta de cultura política, que si demasiada sacristía y exceso de confesionario. Clara está por encima de estrategias fútiles, de compromisos coyunturales en las antesalas de los despachos, de trampolines políticos para impulsar carreras deslumbrantes. Algunos jamás se lo perdonarán. Ella lo sabe y aun así no deja de sembrar guijarros en su camino para que sus pies sufran la penitencia de lo que ella reconoce como su pecado original: el voto femenino. Sin embargo, en esta tarde de aniversario nadie espera escuchar un discurso radical. Las circunstancias festivas suavizarán el tono de sus palabras, con todo y eso, alguna perla saldrá de su boca, algún dardo envenenado de fabricación casera, extraído de la ponzoña que corre por sus propias venas.

      Apenas María de Maeztu llega al atril situado en el centro del escenario una ráfaga de aplausos le dan la bienvenida. Elena deja el cuaderno sobre su falda y también rompe a aplaudir. Es entonces cuando la hermosa dama que está a su lado observa la credencial de El Heraldo:

      —¿Trabajas para El Heraldo? —se interesa la desconocida.

      —Sí —contesta inmediatamente. De pronto le resulta absolutamente lejano su puesto de secretaria y aunque su interlocutora no ha preguntado en qué trabaja, da por sentado que ha acudido al acto en calidad de periodista—. Es mi primer reportaje.

      Las palabras le han salido con orgullo como si de repente hubiera olvidado la preocupación que le oprimía el pecho cuando caminaba hacia el Lyceum y en su lugar se hubiera asentado una confianza desconocida. Fue tan segura su respuesta que apenas sí reconoció en ella a la muchacha temerosa que era apenas cinco minutos antes.

      —Mi nombre es Consuelo —se presentó apresuradamente girándose y tendiéndole la mano.

      —Encantada —respondió la periodista advenediza—. Yo soy Elena.

      —¡Ah! Ya veo, Elena Sánchez Luján —repitió leyendo el encabezamiento de la credencial—. Supongo que ya habrás conocido a Colombine.

      —Claro. Últimamente no aparece mucho por la redacción, pero sí he tenido el gusto de conocerla. Es una mujer extraordinaria —se aventuró a decir Elena sintiendo de pronto que tal vez avanzaba sobre terreno pantanoso. No sabía dónde se estaba metiendo, aun así calibró que teniendo en cuenta el lugar en el que se encontraban no sería demasiado arriesgado alabar a Carmen de Burgos. Probablemente sus palabras caían sobre suelo bien abonado.

      —Desde