Doce años y un día. Nora Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nora Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416281336
Скачать книгу
Cualquiera diría que estamos en tiempos de penuria. El que aquí se presenta no parece estar pasando apuros y es precisamente este andar por la vida tan bien arreglado lo que despista a la señora Remedios, que se queda mirando al recién llegado con la certeza de estar ante un rostro familiar pero sin terminar de reconocerlo.

      —Buenos días, doña Remedios. ¿No me reconoce?

      —Perdone usted, pero así de pronto… Y el caso es que su cara me suena —responde la interpelada comenzando a incubar una cierta preocupación que la sorpresa del primer momento había postergado.

      Sin embargo, el hombre duda unos segundos en presentarse, se resiste a no ser reconocido por esta mujer que le ha visto crecer. Cosas de la edad, se dice, la vieja ya chochea. Pero no, en absoluto, en la mente de Remedios se hace la luz y su rostro se ilumina con el descubrimiento.

      —Pues claro que me acuerdo. Pero si eres Paquito, el de la señora Encarna, la que cogía los puntos a las medias. Vamos, no te quedes ahí, pasa.

      Pero la visita, que ya se verá que no es tal, no se anima a pasar. Es más, ante las palabras de la tía se queda un poco confundido como si no se reconociera en la sucinta biografía que de su persona acaba de oír. Lejos quedó lo de Paquito para alguien que ahora se hace llamar Don Francisco Romero Ventura, también borrada la profesión de su madre que jamás cogió puntos a las medias ni trabajó en nada que no fuera cuidar de su familia como buena y abnegada ama de casa.

      —No paso, señora, porque mi presencia en esta casa no responde a ninguna visita de cortesía.

      —Bueno, pues usted dirá lo que desea —repuso la tía con un hilo de voz, como si le ahogaran las palabras.

      Mientras tanto, don Hipólito se llegó también hasta el vestíbulo, aguijoneado por la curiosidad de saber qué estaba pasando pues no parecía que se tratara de ninguna vecina y la hora, todo había que reconocerlo, no era propia para hacer visitas, máxime cuando familiares y allegados sabían que en esta casa los horarios son materia sagrada y pecado mortal andar molestando a las horas de las comidas. Le sorprendió ver a su mujer departiendo con un desconocido, pero cuando se acercó un poco más y enfocó la vista identificó al recién llegado.

      —¡Paquito! Cuanto tiempo sin verte, hijo. Estás hecho todo un hombretón. Pasa, pasa.

      —Me temo, Hipólito, que el señor no viene de cumplido —explicó la señora Remedios.

      —No, don Hipólito, y lo siento muchísimo, pero son asuntos graves los que me traen hoy aquí —terció Don Francisco muy serio, evitando mirarles a los ojos —. Se trata de su sobrina. Traigo una orden de arresto contra ella.

      El silencio cayó como una losa sobre el umbral de la puerta donde todavía se encontraba el trío como si estuvieran en tierra de nadie, ni dentro ni fuera, suspendidos en el tiempo a la espera de que alguien deshiciera el encantamiento.

      —¿Qué sucede? — preguntó Elena desde el pasillo.

      La voz de la joven desgarró el silencio, sin embargo, no obtuvo respuesta. Las miradas, que por un instante se habían vuelto hacia ella, buscaron rápidamente una huida hacia el suelo. No hizo falta ninguna explicación. A Elena le bastó ver la hoja mecanografiada que todavía sostenía el comisario en la mano para saber que tendría que buscar su abrigo y acompañarle sin más demora. Así solían ser las cosas. Aquí te pillo, aquí te mato.

      Don Francisco pensó que le resultaría más fácil. Al fin y al cabo había pasado tanto tiempo… Pero cuando la vio al fondo del pasillo y comprobó lo poco que había cambiado fue como lanzarse en una caída vertiginosa por el túnel del tiempo para verla quince años atrás cuando era la chica madrileña que iluminaba los veranos de la ciudad de provincias, con sus aires capitalinos, enigmática, inaccesible…

      Sin embargo no dice nada, ni siquiera se dirige a ella. El pasado quedó atrás, está definitivamente sellado, ahora es un hombre nuevo, desapareció el Paquito de entonces y por eso le incomoda sobremanera que todavía haya gente que le llame así. Para él es como si aquel joven siempre amedrentado, gorra en mano inclinándose ante los poderosos de este mundo, nunca hubiera existido o si existió solo fue para trazar un camino inevitable que le ha llevado hasta aquí, a la puerta de esta casa para ver a la niña altiva de otros tiempos salir para la comisaría. Otras torres más altas se ha visto caer, algunas incluso las ha aplastado con su bota. Así es la vida, a cada uno le pone en el lugar que le corresponde. Son pensamientos que siempre acuden a su mente en el momento oportuno para zanjar viejos dilemas morales, pero tan pronto como llegan desaparecen.

      —Ya estoy lista —dijo Elena abrochándose el abrigo a la par que clavaba su mirada en el comisario—. Vaya, Paquito, parece que la vida te trata bien.

      El aludido no contestó. Procuraba evitar cualquier atisbo de familiaridad y dejar que prevaleciera en todo momento el ejecutor de la justicia, el fiel servidor del régimen, este personaje importante en que se ha convertido. Ya nunca más Paquito, ya nunca más el hijo de la Encarna, la que coge puntos a las medias.

       II

      El Heraldo de Madrid

      Recostada sobre el respaldo de su asiento, Elena respira profundamente, estira las piernas y de paso se ajusta las medias, ahora que no la ve nadie, que el director ha salido y la ha dejado sola con todo este barullo de cartas. Hoy tenía el día inspirado y se ha puesto a dictar esas misivas suyas tan engoladas, llenas de muy señores míos, etc., etc., de un estilo un poco cursi y demasiado pretencioso, bien lo sabía ella sin ser precisamente una experta en el arte de la palabra. Pero es que su jefe solía dejarse llevar por todas las musas del monte Parnaso sin importarle el objeto de la misiva, de manera que andaban a la par en metáforas y sinécdoques las que enviaba a su querida, la señorita Mari Luz, como las dirigidas al representante de Aceites Carbonell.

      Antes de ponerse de nuevo a la faena, ejercita los dedos como si fuera una pianista a punto de iniciar un concierto, y no es para menos el trabajo de mecanógrafa en estos tiempos en que todavía no se han inventado artilugios eléctricos ni electrónicos y escribir a máquina constituye una esforzada lucha entre el hombre, en este caso y casi siempre la mujer, y la máquina. Hay que pulsar, casi golpear, una teclas tan pesadas que convierten cada letra escrita en un acto hercúleo, especialmente la z a la que se dirige el meñique con una torsión exagerada intentando accionarla con el mayor empuje para lograr, sin embargo, un entintado invariablemente pobre y desleído. Elena observa el resultado de la carta y comprueba como esas letras esquinadas casi desaparecen en la copia. Todavía el original ha quedado bastante uniforme, pero el papel carbón tan desgastado ha dejado una réplica prácticamente ilegible, con signos que parecen huellas de moscas que hubieran posado sus arbitrarias patas entintadas sobre el fino papel. Sopesa el resultado y, aunque en un primer momento se le pasa por la cabeza repetir todo el proceso, enseguida desiste. Para evitar cualquier duda ulterior inmediatamente estampa el sello del registro de salida y da curso al documento. Al fin y al cabo ella es la archivera de esta oficina y ojalá la única persona en este mundo que alcance a contemplar semejante chapuza. Es lo bueno que tiene ser un factótum en el trabajo.

      Aunque no están claras sus competencias ni existe el Estatuto de la Secretaria, todavía no se utiliza el término auxiliar administrativo, Elena sabe que este empleo es el de chica para todo. Después de escribir varias cartas al dictado y pasarlas a máquina se ha encargado de llevar el café a casi toda la plantilla, empezando por el director y siguiendo por los jefes de redacción, hasta los simples redactores tienen derecho a este servicio. Nadie se lo comunicó cuando comenzó a trabajar en El Heraldo como mecanógrafa, así rezaba su contrato, pero desde el primer día quedó claro que la delimitación de sus funciones caía en un limbo estatutario que nunca se ha permitido discutir.

      Ya va para un año que ocupa esta plaza. Justo un día antes de la proclamación de la República comenzó a trabajar en el periódico. De la noche a la mañana se encontró inmersa en un mundo totalmente desconocido para ella. Nunca hubiera imaginado cuando asistía al curso de mecanografía que unas prácticas tan aburridas le abrirían las puertas de un universo tan fascinante. Elena se presentó a la prueba donde se valoraba su rapidez en la toma de notas al dictado y en el uso de