Doce años y un día. Nora Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nora Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416281336
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—asintió don Leandro bajando ligeramente el volumen de su voz y acercando su rostro al de la joven en un gesto de complicidad que reforzaba la confidencialidad de sus comentarios—. Carmen quedó destrozada al enterarse de la noticia. Nada menos que su amante liado con su propia hija.

      —Menudo folletín —se asombra Elena—. Claro que la niñita tenía lo suyo. Llevaba una interesante carrera.

      —A los dieciocho años tuvo su primer “tropiezo” en Buenos Aires con un señor que podía ser su abuelo, un viejo verde que la engatusó con promesas de empresario teatral. Ya sabes que desde pequeñita quiso ser actriz. Nunca llegó a gran cosa sobre la escena pero en lo tocante a líos amorosos dio bastante que hablar. Años después se casó con un actor apellidado Mancha, creo recordar, pero también aquello salió mal.

      El director de Ecos de Sociedad se detiene por un instante. Entorna los ojos y echa la cabeza hacia atrás como si de esta manera pudiera recordar mejor.

      —Todo se precipitó cuando Ramón escribió una obra de teatro. Siempre se había resistido a este género. No le gustaba el mundo de la farándula y a Carmen tampoco. Pero le convencieron y entonces escribió Los medios seres, lo cual suponía publicar sin censura. Ya sabes, las obras de teatro pasan mejor el filtro. Aunque ella, María, había intentado seducir a Ramón tiempo atrás, este se había resistido. María insistió mucho para que le dieran un papel en la obra. Ramón intercedió por ella y al final lo consiguió. Después vinieron los ensayos, la proximidad, ella que siempre fue una coqueta y que, no hay por qué negarlo, a sus 34 años estaba de muy buen ver, el resultado te lo puedes imaginar. Pobre Carmen cuando se enterara, estaría al borde del colapso.

      —Debió de ser un golpe muy duro. Ella que siempre había dicho que su hija era su mejor creación —suspiró Elena—. Lo leí en una entrevista. Estaba tan orgullosa de su niña, a pesar de no haber motivos para ello, pero una madre siempre es una madre, al menos eso dicen, yo no lo digo por experiencia.

      —Al parecer ahora ya la ha perdonado y da la impresión de que Carmen ha pasado página. Lo tiene superado.

      —Ojalá.

      De pronto se hace el silencio. Los pensamientos de ambos sobrevuelan el despacho, completamente herméticos, como si estuvieran metidos en cápsulas que les impidieran expandirse en forma de palabras. De repente Elena sale de su ensoñación y se da cuenta de lo tarde que es. Debe volver al trabajo antes de que su jefe regrese de su reunión con el señor de la crema para las almorranas y la eche en falta. Seguramente habrá alguna carta que dictar, algún documento que archivar, algún mandado clasificado urgente según el arbitrario orden de prioridades que el señor Uriarte otorga a las tareas. Se despide con un gesto de la mano y un beso lanzado al aire. El cronista se lo devuelve añadiendo una inclinación de cabeza.

      —Hasta la vista Elena, no tardes en aparecer por aquí.

      De vuelta a su puesto cual cenicienta acuciada por la proximidad de la hora en que las carrozas se convierten en calabazas, la secretaria se inclina sobre la máquina de escribir. Sus dedos gravitan sobre el teclado buscando las letras para percutir algún muy señor mío que encabece la intrincada parrafada que vendrá después, salpicada de anacolutos, idas y venidas y vueltas a empezar. Tiemblan los cimientos del género epistolar con estas variaciones vanguardistas sobre una especialidad tan clásica.

      La llegada de su jefe la sorprende en plena concentración, muy aplicada sobre la máquina, la espalda completamente erguida, los ojos fijos en el borrador de la carta, jamás en el teclado que conoce de memoria, como mandan los cánones de la perfecta mecanógrafa, las piernas juntas, los codos pegados al cuerpo. Con su chaqueta de cuello a la caja y la falda recta por debajo de la rodilla, zapatos de medio tacón y su media melena cortada a lo garçon, compone una imagen tan nítida que por sí sola se podría transportar en trazos de tinta gruesa a la publicidad de las máquinas Underwood. Así lo hubiera decidido Ernesto Núñez, el dibujante, si hubiera tenido la fortuna de contemplarla en ese momento, con esa luz de mediodía que todo lo resuelve en una combinación de luces y sombras, en este caso de blancos y negros sin transiciones, muy al gusto del dibujante que aspira a la máxima estilización, a la esencia, a la reducción elemental de los elementos.

      A pesar del feliz estatismo de algunas escenas que se prolongan en la retina con la ilusoria sensación de un tiempo detenido, la vida discurre dinámica y en El Heraldo incluso frenética. Las noticias que no cesan. El primer aniversario de la proclamación de la República ha dejado algunos reportajes interesantes, como el que rememora un episodio curioso que sucedió en el palacio de comunicaciones, ahora hace un año, cuando un anónimo empleado se subió al tejado para izar la bandera republicana. La fotografía de la hazaña con el hombre justo en el momento de colocarla en el mástil ilustra el relato y añade tintes épicos a las ya de por sí ardorosas palabras del periodista.

      En la cartelera de eventos proliferan los actos conmemorativos. Elena los ha ojeado y le ha llamado la atención una conferencia que se celebra en el Lyceum Club. La entrada es gratis hasta completar el aforo, reza la convocatoria. Inmediatamente decide asistir, de manera que sale al pasillo con el periódico de la mano para pedir detalles sobre el evento a la señorita Salas que se encarga de dicha sección. Casi no ha terminado de girar el picaporte cuando de pronto la ve subiendo por la escalera que asciende desde la gran sala de máquinas hasta la pasarela a la que se asoman las oficinas y los despachos. Desde el extremo del pasillo es apenas un esbozo de sí misma moviéndose torpemente, impulsando lentamente en cada peldaño la gran masa que es su cuerpo. Carmen de Burgos alcanza la plataforma al borde de la extenuación. Agarrada fuertemente al pasamano, intenta recuperar el resuello aspirando a grandes bocanadas el aire.

      Elena se acerca presurosa hasta ella y le ofrece su brazo. La escritora lo acepta a regañadientes, muy fatigada tiene que estar para que se apoye y admita de esta forma que el tiempo le está ganando la partida, que también su cuerpo acusa los estragos inevitables. Aunque ella nunca habla del tema, lo cierto es que su salud se resiente a pasos agigantados. Carmen ya no es la que era. Está cayendo en picado y algunos añadirán desde que pasó lo que pasó. Sin embargo aparenta buen ánimo. Una vez recuperada mira a Elena y se le ilumina la cara.

      —¡Cuánto me alegra verte! Precisamente es a ti a quien quería encontrar.

      —Pues aquí me tiene. Yo también estoy encantada de volver a verla, doña Carmen —responde Elena un poco ceremoniosa, cohibida todavía ante la grandeza del personaje.

      —Apéame el tratamiento. Háblame de tú, al fin y al cabo no soy tan mayor —dice Carmen entre burlona y coqueta—. Quiero proponerte algo.

      A Elena no le salen las palabras. Simplemente se queda expectante, un tanto confundida.

      —Verás —comienza la escritora—. Esta tarde hay un acto muy importante en el Lyceum Club. Quiero que vayas allí y que no pierdas detalle. Abre los ojos y los oídos, no dejes que nada se te escape. Después escribe un artículo. Estoy segura de que sabrás hacerlo. Mi intuición nunca se equivoca.

      —Pero doña Carmen… —balbucea la joven—, si solo soy la secretaria, a lo más que llego es a corregir un poco las cartas del director.

      —No te andes con remilgos, seguro que te vas a desenvolver muy bien. Sé que tienes coraje, se ve de lejos, lo demás vendrá por añadidura. Además, nadie nace enseñado, siempre hay una primera vez para todo. Así que al toro, que es una mona…

      A pesar del símil taurino Elena no sabe qué decir. Por un lado está encantada de recibir semejante encargo, pero por otro siente pánico, así que no se decide. Sin embargo el rostro cargado de entusiasmo de la escritora no admite negativa alguna.

      —Entonces mañana a las diecinueve treinta te presentas allí con el fotógrafo. Ya me encargo yo de los permisos —concluyó Carmen taxativa. No había vuelta de hoja.

      III

      El Lyceum club

      La tarde caía sobre Madrid proyectando largas sombras en las avenidas. Parecían edificios duplicados que posaran sus negras siluetas sobre las paredes de enfrente. Elena Sánchez Luján camina apresurada entre la muchedumbre