Doce años y un día. Nora Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nora Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416281336
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a España y alojarla en su casa pero no ha preguntado más. Las vicisitudes, las amarguras y el desasosiego por la incertidumbre sobre su futuro quedan solo para ella y no puede ser de otro modo, no está para muchos relatos: si al menos fueran felices…, pero todo lo contrario. Acaba de pasar los peores días de su vida en un viaje de destino incierto, desde París, cuando los alemanes la deportaron a España. Fue la decisión que tomaron después de un arresto que duró algunas semanas y del que bien pudo haber salido directamente para algún campo de concentración. Ella sabe que ese ha sido el destino de muchos republicanos españoles, pero finalmente llegó un joven alemán hablando un estrafalario francés y le comunicó que volvía a España. Regresa a su patria, fräulein Elena, ¿no está contenta? Prefirió no responder ante una pregunta formulada con ironía insidiosa. Desde que los alemanes ocuparon París, Elena sabía que tarde o temprano esto podía suceder y aquí estaba este rubio y hermoso emisario portando una carpeta repleta de documentos donde habría informes, se imaginaba la joven, relativos a su persona, sobre sus actividades, su recorrido por tierras francesas desde enero de 1939, cuando atravesó la frontera como otros muchos españoles por Le Perthus y fue conducida a la orden de Reculez! Reculez! que proferían unos fornidos senegaleses para evitar que el inmenso y desastrado rebaño saliera del recorrido que inevitablemente les llevó a los campos de concentración junto a las playas: Argelès… Aquello fue duro pero al menos no estaba sola, siempre junto a Consuelo, su amiga y compañera.

      El viaje que iba a emprender ahora era diferente. En primer lugar lo haría sola, no se puede contar como compañía la presencia perpetua del soldado alemán al que han encomendado que la deposite en la frontera junto con la abultada carpeta que narra en términos policiales su biografía, que sin duda recoge hasta los detalles más nimios, no en vano tienen fama estos teutones por su perseverancia, dotes de organización y trabajo minucioso. A Elena le asombra que su insignificante persona haya sido objeto de tan arduas pesquisas y, si eso lo multiplica por cada desarrapado español republicano que anda por ahí intentando sobrevivir, se le antoja una tarea titánica que estos alemanes parecen realizar casi con alegría de deber bien cumplido, de virtuosismo, de perfeccionismo enfermizo. Esta civilización no puede durar, se dice Elena. Por mucho que auguren mil años para este Tercer Reich, ella les da tres o cuatro a lo sumo, y no se equivoca, pero esta facultad adivinatoria no le alivia del temor que siente cuando camina junto a ese soldado al que imagina pertrechado de todo tipo de armas bajo el abrigo de cuero que tan magníficamente le cubre. Si nuestros soldados hubieran tenido estos abrigos ni de coña habríamos perdido la guerra, le espeta al soldado al tiempo que esboza una tímida sonrisa. El buen alemán se la devuelve sin asomo de inquietud porque no se ha enterado de nada y el rostro de la mujer le tranquiliza, incluso llega a compadecerse de ella, de lo desamparada que está, de lo que le espera. No es un secreto que la represión se ceba también sobre los repatriados ya sean voluntarios o forzosos, que al otro lado de la frontera les espera la cárcel o incluso la muerte. A Elena le aguarda el terreno enfangado de un campo de concentración en Miranda de Ebro, la miseria de barracones que respiran por los cuatro costados en este invierno de mil novecientos cuarenta y dos que parece no terminar nunca.

      Sin embargo Elena no quiere recordar nada de lo sucedido. Procura trabajar sobre la construcción de una voluntaria amnesia antes que permitir que la memoria aniquile lo poco que le queda de entereza, de lo contrario se derrumbaría y todo podría suceder. Desgraciadamente nadie conoce sus límites, por eso a menudo el ser humano los sobrepasa sin darse cuenta. Mira por la ventana y el cielo está tan oscuro a las doce del medio día que dan ganas de volverse a la cama. Teme que los recuerdos se acumulen hasta formar un muro contra el que golpear la cabeza para hacerlos desaparecer y así, si no tuviera cabeza no tendría recuerdos, la liberación absoluta, tal vez la única posible. Elena comienza a recrearse peligrosamente en esa idea, pero de repente le asusta la paz que le proporciona y mira hacia otro lado. El salón de esta casa, de muebles de madera recia con sus tapicerías gastadas pero familiares, le acoge en un seno cálido como si volviera a la infancia. En una esquina el canario metido en su jaula no parece sentirse desgraciado, al contrario, salta de un palo a otro, se columpia, de vez en cuando baja a comer, mete su pequeña cabeza en el comedero y de tanto como la agita esparce alpiste sobre la mitad del suelo de la estancia. Entonces piensa Elena que tal vez ella también pudiera acostumbrarse a su nuevo espacio, de dimensiones limitadas y, como ese pájaro, ser feliz sin mayores pretensiones. Le pasma comprobar cómo su rebeldía se contrae a pasos agigantados a medida que se acomoda a su insignificancia. Los mecanismos de defensa se ponen en funcionamiento, ante todo se impone el instinto de supervivencia. A todo se acostumbra uno, solía decir su tía. Y en ese proceso estaba.

      La campana del ángelus de la iglesia del convento de las Adoratrices le ha sorprendido como cada día seleccionando las lentejas. Las estrecheces del racionamiento no dan para más. Para colmo, las legumbres llegan a los hogares en tan mal estado que antes de ponerlas en la cazuela hay que realizar una concienzuda selección, apartando las vanas o los pequeños guijarros que las acompañan. De vez en cuando levanta la vista de tan delicada tarea, de ella depende que sus tíos no malogren su ya maltrecha dentadura, y mira por la ventana. De nuevo ha visto lo que tanto le acongoja, otra vez una mujer envuelta en su manteo negro, desgastado, flanqueada por dos chiquillos mal abrigados, en alpargatas, encogidos y quietos como estatuas, las miradas perdidas. Deben de haber venido de algún pueblo y, como tantos otros, esperan horas y horas delante del cuartel de la guardia civil a que alguien les venga a dar alguna noticia o que de pronto se abra el portón y puedan ver al marido, al hijo o al padre que ayer mismo detuvieron en los montes de algún pueblo de la sierra. Ahí permanecerán todo el día y toda la noche hasta que ya de madrugada lo vean salir con las manos esposadas, dando tumbos, cubierto de heridas todavía sangrantes y con las culatas de sus fusiles unas sombras de largos capotes verdes y tricornios imposibles le apremien para que suba a un camión que le llevará a la cárcel de la espadaña, la que está adosada a la muralla junto al arco que llaman de la cárcel, no hay más misterio en la denominación.

      Casi todos los días Elena asiste desde su atalaya a un espectáculo parecido, las variaciones solo las ponen las palabras que gritan las mujeres cuando ven salir a sus hombres. Por mucho que se lo esperen sus gargantas no pueden escapar a la visión del reo empujado, zarandeado, sucio, ensangrentado, casi irreconocible, eccehomo siempre reinventado por los siglos de los siglos para quien siempre hay una magdalena que le enjuga la cara con un paño o al menos lo intentan porque, en este caso, los guardias no dejan que se le acerquen, ni siquiera existe el consuelo de una despedida con abrazo, solo unos gritos desesperados en la distancia que marca un parapeto de armas en ristre.

      Un escalofrío recorre el cuerpo de Elena cuando mira las tapias del cuartel, incluso aunque no haya mujeres esperando. La sola visión de esos muros coronados de cristales rotos le produce pavor. De vez en cuando se abre el portón por donde salen los caballos y entonces se puede ver el patio y los pabellones adosados a los paredones de las calles adyacentes. Algunos días, los niños del vecindario que juegan siempre en la calle haga frío o calor aprovechan la entrada o salida de las caballerías para recorrer todas las instalaciones del cuartel, hasta se meten en la estancia donde pernoctan los guardias solteros y saltan de cama en cama o juegan a pillarse entre los largos pasillos, tú la quedas, y los demás, en desbandada por las cuatro esquinas, desaparecen en busca de un refugio seguro. Elena sabe todo esto porque se lo ha contado una de las hijas de la familia que vive en el piso de abajo, la segunda de los hermanos, una muchacha de ocho años muy lista y muy parlanchina, provista de una vitalidad que desborda. Con su corta edad recorre las calles con una cesta y la cartilla de racionamiento en busca de todo lo necesario. A veces enfila la calle del Duque de Alba hacia el mercado Grande para luego atravesar la calle San Segundo, cruzar el arco del Peso de la Harina y esperar la inmensa cola que ya da la vuelta por la catedral para conseguir los escasos decilitros de aceite que una señora con muy malas pulgas ha vertido en su garrafa después de sellar el cupón. Otros días su madre la manda a la cola de la leche, en otra ocasión a la de las telas, que también esta mercancía es objeto de racionamiento, y muy de tarde en tarde llega un cargamento de géneros muy básicos, percales y poco más, con los que el común de los mortales se las apaña con más o menos estilo, dependiendo de la habilidad de modistas advenedizas que siguen las normas del corte y confección según su modesto entender.

      Desde que Elena ha llegado a Ávila en contadas ocasiones ha salido de casa,