Doce años y un día. Nora Ortiz. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nora Ortiz
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416281336
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por los piojos, en cambio ella, protegida y bien alimentada, agradecida tenía que estar. Entonces Elena sopesó las palabras de su tía y, bien mirado, puede que tuviera razón. Al fin y al cabo su cárcel no tenía barrotes, ni cerrojos, solo un inmenso territorio al otro lado de la ventana convertido en prisión y cementerio que disuadía todo intento de fuga.

      Bien lo sabía ella. No estaba ciega como muchos de sus vecinos que vivían como si no pasara nada, agradeciendo este tiempo de paz, alabado sea Dios, por fin acabó todo aquello. Se referían a la guerra como algo muy lejano, como si hubiera sucedido en otro país pues a ellos no les había afectado directamente, no habían visto bombas caer sobre sus tejados, ni personas derrumbarse como muñecos trágicos alcanzados por un disparo. Tan solo las colas para conseguir la escasa comida racionada y las cartillas que guardaban a buen recaudo, auténtico tesoro en estos tiempos de escasez, les recordaban que algo había sucedido. Sin embargo, ese algo permanecía silenciado. Las noticias que voceaban los periódicos con encabezamientos de letras muy negras, casi agresivas, se limitaban a eventos de la nueva gloriosa España. La palabra España nunca había aparecido con tanta asiduidad en los diarios, más si cabe en esta ciudad meseteña tan española, tan castellana y por tanto tradicional, una historia tan larga y tan gloriosa no puede sino pesar sobre las conciencias de sus habitantes hasta convertirlos en piedra, como sus murallas. Es lo que le parecen a la joven Elena, estatuas andantes que atraviesan la calle del duque de Alba extrañamente veloces, escapando del relente que castiga este otoño, en algunos días transmutado en viento mortal que recorre la ciudad, especialmente esta calle que es larga y sinuosa y, como si fuera un río, recibe los aportes gaseosos de las bocacalles, igualmente enfurecidos, rápidos e implacables en su paso, haciendo volar todo lo que no se agarra con fuerza al suelo: así los velos de las dos mujeres que vuelven de misa ondean como si fueran banderas jubilosas hasta que han sido capaces de recoger sus misales bajo el brazo y disponer de las dos manos libres para sujetarlos.

      Elena las ha contemplado desde la ventana casi divertida. Se las veía tan apuradas a las pobres con este viento entrometido que casi las levanta por los aires como si fueran novias de Chagall sobrevolando las iglesias rusas. Aquí también hay hermosas iglesias sobre las que sobrevolar, pero mucho se teme que la expresión de sus caras no sería de ensimismada placidez, sino de terror agudo. Hay que entender a estas gentes pétreas, tan pegadas a la tierra que jamás soñaron con levantar el vuelo y, si alguna vez lo hicieran, pensarían que es obra del maligno, que se lleva sus pecadoras carnes.

      Elena se extraña de haber podido esbozar una sonrisa ante el breve espectáculo de la calle, casi siempre solitaria, sobre todo en estas horas de la mañana en que cada cual está a sus quehaceres, bregando como titanes para conseguir un salario mísero o para traer a casa algunos de esos alimentos que tanto escasean y que se disputan legiones de hambrientos. Decididamente, no hay motivos para reír, y menos ella que, aunque no tiene que salir a la calle a ganarse la vida, cualquiera diría que mantiene entre estos muros la condición de princesa a buen recaudo. Ganas no le faltan para salir ahí fuera y desafiar al viento con su cabellera al aire, sin mantillas ni peinetas, a cara descubierta, libre como hubiera dicho su padre, descarada como hubiera dicho su tía. Sin embargo, de momento se tiene que quedar metida en casa, tiene prohibido salir a la calle. Y quién lo dice, hubiera sido la pregunta, pero se la tragó como tantas últimamente por no parecer desafiante, no está el horno para bollos. Aceptó la prohibición que viene de sus tíos, mejor así, sin interferencias de las autoridades que sin duda saben de su existencia en esta casa pero de momento la han dejado en paz, y esto también tiene que agradecérselo a su tío y a un militar de alta graduación de los que comparte mesa y café en el casino con don Hipólito y al que debía algún favor, o tal vez no, puede que solo el compadreo entre hombres que se reconocen en ese proyecto de la una, grande y libre. En estos tiempos son frecuentes esas llamadas de teléfono entre altas instancias o conversaciones en despachos de difícil acceso entre un suplicante familiar y un todopoderoso perdonavidas que solo después de un largo silencio y una dura reconvención pone en marcha algún mecanismo para que, en este caso, Elena no acabe en prisión. Pero antes de marcharse, Don Hipólito sabe que tiene que escuchar algunas palabras sobre el gran favor que le hago, sobre todo para alguien que no lo merece, que debería pudrirse en la cárcel, siento que estemos hablando de su sobrina, don Hipólito, pero seguro que usted es consciente del mal que estos rojos han causado a esta sacrificada nación, así que átemela en corto, que no se le ocurra hacer tonterías.

      Así es como Elena ha llegado a este particular encierro que tampoco se le puede llamar arresto domiciliario, por mucho que le da vueltas no encuentra un término legal para describir su situación. Sin embargo, piensa que debería haber alguno a juzgar por lo mucho que se usa en estos días esta inopinada privación de libertad. Aunque su cadena pudiera parecer larga, su alcance no rebasa los límites de esta ciudad, bien lo sabe la pobre Elena que se siente como un perro forzando la resistencia de una correa anclada a esta casa donde pasa casi todo su tiempo. En el fondo se alegra porque la otra opción era ingresar en un convento, plazas libres seguro que había a pesar de los tiempos que corren con tanta mujer descarriada y tanta religiosa deseando meterlas en vereda, pero estamos hablando de la tierra de Santa Teresa, aquí no faltan los cenobios de enormes dimensiones donde la hubieran hecho un hueco a poco que su tía hubiera insistido, que para eso lleva toda su vida recorriéndolos como si siempre fuera semana santa, prodigando dádivas no sin cierta ecuanimidad para evitar recelos, que aquí se sabe todo y ella, no faltaba más, presume de tener un agudo sentido de la justicia.

      Pero con lo de su sobrina doña Remedios Luján, habida cuenta de la delicadeza de la situación, ha dejado hacer a su marido, siendo hombre sabe mejor cómo componérselas en estos casos de extrema gravedad, así se lo había dicho su marido y así lo había aceptado ella después de un cruce de miradas muy serias, casi dramáticas, tras del cual ella había bajado la cabeza con humildad, santo y seña de quien sabe reconocer la autoridad que en esta casa no se discute. En definitiva, que el destino de Elena ha estado en manos de esta pareja que de repente se siente con el poder de gobernar vidas ajenas y es sobre su sobrina sobre quien ejercen un gobierno, mezcla de responsabilidad familiar, deber cristiano y mandato judicial que les ha caído encima, aunque ellos siempre se acogen a la primera intención porque la familia es lo primero, la sangre, qué tendrá la sangre que nos llama con repique insistente, cómo iban ellos a dejar en la cuneta nada menos que a la pobre Elena, la hija única de la hermana de Remedios. Estas explicaciones se han convertido en la declaración oficial para la galería de personajes que ya se han percatado de que en casa de don Hipólito hay un huésped inesperado y con la cantinela familiar han puesto sordina a cuanto entrometido se acerca para saber al respecto.

      De esta manera tan discreta ha aparecido Elena Luján en esta ciudad después de tanto tiempo, envuelta en silencio su llegada, como si la hubieran plantado de la noche a la mañana justo detrás de los cristales de la ventana que da a la Calle del Duque de Alba. Ayer no había nadie y hoy ha aparecido una mujer entrada en la treintena, todavía hermosa a pesar de la rigidez de estatua o precisamente por eso, porque el sufrimiento se ha llevado todas las emociones y solo ha quedado la materia, bien tallada, de rasgos regulares, una verdadera Nefertiti escapada del museo pero despojada de su esplendor, con esa chaqueta un poco descosida que tan grande le viene pues no es ni siquiera suya, gentileza de su tía que le da cobijo y abrigo y todo lo que se estaba apolillando en los armarios desde antes de la guerra, expresión que en este caso no implica tanta distancia temporal pero viene muy a cuento.

      Y cómo venía la pobrecita, santo Dios, había exclamado la tía Remedios cuando llamaron a la puerta a las cinco de la mañana y era ella, escoltada por dos guardias civiles. Los hombres se limitaron a saludar de forma marcial y nos hicieron firmar unos papeles. Hipólito, el hombre, se encargó de todo el papeleo. Solo después de que se hubieran ido la tía Remedios abrazó a su sobrina. Hacía tanto tiempo que no la veía y con todo lo que había pasado, sin tener noticias suyas, habían temido por su vida. Las lágrimas brotan en cascada de sus ojos anegados, sin embargo, los de Elena están secos, se limita a dejarse abrazar, besar, como si fuera una niña pequeña que detesta las muestras de cariño de los mayores pero a la que han educado para que los soporte estoicamente. Así aguanta los envites de su tía esbozando alguna sonrisa de vez en cuando para no resultar demasiado arisca, pero lo cierto es que no está para muchas zalamerías después de todo lo que ha pasado, no se