La historia a la que me refiero se encuentra en 1 Reyes 4:42 al 44. Es muy cortita, pero significativa. Su protagonista principal es el profeta Eliseo y esta historia ocurrió en una época de hambre. Eliseo estaba pasando unos días con los profetas de Gilgal cuando un conocido le trajo veinte panes de cebada recién horneados. Y para sorpresa del criado de Eliseo, este le pidió que sirviera los veinte panes a los cien profetas que había en el lugar.
Cuando el criado le preguntó cómo iba a hacer para que veinte panes alcanzaran para cien, Eliseo respondió que el Señor le había dicho que todos iban a comer de esos panes ¡y además iba a sobrar!
¿Qué pasó finalmente? Vuelve a leer el versículo de hoy. Quiero que recuerdes dos cosas. Primero, Dios cumple lo que promete; y segundo, para Dios no existen limitaciones. Él puede dar de comer a cien personas con veinte panes; él puede alimentar más de 5.000 personas con cinco panes y dos peces; él puede hacer que un poquito de aceite llene muchas vasijas; y lo mejor de todo... él quiere hacerlo en tu vida. ¿Cómo?
Al hablar de este milagro, me estoy refiriendo al diezmo. Sí, no me pidas que te explique cómo puede ser que sacándole un 10 % al sueldo, Dios puede hacer que te rinda como si no hubieras sacado nada y más. ¡Solo él puede hacer ese tipo de cosas! Y la promesa de Dios dice lo siguiente: “Si lo hacen [separar el diezmo] les abriré las ventanas de los cielos. ¡Derramaré una bendición tan grande, que no tendrán suficiente espacio para guardarla! ¡Inténtenlo! ¡Pónganme a prueba!” (Mal. 3:10, NTV).
Así que cuando tus padres o abuelos te den dinero, o cuando hagas algún trabajito por el que te paguen, o cuando te regalen dinero en tu cumpleaños o Navidad, separa el diezmo para Dios. Nunca pienses que te va a quedar menos o que no te va alcanzar. Si no, ¡pregúntale al criado de Eliseo! Gabriela
26 de enero
Un jardinero especial
“Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el fruto de la tierra... dice Jehová de los ejércitos” (Malaquías 3:11).
Hoy te quiero contar sobre Skwebele, un ancianito, y su esposa, nativos de una aldea en Zambia, África. Ellos vivían del maíz cafre que plantaban y cuidaban largas horas al día bajo el sol ardiente. Pero hubo un año en que, para la época de la cosecha, cayeron enfermos de malaria.
Tirados en sus jergones en su choza de barro, los ancianitos podían escuchar el golpeteo de latas y tambores de los sembradíos cercanos para espantar los pájaros que venían en grandes bandadas a comerse el maíz maduro. Skwebele no tenía a nadie que vigilara su campo. Tampoco podía pedir ayuda a sus vecinos, que bastante trabajo tenían con sus propios sembrados.
Pero, ¿estaba Skwebele realmente solo? Hacía tiempo él y su esposa asistían fielmente todos los sábados a la misión donde habían aprendido a amar y obedecer a Dios. Y entre tantas cosas hermosas, aprendieron el versículo de hoy. En los momentos en que la fiebre bajaba y Skwebele se despertaba, oraba a Dios reclamándole su promesa. Mientras tanto, los vecinos hablaban con curiosidad sobre los campos de Skwebele. Ningún pájaro se acercaba a su maíz. ¿Será porque ya se lo habían comido todo? Algunos fueron a investigar y comprobaron que las espigas se inclinaban pesadamente, llenas de grano. ¡Estaban intrigados!
Varios días después, cuando Skwebele se sentía un poco mejor, pudo sentarse y hablar con el grupo de vecinos que habían venido a verlo para averiguar su secreto. El ancianito les contó que él tenía un jardinero especial que vigilaba su campo. Ante la mirada de desconcierto de sus vecinos, les explicó que él había hecho un trato con el gran Dios del cielo. Él le entregaba la décima parte de sus cosechas y Dios se encargaba de prosperar sus sembrados. Skwebele explicó que era un ángel el que cuidaba su campo, y aunque no pudieran verlo, los pájaros sí lo veían, y por eso no se acercaban.
¡Qué sorpresa para Skwebele unos días después, cuando sus vecinos llegaron a la choza trayendo la cosecha de su campo! Pensaban que un hombre que tenía un ángel de jardinero merecía la ayuda de ellos también. ¿Qué te parece? ¿Vale la pena ser fiel a Dios? Gabriela
(Adaptación del relato “El muchacho jardinero de Skwebele”, de Nellia Burman Garber, El Amigo de los Niños, año 18, segundo trimestre de 1965, N° 15).
27 de enero
Puringa vendió su camisa
“Por eso les digo: Crean que ya han recibido todo lo que estén pidiendo en oración, y lo obtendrán” (Marcos 11:24, NVI).
Puringa era un misionero nativo que vivía y trabajaba en la misión en Nueva Guinea. Un día, Puringa le dijo al pastor que quería ir a las aldeas que están a orillas del río Ramu para predicar acerca de Jesús.
El pastor le dijo que la gente que vivía en ese sector del país era mala y peleadora. No obstante, Puringa estaba decidido. No fue fácil remar río arriba, soportando el arduo sol y los insectos. Pero Puringa nunca se hubiera imaginado la triste recepción de los habitantes de las aldeas.
–¡Vete de aquí! –gritaron–. Nosotros sabemos que eres de la Misión Adventista. Queremos seguir fumando y mascando nuez de areca. Queremos seguir comiendo cerdo y tener muchas esposas. ¡Fuera!
Con paciencia, Puringa les explicó que venía como un amigo, a contarles historias. Él no podía, ni quería obligar a nadie a creer en nada. Finalmente, los habitantes de las aldeas le permitieron quedarse, pero no como amigo, sino como un forastero. Esto significaba que Puringa tendría que comprar su comida, ellos no le darían nada.
Puringa no se desanimó. Oraba cada día, contaba historias, trataba de enseñar cantos. Trabajaba con amor, y mucha fe, pero sin resultados. Su dinero comenzó a escasear, y Puringa tuvo que vender primero su camisa, ¡y luego hasta sus pantalones! Todo para poder comer.
Finalmente, llegó la fecha en la que había prometido volver, y Puringa, reuniendo al pueblo, se despidió y les rogó que pensaran en sus enseñanzas. ¿Será que todo habría sido en vano? Al llegar a la Misión, Puringa no perdió la fe. Siguió orando y pensando en las personas que había conocido.
Meses después, se escuchó resonar por toda la Misión: “¡Puringa! ¡Ven!” Cuando Puringa fue corriendo, vio a los jefes de las aldeas donde él había estado. ¡Venían a pedir un maestro que les enseñara de Jesús!
La fe de Puringa lo hizo dar todo lo que tenía por Jesús. No lo olvides: aun cuando parezca no haber esperanza, sigue orando, sigue predicando, sigue entregando lo que tienes a su causa. Dios premiará tu fe, así como lo hizo con la fe de nuestro amigo Puringa. Cinthya
(Adaptación del relato “Puringa vendió su camisa”, de Walter Scragg, El Amigo de los Niños, año 2, cuarto trimestre de 1976, N° 4).
28 de enero
Metamorfosis: de oruga a mariposa
“No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta” (Romanos 12:2, NVI).
Era un príncipe de su país, hombre rico y muy importante. Fue a las mejores escuelas y tenía talentos extraordinarios, pero sentía que su vida no estaba completa.