Poder Judicial y conflictos políticos. Volumen I. (Chile: 1925-1958). Brian Loveman. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Brian Loveman
Издательство: Bookwire
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Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789560013767
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presidente Eduardo Frei Montalva (1964-1970), enfrentando al Tacnazo del 21 de octubre de 1969, debió recurrir a las medidas de excepción, decretando estado de sitio. Previamente había decretado un «estado de emergencia» para enfrentar la huelga ilegal de la Gran Minería de Cobre en noviembre de 1965 y de nuevo en 1966 en Antofagasta y Atacama, y decretaría otro «estado de emergencia», debido al «clima de inseguridad y alarma creados para alterar el orden institucional, lo que constituye calamidad pública», en noviembre de 196978.

      Por otra parte, algunas leyes habían otorgado atribuciones especiales al Poder Judicial que tenían amplias implicaciones políticas. Entre ellas, el decreto ley 425 sobre Abusos de Publicidad de 20 de marzo de 1925 (Diario Oficial 14.136 de 26, marzo, 1925). En ese decreto se establecieron diversos delitos: en el título III «De los delitos cometidos por medio de la imprenta u otra forma de publicación»; en el Título I, los artículos 12 a 16 se refieren a la provocación de delitos. El título II (art. 17) se refiere a las noticias falsas o no autorizadas; el título III. art. 18 se refiere a los delitos contra las buenas costumbres; el título IV en los arts. 19-22, se refiere a los delitos contra las personas (injuria, calumnia, desacato contra la autoridad, publicación, divulgación maliciosa de hechos relativos a la vida privada que, sin ser injuriosos o calumniosos, puedan producir perjuicios o graves disgustos en la familia...). En el título V, los arts. 23-24 se refieren a los delitos contra los Jefes del Estado o agentes diplomáticos extranjeros y en el título VI, en los arts. 25-31 se refiere a las publicaciones prohibidas y los casos de inmunidad. Es decir, la ley define delitos y establece las atribuciones del Poder Judicial respecto de un ámbito político especialmente sensible que tiene relación con la libertad de expresión.

      La Constitución también estableció el Tribunal Calificador de Elecciones que, aunque ejercía jurisdicción, no era parte del Poder Judicial. Los miembros del Tribunal Calificador de Elecciones (5 personas, elegidas por sorteo) serían seleccionadas: uno entre individuos que hubieran desempeñado los cargos de presidentes o vicepresidentes de la Cámara de Diputados; uno entre individuos que hubieran desempeñado los cargos de presidentes o vicepresidentes del Senado; uno entre individuos que desempeñaran los cargos de ministros de la Corte de Apelaciones de la ciudad donde celebraba sus sesiones el Congreso y dos entre individuos que desempeñaran los cargos de ministros de la Corte Suprema. Los tres miembros del Poder Judicial constituían la mayoría en el tribunal especializado que debía calificar todas las elecciones (art. 79).

      La judicatura chilena ejercía funciones esenciales en relación con el sistema electoral. La ley 9.334, de Elecciones, de 1949 estableció provisiones amplias contra el cohecho (arts. 138-140) y sobre reclamaciones electorales. El Poder Judicial debía dirimir las reclamaciones de nulidad en la organización y los procedimientos de las mesas receptoras o colegios electorales, en el escrutinio parcial de cada sección o en las que practicaren los Colegios Escrutadores (art. 98) y debía resolver en relación con los vicios y defectos que pudieran dar mérito para la nulidad, respondiendo ante el director del Registro Electoral, «quien tomará las medidas necesarias para conseguir su pronta remisión, y dará cuenta al presidente de la Corte Suprema» (art. 99). También debía pronunciarse sobre los desórdenes. Sería el juez de crimen el que debía tomar conocimiento de las actuaciones de los perturbadores del orden en el proceso electoral (art. 128). El Tribunal Calificador de Elecciones (Constitución de 1925, art. 79), conocía las reclamaciones electorales, determinaba en última instancia la inscripción (o no) de los partidos políticos, y calificaba las elecciones de senadores y diputados.

      Dicho de otra manera, institucionalmente, los miembros del Poder Judicial estaban ligados a los actos electorales como «árbitros» de las contiendas que surgieran sobre los resultados de las elecciones. Inclusive, tenían autoridad para definir qué grupos o sectores eran legítimos «dueños» de los nombres de los partidos políticos (como se ilustra en los capítulos que siguen) y la pérdida (o no) del derecho de sufragio de los ciudadanos, un derecho básico en una democracia.

      En 1948, la ley 8.987 de Defensa Permanente de la Democracia estableció, al igual que la Ley de Seguridad Interior del Estado (ley 6.026, 1937), que la jurisdicción para los procesos penales contra civiles por delitos contra el orden público y la seguridad interior del Estado, en primera instancia, correspondían a un ministro de la Corte de Apelaciones. La segunda instancia era el pleno de la Corte con excepción de ese ministro. Esta ley asignó al Poder Judicial funciones netamente político–represivas como parte de su jurisdicción, en nombre de la defensa de la democracia, que incluían desde la sanción de huelgas ilegales y la propaganda «comunista» hasta «la existencia, organización, acción y propaganda, de palabra, por escrito o por cualquier otro medio, del Partido Comunista, y, en general, de toda asociación, entidad, partido, facción o movimiento, que persiga la implantación en la República de un régimen opuesto a la democracia o que atente contra la soberanía del país [...]. Las asociaciones ilícitas a que se refieren los incisos anteriores importan un delito que existe por el solo hecho de organizarse» (art. 1).

      Al Poder Judicial, según esta legislación que estuvo vigente entre 1948 y 1958, correspondía sancionar a los grupos o personas que «por doctrina o de hecho» aspiraban a imponer un régimen opuesto a la «democracia». Aun cuando la ley 12.927 de Seguridad Interior del Estado (1958) eliminaba «algunas regulaciones notoriamente aberrantes» de la ley 8.987, hubo una importante continuidad, sobre todo en relación con las funciones judiciales con relación a la protección del «orden público» y «seguridad interior del Estado»79.

      Una vez más, no sin excepciones, el Poder Judicial prescindía de ejercer las atribuciones constitucionales que le otorgaba la Carta de 1925 para defender la libertad ciudadana frente a los actos represivos del Ejecutivo. La Corte adoptó una interpretación casi literal del principio de separación de poderes, reforzada por un Código Orgánico de Tribunales que ordenaba «no mezclarse en las atribuciones de otros poderes públicos» (art. 4)80.

      Desde la década de 1930, la Corte Suprema resolvió que no le estaba «permitido pronunciarse sobre si la delegación de las facultades legislativas excede o no a las facultades asignadas por la Constitución al Congreso Nacional [...] en general la arbitrariedad inevitable de los poderes atribuidos a los cuerpos superiores del Estado solo se limita por simples doctrinas que inspiran la razón y buen sentido público ante la necesidad de mantener un equilibrio entre los distintos organismos constitucionales»81.

      Asimismo, en 1933 la Corte declaró: «No está dentro de las facultades de la Corte Suprema, en los recursos de inaplicabilidad decidir ni aun en casos determinados, si el Poder Legislativo ha podido delegar sus funciones, como lo hizo por medio de la ley 4.945, que fue cumplida por quien no es tribunal de justicia, dictando decretos con fuerza de ley»82. En la práctica, la investigación del profesor Julio Faúndez refiere que entre 1925 y 1946 la Corte Suprema rechazó casi el 90 por ciento de los recursos de inaplicabilidad y que esta tendencia seguía hasta 197383.

      Esta tendencia se mantuvo, a pesar de la doctrina en contrario, expresada elegantemente por Patricio Aylwin en la presentación de un libro de Elena Caffarena de Jiles en 1957:

      La regla que prohíbe al Poder Judicial mezclarse en las atribuciones de los otros Poderes Públicos, contenida en una ley y no en la Constitución Política, no es absoluta. Esa regla admite excepciones y una de éstas es, precisamente, la que tiene lugar con respecto a los actos que privan a una persona de su libertad personal. Aunque provengan de una autoridad administrativa en ejercicio de atribuciones otorgadas por la ley, estos actos, en cuanto atentan contra la libertad personal, son susceptibles del recurso de amparo ante los Tribunales Ordinarios competentes, puesto que la propia Constitución Política y el Código de Procedimiento Penal han establecido y regulado este recurso contra todo acto que importe privación de esa libertad. Es lo que han resuelto acertadamente nuestros tribunales respecto a la internación de una persona en un manicomio ordenado por la autoridad sanitaria. No se ve por qué razón haya de procederse de un modo diferente tratándose de atentados contra la libertad personal provenientes de otras autoridades84.

      A pesar de la tendencia dominante al interior del Poder Judicial, contraria a la opinión de Aylwin, existieron durante casi todo el período