Dolor. Francisco Panera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Francisco Panera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418726187
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      Juanón dudó en responder, esperanzado que fuese una simple cuestión retórica a la que el patrón daría repuesta, pero no era así. Aquel hombre iba a llevar la humillación hasta el final.

      —Quizá porque usted lo impide.

      —Así es, porque correspondo a la lealtad con protección. Entre nosotros, Juanón, te confieso que esa guerra demasiada sangre ya le ha costado a España para el beneficio que se espera obtener, pero así es la política. Aunque también es política mantener las infraestructuras necesarias para el funcionamiento de un país, y las minas por supuesto que lo son, por eso muevo los hilos pertinentes para que mis trabajadores no tengan otra cosa en su cabeza que extraer mineral y procurar el pan de sus hijos. Así que espero que nadie me tome por un pusilánime. Si no hay lealtad, no hay protección.

      —Pero mi hijo es muy joven para ir a filas.

      —Eso está por ver. Mientras la guerra se alarga y se alarga y, si no es ahora, puede ser el año que viene. Por cierto, ¿qué edad tiene, Juanón?

      —Treinta y cinco.

      —Pues incluso alguien como tú podría ser requerido para el ejército si aquí resultase prescindible.

      —Le ruego que recapacite. Hablaré de nuevo con mi hijo y le expondré la necesidad de que se incorpore a la mina.

      —A mí no me tengas esperando. Dime ahora si tengo o no un minero más.

      —Lo tiene.

      El patrón esbozó una sonrisa, rebuscó en la caja de cigarros uno que había visto ligeramente deteriorado y se lo ofreció a Juanón.

      —Tranquilo, lo puedes guardar para después y fardar delante de tus compañeros de que el patrón y tú fumáis el mismo tabaco. ¿Has visto como no ha sido tan difícil entendernos? Solo era cuestión de hablar.

      —Sí, patrón.

      —Es posible que te preguntes a qué viene por mi parte tanto interés en contar con tu hijo para la mina…

      —Bueno, no lo sé, la verdad.

      —Piensa en lo que dije antes. En el fondo, aquí somos una especie de empresa familiar y todos los varones de Dolor y sus hijos tienen con su esfuerzo el deber de que esta empresa no decaiga. Vosotros ahí abajo no lo veis, pero vienen tiempos difíciles y he estado tentado en reducir gastos. No de prescindir de ningún trabajador, todos son necesarios, pero sí de rebajar ligeramente el sueldo. Es una cuestión que llevo tiempo meditando ¿y sabes quién me ha desvelado la solución?

      —No, señor.

      —Mi señora esposa, ¿qué te parece? Ella me ha hecho ver que rebajar el salario a mis empleados, además de ser una medida impopular, no sería justo. ¿Por qué deberían verse resentidas vuestras economías si lo logro evitar? Máxime cuando siempre he percibido vuestra lealtad. Es por ello por lo que los jóvenes que entren trabajar, tras un par de meses a prueba, en los que no cobrarán, puesto que se están formando, pasarán a cobrar medio jornal hasta que la situación mejore y siempre que sigan viviendo a cobijo de la casa paterna. No sería de recibo que un joven, con intención de formar un hogar, una familia, cobrase medio jornal, en tal caso, lo hará como cualquier otro.

      Tras la explicación, los dos se quedaron en silencio. De sobra sabía don Gil que les sería muy difícil, por no decir imposible, echar por tierra sus intenciones. Durante todos esos años, los que allí trabajaban se habían mantenido al margen de los movimientos obreros que pugnaban en casi todas la minas de alrededor por la defensa de los derechos de los trabajadores. La mayoría de los que allí estaban habían sido labradores y pastores, con escasos o nulos recursos. El trabajo en la mina de Dolor, aun siendo duro, les había reportado tener un techo, incluso adecentar una parcela de terreno para tener una pequeña huerta, un corral… el precio por vivir allí sería la sumisión total.

      —Y ahora que nos hemos entendido, puedes irte a casa, ya no te entretengo más.

      —Sí, señor.

      Cruzó Juanón el despacho hasta la puerta, abrió el picaporte, pero se quedó quieto, pensativo. El patrón que le había seguido con la mirada, dudó ante ese gesto de que no estuviese dispuesto aquel a presentar otra evasiva.

      —¿Ocurre algo?

      El minero cerró la puerta, se giró y caminó de nuevo hacia la mesa de su jefe.

      —Una última cosa. Ya que Gabriel, el capataz, le puso al día de mi situación, quizá le hablase de mi hijo pequeño.

      —¿De tu hijo pequeño?

      —Es muy buen estudiante y el maestro nos ha recomendado que lo mejor sería mandarlo a los frailes agustinos. Me preguntaba si usted podría recomendarle por carta al director de ese instituto. El maestro nos ha dicho que, aunque juntásemos el dinero, seguiría siendo complicado que lo aceptasen.

      —Bueno, eso es cierto, otra cosa es que fuese a cargo de la beneficencia, o a cuenta los frailes con objeto de que el mozo acabe de cura, pero claro, siendo hijo tuyo… vocación no tendrá mucha, ¿verdad?

      —Me temo que no, pero es muy inteligente y asegura el profesor que podría ser médico o ingeniero.

      —La verdad es que cuando has empezado a hablar he pensado: «Este cabrón todavía te va a pedir dinero», pero ya he visto que me equivocaba —afirmó soltando seguido una ligera risa—. Reconozco que tienes cojones y, mira, aunque Dios tenga dispuesto para los hombres destinos distintos por su condición, tal y como debe ser, me gustan los tipos valientes y, sobre todo…, ¡leales! No lo olvides.

      —Sí, señor, leales.

      —Cuenta con esa carta, que aquí estamos para ayudarnos en lo que buenamente se pueda. Hablaré con el maestro ese y valoraremos a qué institución debe ir a proseguir con sus estudios, Quien sabe, sería posible que tu hijo…

      —Ramiro.

      —Que tu hijo Ramiro acabase siendo un prominente ingeniero de minas. ¿Te lo puedes creer? Imagínalo en un despacho como este.

      —Gracias, señor. El tiempo dirá.

      —Pues buenas tardes y cierra al salir.

      El dueño de la mina se quedó ciertamente satisfecho. Por una parte, pensaba ir empleando argucias similares con el resto de mineros siempre que le conviniese, en el fondo estaba harto de escuchar de sus iguales que era demasiado indulgente con sus asalariados. Tampoco les hacía demasiado caso y observaba en ellos un cierto recelo, pues cada poco o tenían huelga o algún tipo de conflicto en sus pozos, algo que a él también le sucedía en otras explotaciones, excepto en Dolor, y estaba por ver si ocurriría o no ahora que estaba dispuesto a limar gastos en los salarios. Pero después de darle el discurso a Juanón, a quien tenía por uno de sus mejores trabajadores, casi que se emplazó a creerse, aunque solo fuera un poco, aquello de que debían ser como una familia, máxime que iba a ayudar con una recomendación para que el hijo de un minero recibiese una buena educación. Dinero no le había pedido y en ningún caso le habría dado un solo real, ahora que en la casa de Julio entraría otro jornal o, mejor dicho, medio jornal a cuenta de su hijo.

      Juanón, en casa, expuso todo lo sucedido a Julio e Isabel. Tras escucharlo, todos quedaron en silencio, aceptando la voluntad del patrón. Con suerte, el destino de Ramiro podría ser otro.

      Julio llevaba un mes trabajando en la mina y desde el primer día quedó a cargo como aprendiz de uno de los entibadores más veteranos, un tipo que a la par que no decaía en su productivo ritmo de trabajo a lo largo del turno, tampoco lo hacía con los sorbos que regularmente le daba a la bota de vino, como si aquel fuese el combustible que mantenía en marcha su actividad. Por ello, mantenía un estado ebrio más o menos constante, pero ese era su estado natural, una cualidad propia y nadie lo recordaba de otra manera. Una cuestión que no presentaba en apariencia problema alguno ni para la realización de su tarea ni para su relación, siempre cordial, con los demás.

      A Julio le sorprendió las enormes cantidades de vino y orujo que