Dolor. Francisco Panera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Francisco Panera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418726187
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mayores y teniendo once años, hacerle pasar otros tres sin progresar, le parecía un desperdicio. Es por ello por lo que aconsejaba insistentemente a sus padres, que valorasen la posibilidad de enviarlo a estudiar con los frailes agustinos en León. Todos tenían muy claro que Ramiro no iría para cura, pero solo de esa manera adquiriría cultura y no estaría condenado a ser minero.

      —¡Quien sabe! —le animaba su madre—, quizá podrías ser maestro… o médico.

      —O ingeniero de minas —apuntaba Juanón—, nuestra tierra está horadada de ellas y podrías ganar un gran sueldo sin tener que irte lejos.

      —Ya, pero… no sé si aguantaré tanto tiempo allí solo —les respondía disimulando la congoja que le daba ausentarse de su hogar.

      —No te diré que no sea duro, hijo, porque lo será —aseguraba Juanón—, pero vendrás en Navidad y verano y te prometo que, al menos un par de veces a lo largo del curso, nos acercaremos a verte a León. Además, harás nuevos amigos, piensa que todos estarán en una situación similar a la tuya, al ser un internado. Tenemos que aprovechar la ocasión de que tanto tu maestro como don Gil nos brindan redactando sendas cartas de recomendación en las que aseguran que tu educación es una inversión a futuro.

      —Eso no lo he entendido bien, padre.

      —Pues que el patrón igual te ve con posibilidades de ser uno de sus ayudantes en la mina y si no fuese en esta, fíjate la de ellas que hay.

      —No sé… Yo creo que lo que me gustaría es ser maestro, como don Víctor.

      —Calla, calla, maestro no, hombre, ¿no ves que tampoco salen de pobres? Ya de estudiar, es mejor apuntar más alto.

      Julio, por su parte, no decía nada, pues, aunque valoraba el interés y sinceridad de don Víctor, sabía que los argumentos de don Gil no eran tan benévolos. Todo se había desatado un par de semanas atrás, justo antes de que él empezase a trabajar en la mina.

      Varias veces el patrón, y otras el Mastín, apodo con el que en Dolor se referían a Gabriel, el capataz, siempre, claro está, que no estuviese delante, habían sugerido a Juanón lo conveniente de que Julio, un mozo fuerte y casi con la complexión de un hombre, comenzase ya a trabajar en la mina.

      Juanón esquivaba el asunto, sabedor de que solo a regañadientes aceptaría su hijo bajar al pozo, pues en varias ocasiones le había trasladado a su padre el pavor que sentía solo de imaginarse descendiendo a las profundidades de la mina. Julio no ofrecía una simple excusa, pues varios de los mineros sufrían del mismo mal y se pasaban más de la mitad del turno rezando entre dientes. Cada vez que bajaban, que hacían explotar una carga de dinamita; cuando, como gatos, se adentraban en galerías medio derruidas para extraer arrastras el mineral.

      La excusa de Juanón ante el capataz para eludir convertir a su primogénito en un minero más, era que ya que se habían hecho con un puñado de cabras y que la huerta empezaba a rendir a cuenta del trabajo que tanto su esposa e hijo le dedicaban, no era necesario que se dedicase, como él, a la minería y que, por el contrario, para su familia era mucho más conveniente que las cosas siguiesen como estaban. Si las cosas no iban mal, Julio podría ir aumentando el rebaño y bajar a Villanueva, a fin de cuentas, allí estaba también su casa, aunque ahora sus tíos Andrés y Elisa, la usasen como establo y cobertizo. Por otro lado, el maestro de Villanueva estaba empeñado en que Ramiro se fuese a estudiar a León. Todo el esfuerzo de los tres en casa iría dedicado a conseguir una educación de gran nivel para el pequeño de la familia.

      Don Gil, en una de sus visitas quincenales por la explotación, fue conocedor por el Mastín de las intenciones de Juanón y debió pensar en que aquel minero tenía demasiados sueños, así que le trasladó al capataz la orden de que Juanón acudiese a entrevistarse con él cuando terminase su turno de trabajo en los barracones que en los primeros tiempos de la mina pernoctaban los trabajadores y donde ahora se habían instalado un par de despachos.

      —Pasa, Juanón, y toma asiento. Me dice Gabriel que no quieres que tu hijo sea minero. ¿Tan mal te hemos tratado?

      —Eso no es así, señor. Ya le expliqué al capataz la situación en la que nos encontramos. Hemos comenzado a cultivar una pequeña huerta y eso hace que…

      Juanón se detuvo en explicaciones al ver que el patrón, recostado sobre la silla de su despacho le hacía un gesto con la mano para que se callase mientras encendía un cigarro, retomando la conversación tras una pausa en la que profirió unas intensas caladas al cigarro y que llenaron con una densa nube de humo el despacho.

      —Estoy al corriente de tus excusas y, la verdad, no quería creer lo que el capataz me contaba. Ahora que las oigo de tu boca, lamento que todo no se debiese a un malentendido. Te tenía en mejor consideración.

      El aludido fue a intervenir, pero un nuevo gesto del dueño de la mina le hizo refrenarse.

      —No entiendo cómo puedes ignorar todo lo que he hecho por ti, ¿o ya no te acuerdas en el lío que te metiste cuando aquella huelga en Matallana? Solo te había mandado a recoger las bombas de agua que reparaban en los talleres del lavadero de carbón y aún no comprendo cómo cojones te pudiste involucrar con algo que ni te iba ni te venía. Si no es por mí, Juanón, no te libras de caer preso y, por consiguiente, perder tu trabajo, dejando a tu familia sin un puto techo. Ahora me dices que tienes una huerta y creo que no entiendes nada. Verás, Juanón, verás, tú y tus compañeros no tenéis nada aquí, ¿entiendes? ¡Na-da! Las casas que levantasteis están edificadas sobre terreno de mi propiedad, esa huerta que dices que tienes y para la que deseo toda clase de venturas —hizo una pausa para reírse de su propia expresión— también es mía. ¿Y acaso os cobro una renta? ¡No! Y no lo hago porque sé que no podríais pagarla. Os doy un trabajo, un lugar donde vivir, un techo bajo el que cobijaros y, a cambio, solo pido una cosa: lealtad. ¿Sabes qué significa esa palabra? Ahora sí que puedes contestar.

      —Sí, señor, claro que lo sé.

      Don Gil había logrado mantener a raya siempre cualquier reclamación de sus subordinados. No le era difícil ganarse la lealtad, como decía, teniéndolos a todos pendientes de su voluntad y capricho, máxime cuando, con los años, aquellos mineros que solo ocupaban barracones, lo hicieron en humildes casitas con las familias que empezaban a conformar. Dolor era su capricho. Fue la primera explotación minera que tuvo en la provincia y por sus características logró que la marea de la lucha obrera no llegase hasta allí. Solía trasladar desde alguno de sus otros pozos a algunos de los trabajadores en los que veía que no prendería nunca la chispa revolucionaria. Confeccionando una plantilla que, para él, era un experimento vivo, un auténtico rebaño al que podía mantener al margen de las convulsiones que se extendían por el resto de valles mineros.

      Para Juanón, su prioridad era buscar la manera de evitar que su hijo fuese uno más de sus compañeros de galería, pero ¿cómo hacerlo? Ya conocía de sobra las estratagemas de don Gil y su credo casi mesiánico, al verse como un padre benefactor de sus mineros. Le corroía por dentro sentirse uno más de aquellos corderos, pero, de momento, se mantenía paciente, a la espera de que llegasen días propicios y el cordero pudiese revelarse como lobo.

      Pero cuando el patrón expuso claramente sus intenciones, las dudas se le disiparon enseguida y supo que no tenía más salida que aceptar su voluntad.

      — …Y yo he respondido a vuestra lealtad con mi amparo y protección. Vamos a ver, ¿conoces a alguien que trabaje para mí o que dependa de los que trabajan para mí que haya sido llamado a filas?

      —¿A filas?

      —Sí, a filas, no me pongas esa cara de bobo que parece que no supieses que hay una guerra en Marruecos y la patria necesita cada poco reemplazar sus fuerzas allí destinadas.

      Juanón empezó a vislumbrar a dónde le iba a llevar. Desde luego que sabía que aquella guerra era un desastre, una carnicería a la que solo iban los pobres, sobre todo desde que el Gobierno dictaminase que se podía eludir la prestación del servicio militar aportando una cantidad de dinero, algo únicamente al alcance de las clases pudientes.

      —No, señor, a nadie. De los