Dolor. Francisco Panera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Francisco Panera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418726187
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su explotación de cobre y cobalto, principalmente. Para mantener tal situación, se limitaba a ofrecer a sus asalariados un jornal similar al que ganarían en cualquier otra mina, pero con el añadido de poder instalarse allí si ellos se construían un hogar. A fin de cuentas, aquellos parajes en las alturas nunca habrían tenido otro destino que servir de pasto al ganado, por eso muy pocos de sus empleados abandonaron por otro aquel trabajo. Casi todos los mineros asumían que sus hijos serían su relevo a futuro en la mina y las buenas palabras de don Gil, asegurando que todos podrían convivir como una familia, aunque no les convencía por lo ventajista de tal aseveración, tampoco les despertaba la necesidad de abandonar la seguridad de un humilde techo y un menguado pero regular jornal.

      Así que los críos de Dolor tuvieron una infancia feliz. Aunque se levantó una escuela en la aldea, esta hubo de cerrar al año porque ningún maestro estaba dispuesto a subir a diario hasta aquellos parajes y no fueron capaces de convencer a ninguno para que residiese en aquel pequeño espacio. Por tal motivo, todas las mañanas, cuando el invierno suavizaba su crudeza y las nieves deshelaban, el tropel de una docena de críos, entre los seis y doce años, bajaba a la escuela de Villanueva de la Cueva.

      Julio llevando siempre de la mano a Ramiro, escoltado por sus amigos los mellizos Fernando y Gabrielín. Estos, que tenían un par de años menos que Julio, eran los hijos de Gabriel, el guarda de la cueva, el único hombre que no doblaba el espinazo en Dolor. Sus funciones eran simples, era la voz y la mano del patrón cuando no estaba. Mantenía el orden y hacía también de capataz, pero sin bajar al pozo.

      La diferencia de años de Ramiro con su hermano no supuso inconveniente para mantenerse unidos también a la hora de jugar. Ayudaba mucho que los mellizos hiciesen de puente entre sus edades. Los cuatro conformaban un grupo muy unido, en el que, obviamente por edad, Julio llevaba la voz cantante, pero era curioso como los mellizos pugnaban por ganarse un supuesto segundo puesto de mando, algo que casi nunca sucedía y que, normalmente, terminaba en pelea.

      Llegada la primavera y, aprovechando que las tardes se alargaban en horas de luz, solían quedarse a jugar al salir de la escuela, antes de emprender la ascensión hasta Dolor. Una tarde, no muy distinta de otras, los mellizos porfiaban como de costumbre por ver quién ostentaba el segundo puesto de mando. A Julio le daba igual decantarse por cualquiera de los hermanos, al tenerlos enfrentados no discutirían su poder que, al fin y al cabo, solo le servía para algunos juegos, pues cuando el grupo no estaba por la labor de seguir sus directrices, nadie lo hacía. La solución la propuso el más pequeño del grupo, pero que bien daba muestras de ser el más espabilado y sagaz, posiblemente por todo lo que aprendía de aquellos chicos mayores.

      —Una semana cada uno.

      —¿Que dices, Ramiro? —le cuestionó Fernando.

      —Una semana tú eres capitán y otra Gabrielín.

      —Eso no funciona así. El mando no se ejerce por turnos —apuntó Fernando.

      —Pues a mí no me parece mal. Yo voy a seguir siendo el general y así no perderemos el tiempo siempre con vuestras peleas —apuntó Julio.

      —¡Eso!, porque, además, siempre quedáis empate.

      —¡Cállate! —ordenaron a Ramiro los mellizos a un tiempo.

      —¡Silencio, soldado! No se puede hablar así a tus superiores —ordenó Julio a su hermano, haciendo valer el rango que cada uno de ellos ostentaba.

      —¡Este soldado debe ser juzgado! —señaló Gabrielín.

      —Eso es. Hay que hacerle un consejo de guerra, señor general —corroboró Fernando.

      —¡Vuecencia! Así es como debes dirigirte a un general. ¿Cuántas veces más te lo tengo que decir? —censuró Julio.

      —¡Uf! Un montón. Fernando no se lo aprenderá nunca, pero Gabrielín sí que se lo sabe. No le hagas capitán, Julio, que no tiene ni idea —comentó divertido Ramiro.

      Aquel mocoso con solo seis años sabía muy bien qué teclas tocar para mantener animada cualquier reunión. Fernando le respondió con un gesto amenazante con el puño mientras profería algún exabrupto entre dientes. Antes de que el asunto terminase en una nueva riña, Julio tomó una determinación.

      —Uno será comandante y el otro capitán. Si el capitán se lo gana durante la semana, sustituirá al comandante al domingo siguiente.

      —¿Y quién empieza de comandante? —preguntó Fernando, aceptando la decisión del mayor del grupo.

      —Gabrielín, que sabe cómo tiene que dirigirse a su mando y es mayor que tú.

      —Sí, ya, mayor solo por diez minutos —protestó Fernando contrariado.

      —Quince —corrigió Gabrielín—. Soy un cuarto de hora mayor que tú, ya lo sabes.

      —Bueno, eso dice padre, pero a veces duda, habría que ver qué es lo que diría madre…

      Una cuestión que no podría ser resuelta. Huérfanos de madre desde los tres años, mantenían un recuerdo muy vago y difuso de la figura materna que era enriquecido tanto por uno como por otro al arbitrio de su imaginación, conformando entre ambos y en las pocas referencias que el padre hacía a su recuerdo, una personalidad y carácter que variaba según las circunstancias y el paso del tiempo.

      —¡Silencio, capitán, y cuádrese ante su comandante! —ordenó Julio a Fernando.

      —Eso, eso, que se cuadre. Que se cuadre… ¿y qué es cuadrar, Julio? —preguntó Ramiro.

      —Pues ponerse firme —respondió.

      —Eso no vale, vosotros os saltáis las reglas. El soldado Ramiro no te puede hablar así —protestó Fernando, que se había cuadrado marcialmente delante de su hermano y ambos se saludaban con gesto militar.

      —Por eso le vamos a hacer un consejo de guerra —concedió Julio.

      —Vale —asintió conforme Ramiro—. ¿Y yo qué hago?

      —Tú estar sentado y callado, ¿no ves que es un juicio? —le indicó Gabrielín.

      —A mí, como general, me corresponde ser el juez. El capitán será quien le acuse y el comandante será su abogado.

      Gabrielín se acercó hasta una montonera de trastos y desechos que depositaba la gente del pueblo, no muy lejos de donde estaban. Entre aperos rotos e inútiles, alguna olla abollada y cualquier artículo que sus dueños desistiesen de seguir aprovechando y apilasen allí para cuando pasase cualquier trapero o buhonero y se hiciese con parte de aquel material si consideraba que lo podía aprovechar, recordó el mellizo haber visto algo sumamente interesante. Seguidamente, regresó con un casco bastante antiguo de la mina que, seguramente por estar abollado y sin las cinchas de correaje, había sido desechado.

      Con ayuda de su navaja, rayó la superficie al frente, intentando dibujar algo parecido a una estrella de ocho puntas. Como quiera que el galón que pretendía marcar no le quedó demasiado bien, optó por escribir con la punta de la pequeña navaja, debajo de la estrella, el grado de quien portaría aquel casco: comandante.

      —Así cada vez que cambiemos de graduación, el comandante será reconocido por este casco.

      A Julio le pareció muy buena idea, así que Gabrielín se puso el casco de comandante y retomaron el juego. Improvisaron una sesión de juicio sumarísimo ante la fuente que no duraría más de cinco minutos, en la que Fernando solicitaba la pena de muerte para el reo y, por el contrario, el comandante pedía clemencia para el soldado a cambio de enviarlo a la guerra de Marruecos.

      —A Marruecos no puede ser —corrigió Fernando a su hermano—, porque luego hay que jugar a esa guerra para que lo maten y nadie quiere hacer de moro… ¡Hay que fusilarlo!

      Curiosamente, hasta el abogado del desdichado reo, que sentado en la fuente y sin parar de balancear las piernas que aún no le llegaban al suelo, sonreía ante las evoluciones que iba adquiriendo su juicio, asintió dando por bueno aquel argumento. Otro día jugarían a