Dolor. Francisco Panera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Francisco Panera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418726187
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parecía meditar su respuesta.

      —¿Me matáis ya?

      —¡Silencio! —exclamaron de nuevo al unísono los mellizos, ante el inminente fallo del juez..

      —Soldado Ramiro, yo te condeno a muerte.

      —¡Justicia, justicia! —proclamaban los mellizos, abogado y fiscal, que ya se preparaban para ejecutar nuevos papeles en el juego.

      —¡No, por favor! Tengo ocho hijos… no me maten —suplicaba el reo, entrelazando sus manos y postrándose de rodillas ante el general, adoptando un papel a todas luces creíble a los ojos de sus amigos, algo que agradecieron.

      —¡La justicia es la justicia! —proclamó Julio, el general.

      Caminaron por la cuesta que lleva al cementerio. En primera posición lo hacía Ramiro, que fingía llevar las manos atadas. Tras él, y solo para la ejecución, caminaba Gabrielín, que solo para esa cuestión sería uno de los soldados que integrase el piquete de fusilamiento. Una vara de avellano en su mano hacía de fusil y a cada pocos pasos le clavaba el cañón en la espalda al prisionero quien, al sentirlo, avanzaba más deprisa. Cerraban la comitiva el general y el capitán.

      Colocaron a Ramiro apoyado en uno de los muros laterales donde les daba la sombra y el comandante indicó al capitán que cumpliese con la sentencia.

      —Pelotón, ¡firmes!

      Gabrielín obedeció la orden de su hermano como único integrante de aquel supuesto piquete de ejecución.

      —Apunten…

      —Esto está mal… tenéis que vendarme los ojos.

      —Tu cállate —ordenó Fernando irritado. Gabrielín, cerrando un ojo para apuntar con el otro mejor a través de un supuesto punto de mira en el cañón, seguía apuntando con su vara de avellano hacia el pecho de Ramiro.

      —Capitán, la ejecución debe hacerse como es debido —corrigió Julio.

      —A la orden de vuecencia, mi general. Pelotón, descansen armas.

      Fernando caminó hasta Ramiro y, extrayendo un pañuelo de su bolsillo, lo estiró para vendarle los ojos. Ramiro presintió que aquel trapo no estaría muy limpio lamentando la observación hecha, y más al sentir como los dedos de Fernando le producían pequeños tirones de pelo al anudarle el pañuelo en la cabeza.

      —¡Y también tiene que venir un cura a confesarme! —volvió a solicitar.

      —No, ya te confesaron en los calabozos —corrigió su hermano presintiendo que Ramiro no buscaba más que enredar.

      —Pues un último deseo… a eso sí que se tiene derecho, ¿no?

      —Vale, venga —consintió Julio.

      Fernando volvió a tomar el mando de la ejecución.

      —¿Tiene el reo una última voluntad?

      —Sí, mi capitán, la tengo. Quiero cantar una canción.

      —Adelante.

      «Cuando paso por tu puerta

      parto pan y voy comiendo

      porque no diga tu madre

      que con verte me mantengooo…».

      —¿Ya? —preguntó Fernando al ver que Ramiro hacía una pausa.

      «Toma, que te doy

      que te traigo, y que te llevo.

      Toma, que te doy

      caramelitos de Oviedo.

      Caramelitos de Oviedo

      y galletas de Gijón

      las mantecadas de Astorga

      y las peras de Leóóón».

      —Esa es muy larga, ¡ya es suficiente! —protestó Fernando.

      —¡Es mi última voluntad!

      «Me llamaste pobre y fea,

      yo en el alma lo sentí.

      Si yo fuera rica y guapa

      no me peinabas asííí».

      —Pelotón… ¡firmes!

      «La fuente que cría berros

      siempre tiene agua fría.

      La niña que tiene amores

      siempre está descoloridaaa».

      Julio y Gabrielín sonreían divertidos al ver como a Fernando se le iba de las manos la ejecución.

      —Pelotón… ¡apunten!

      «Tengo penas y alegría,

      tengo dos males a un tiempo

      cuando la pena me mata

      la alegría me da alientooo».

      —Pelotón… ¡fuego!

      Gabrielín se reía y con su risa el casco, que le quedaba excesivamente grande, bailaba en su cabeza, bajándose cada poco dificultándole la visión, cuestión que exageraba para no poder disparar, además quería probar la paciencia de su hermano. Mientras, Ramiro…

      «Allá va la despedida

      metida en una cereza.

      No canto ni bailo más

      que me duele la cabezaaa».

      —¡Fuego he dicho! ¡Disparen! ¡Fuego!

      Fernando gritaba su orden colérico al ver que nadie se lo tomaba en serio, estaba a punto de arrojarse sobre su hermano al verlo reír cuando este, por fin, cumplió con la orden.

      —¡Pum!

      Ramiro se echó las manos al pecho, intento balbucear algo, pero dobló las piernas. Los tres le miraban constatando que, efectivamente, estaba representando una buena muerte. Finalmente, se desplomó en el suelo farfullando algo…

      —Capitán. El reo aún no ha muerto, dele el tiro de gracia —ordenó Julio.

      Entonces, el herido pareció retomar tímidamente las fuerzas al ver por debajo de la venda de sus ojos que se había aflojado, que con paso ceremonioso se acercaba el capitán para rematarle, consiguiendo pronunciar entre dientes:

      «Toma, que te doy

      que te traigo, y que te llevo.

      Caramelitos de Oviedo

      y galletas de Gijón

      las mantecadas de Astorga

      y las peras de Leóóón».

      Julio y Gabrielín estallaron en risas, Fernando, por su parte, se situó al lado del herido, fingió extraer de una cartuchera una pistola imaginaria, la martilló, apuntó y disparó.

      —¡Pum!

      La copla de Ramiro ya había concluido, pero Fernando seguía enfadado.

      —¡Pues toma que doy yo también! —y empezó a canturrear también al tiempo que le cosía a patadas en el costado y piernas, mientras Ramiro se revolvía.

      «Que te traigo y que te llevo

      unas buenas hostias desde Oviedo,

      ¡y patadas de Gijón!».

      —¡Capitán! Un respeto por los muertos. Está pateando un cadáver —observó Julio irónico.

      Ramiro se incorporó rápido echando a correr dolorido, mientras su hermano y Gabrielín seguían riendo.

      —Con ese mocoso no se puede jugar a nada serio —protestó Fernando dando por suficiente el castigo infligido al reo.

      —¿Subimos ya? Si llegamos tarde, padre repartirá unos cuantos garrotazos —observó Gabrielín.

      —Hay