Dolor. Francisco Panera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Francisco Panera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418726187
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      —Vale, pero se la queda Ramiro —contestó Fernando buscando la aprobación de Julio.

      —De acuerdo. ¡Ramiro, Ramiro! —gritó Julio a su hermano que se mostraba receloso de volver con el grupo, por evitar las patadas de Fernando—. Ven, anda, que no te va a pasar nada. Jugamos al escondite y tú te la quedas.

      —Vale —respondió el benjamín corriendo a saltos hacia sus amigos, encantado de que contasen con él para jugar, de la forma que fuese.

      —Te apoyas en la fuente y cuentas cien —le ordenó Fernando.

      —¿Cien? Eso es mucho, no vale.

      —Te callas.

      —Además, cuando paso de sesenta me equivoco. ¡Es lo más difícil!

      —Bueno —terció Julio—, es verdad que no cuenta aún muy bien y, si lo hace mal, nos fastidia el juego. Que cuente hasta cincuenta, pero despacio.

      —Eso, eso, hasta cincuenta y lo hago muy despacio, así: uno… dos… tres… cuatro…

      —Vale, cállate ya. Te apoyas en la piedra de la fuente cerrando bien los ojos y vas gritando los números en alto, que te oigamos bien. Venga, ¡empieza!

      —Los mellizos echaron a correr con Julio. En cuanto se alejaron de la plaza del lavadero, se dispersaron. La norma habitual era no salir del recinto de casas, pero Fernando se enmendó en no ser descubierto, además sabía que en el cementerio sería el último lugar en el que miraría Ramiro, pues si bien fingía indiferencia al pasar junto él, nunca se había atrevido a entrar, como hacían otros críos del pueblo.

      Julio se metió en un portal cercano. También estaba seguro de que su hermano no se acercaría por allí, pues en la penumbra de la puerta dormitaba un enorme mastín y le tenía miedo. Julio, por su parte, mantenía una relación estupenda con todos los perros del pueblo, así que sabía que, cuando el perro lo viese, con unas simples caricias se aseguraría su discreción y los ladridos no le delatarían.

      —Trece… catorce… quince…

      Estaban ya casi todos escondidos y se les empezaba a hacer demasiado larga la espera del contar de Ramiro.

      Gabrielín tomó la dirección contraria a su hermano. Si este se perdió por la cuesta corriendo hacia el cementerio, su mellizo lo hizo hasta la última casa de Villanueva en dirección al arroyo. Allí, una parte de la huerta estaba bastante descuidada, con hierbas altas y era un lugar propicio para, estando tumbado, ver si se acercaba Ramiro sin ser descubierto. Cuando estuviese cerca, solo tenía que sorprenderle saliendo de improviso y corriendo hacia la fuente, seguro de que llegaría antes que él a tocarla y librarse de perder.

      —Veintinueve… treinta…

      Se le puso el corazón en un puño al escuchar una voz a su espalda, pero al girarse y descubrir quién era se quedó más tranquilo.

      —Si estás jugando al escondite, este no es un lugar en condiciones, sígueme y te enseño uno que te serviría para siempre. En él nunca te encontrarán.

      —Cuarenta y nueve y… ¡cincuenta! Allá voy.

      Ramiro se frotó los ojos para hacerse de nuevo a la luz. Los había mantenido bien cerrados, como le habían ordenado. En la plaza no había nadie, permaneció unos segundos pensativo, suponiendo que sus amigos le estarían mirando. Finalmente, echó a correr por la cuesta hacia las últimas casas, prevenido por si se los encontraba al doblar cualquier esquina, cuando sintió la voz de su hermano que, sin ser visto por él, había salido de su escondrijo y ya se entraba en la fuente.

      —¡Por mí!

      —Vaya —refunfuñó entre dientes, tampoco le importaba que su hermano se librase el primero, lo importante era por lo menos cazar a uno de los mellizos, y si fuese a Fernando… ¡mejor!

      Pasaron los minutos y no había rastro de los otros hermanos. Ramiro se estaba arrepintiendo de jugar a aquello porque se empezaba a aburrir, y Julio no veía ya mucha diversión en continuar con el juego. Además, ahora sí que era ya hora de emprender el regreso a casa si no querían llegar de noche y ganarse una buena reprimenda.

      —En el cementerio —le susurró a Ramiro.

      —¡Allí no!, me da miedo.

      —Pues allí está Fernando, que he visto como se iba. Además, cada poco asoma la cabeza por encima de la tapia. Camina hasta allí despacio y ya verás como lo ves, no te va a hacer falta entrar.

      —Bueno, no sé…

      Ramiro siguió las indicaciones de su hermano, pero, además, adoptó la precaución de ir acercándose al cementerio sin dejar de mirar por cualquier recoveco o esquina, para no despertar ninguna sospecha en Fernando si es que lo viese acercarse directamente allí.

      Cuando tan solo estaba a unos cinco metros de las tapias del camposanto, tal y como predijo su hermano, vio asomarse una cabeza muy despacio sobre uno de los muros.

      A pesar de que sabía quién estaba allí, ver aquella imagen de una cabeza sobresaliendo por encima de las piedras de los muros le sobrecogió y los nervios no le permitieron esperar a que se vislumbrase la faz de su amigo en su totalidad.

      —¡Por Fernando! —gritó dando la vuelta y corriendo como alma que lleva el diablo hasta la fuente.

      —¡Mierda! —lamentó Fernando al ser descubierto aunque, por otro lado, ya le empezaba a incomodar estar rodeado de tumbas. Que una cosa entrar allí para jugar y demostrar valor, y otra muy distinta quedarse allí quieto, observando los túmulos de tierra bajo los cuales imaginaba horrorizado los cuerpos de los muertos, descomponiéndose en cajas que… ¡mejor no pensarlo!

      Un rato después, se reunían los tres alrededor de la fuente.

      —Venga, vete con Ramiro a buscar a tu hermano. Que salga de una maldita vez, que ya es hora de volver a casa.

      Los dos obedecieron las indicaciones de Julio. Este les oía como desde lejos voceaban llamando a Gabrielín.

      —Venga, sal ya, ¡que has ganado!

      Insistían pero no había respuesta. Julio optó por sumarse a la búsqueda pero ni así. Las voces alertaron a algunos vecinos y a otros de los niños del pueblo, que se mantenían jugando en otros grupos, pero nadie lo había visto. El sol hacía rato que se había puesto y los tres amigos sintieron un escalofrío, una certeza que no se confesaron de que aquella tarde de juegos traería duras consecuencias.

      —Pues tenemos que volver a casa, y deprisa. Si se nos echa la noche por el camino, no veremos ni torta, además, hoy no hay luna —advirtió Julio.

      —¿Y mi hermano? No podemos volver sin él.

      Julio pareció dudar.

      —Seguro que ha subido ya,

      —Pero ¿cómo se va a ir solo?

      Ramiro no decía nada.

      —¿No teníais que limpiar el corral? Habrá visto que se hacía tarde y por eso se habrá ido, además, acuérdate de que antes de empezar a jugar al escondite ya dijo que quería subir.

      —No sé… subid vosotros y yo lo espero aquí por si acaso.

      —Si te quedas, tu padre se va a cabrear y bajará a buscarte. Como será de noche no lo hará solo, mandará a alguien más con él y tendrán que bajar con faroles. Tú verás, pero la vas a liar buena.

      Julio emprendió el camino de regreso seguido de su hermano. Fernando aún dio una vuelta más por entre las casas profiriendo a voces el nombre de su hermano y veladas amenazas contra él por el mal rato que le estaba haciendo pasar. Cuando ya empezaban a desaparecer las siluetas de sus amigos por la estrecha vereda que ascendía hacia Dolor, les gritó que le esperaran.

      Gabriel, el capataz de la mina, estaba a la puerta del corral, de brazos cruzados esperando la llegada de sus hijos. En cuanto los viese aparecer,