. . Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор:
Издательство:
Серия:
Жанр произведения:
Год издания:
isbn:
Скачать книгу

      —¿Que si los he visto? Pues mira por dónde, por ahí llegan ahora.

      Se oían las voces de los chiquillos llamando a Gabrielín. La noche ya era cerrada y los chicos llegaban fatigados y asustados, habían subido corriendo.

      Ante sus padres, les explicaron lo sucedido. Al corroborar que su hermano no había regresado, Fernando palideció de inmediato.

      —¿Cómo has podido volver sin tu hermano? —le reprochó su padre.

      —Yo…

      Julio se vio obligado a intervenir.

      —Pensamos que ya habría subido. Dijo que tenía que limpiar el gallinero, aunque decidimos todos seguir jugando un poco más. Al buscar y no encontrarlo, le dije a Fernando que no se quedase abajo, que seguro que ya habría subido.

      Gabriel no sabía qué decir. Por un lado, la inquietud le instaba a reprocharle a su hijo regresar a Dolor sin su hermano, por otro, entendía que habían obrado con lógica.

      Juanón, ante la indecisión del capataz, terció en la disputa.

      —Vamos a por unos faroles y bajamos a Villanueva a buscar al chico. Seguro que ha llevado el juego al extremo y estará asustado. ¡Cómo va a subir siendo de noche!

      Gabriel asintió conforme. Juanón tenía razón, sin duda, eso era lo que habría sucedido. Aun así, alertó a todas las casas de Dolor para que se asegurasen de que Gabrielín no estaba en ninguna de ellas, en ningún rincón escondido temeroso de recibir una buena reprimenda. Después, Gabriel cogió la escopeta, un par de faroles y emprendió el descenso a Villanueva tras Juanón. Este conocía bastante mejor las características del sendero y le iba advirtiendo a su capataz de las irregularidades del terreno para evitar una caída traicionera.

      Cuando llegaron a Villanueva, recorrieron las calles del pequeño pueblo profiriendo el nombre del chico a voces. El tumulto desató la ira de los perros, que tras los postigos la emprendieron a ladridos contra aquellos desconocidos que perturbaban la calma de la noche.

      Visto que sus voces no obtenían respuesta, Gabriel optó por una decisión más contundente. Cargó los dos cañones de la escopeta con sendos cartuchos y en mitad de la plaza disparó al aire un tiro y tras una breve pausa otro más. Si los roncos ladridos de los mastines no habían ya despertado a todo el pueblo, él sí que lo acababa de hacer.

      Poco a poco, se fueron asomando algunos vecinos a las ventanas primero, a las puertas de sus casas después para ir, finalmente, acercándose tímidamente a la plaza. Las voces de Juanón y el capataz ya les advertían de quiénes eran y cuál era el motivo de su presencia allí, pero nadie supo dar razón del muchacho. Incluso los taciturnos Andrés e Isabel, que apenas se relacionaban con el resto del pueblo, se unieron a las partidas de búsqueda.

      Nadie halló rastro alguno del desaparecido. Cuando el nuevo día rayaba sobre las agrestes cumbres de la cordillera, la mayoría de vecinos ya sospechaban de que solo una desgracia podría ser el motivo de aquella desaparición.

      Con un par de caballos prestados, Gabriel y Juanón emprendieron el camino hacia el cuartelillo de la Guardia Civil en La Vecilla. Cruzando por las hoces, el sinuoso, estrecho y profundo desfiladero que corta de un tajo las blancas y grises moles calizas que atraviesa, el rumor del Curueño, embravecido por el aporte del deshielo, reverberando por entre las paredes de la garganta resultaba ensordecedor. Tras emitirse desde el cuartelillo aviso a varios puestos de la provincia de la desaparición del niño, una pareja de guardias les acompañaron de regreso a Villanueva de la Cueva. Los uniformados organizaron patrullas de búsqueda con los vecinos de Villanueva y Dolor por los alrededores, pero dos días después dieron por concluida la búsqueda sin pista alguna que hiciese vislumbrar algún motivo lógico sobre la desaparición de Gabrielín.

      Cuando uno de los guardias, posando su mano en el hombro del capataz le ofreció un sincero «le acompaño en el sentimiento» Gabriel se derrumbó y pasó tres días seguidos llorando, hasta que la llegada de don Gil a Dolor le rescató de aquel pozo de desesperación. El dueño de la mina llegó alertado ante la previsible necesidad de reemplazar a Gabriel en su puesto, un hombre derrumbado y aparentemente incapacitado, al menos temporalmente, para desempeñar su cargo. Tras ofrecer el pésame a su subordinado, este le aseguró que no habría impedimento alguno para retomar sus tareas. Desde entonces, el guarda de la mina no volvió a hablar con nadie de nada que no tuviese relación directa con el trabajo. Con nadie excepto con su hijo Fernando, pues no pasaría desde entonces un solo día en sus vidas en el que no le recordase a su retoño la desgracia sobrevenida, en que no le instase a permanecer siempre alerta por descubrir la más insignificante de las pistas que pudiesen aportar algo de luz sobre su desaparición, en que no se lamentase y, a veces, derrumbase ante él al imaginarse los últimos instantes de la vida de Gabrielín ¿Cómo habrían sido? ¿Qué o quién se lo habría llevado de su lado? ¿Murió accidentalmente o lo asesinaron?

      —No hay dolor más grande que perder a un hijo, Fernando, no lo hay.

      Y Fernando abrazaba a su padre, dudando de si podría estar a la altura de lo que ahora esperaría de él. Durante un par de años continuó Gabriel efectuando salidas en solitario por todos los montes de alrededor, por los más recónditos valles y barrancos, registrando palmo a palmo el terreno, asomándose a las simas, penetrando en cuevas y siguiendo el rastro de los lobos, por si, en cualquier lugar, encontrase los restos de su hijo o cualquier pequeño indicio de algo, de… ¡De nada!, nunca encontraría nada. Llegaron también, con los años, rumores de que las autoridades provinciales habían solicitado que un investigador de primer orden, viniese desde Madrid ante el cariz que fue tomando el asunto de los sacamantecas y los niños desaparecidos, pues otros casos similares se sucedieron por la provincia, así como en otras regiones del país. Pero si eso sucedió, nadie por aquella comarca tuvo conocimiento de ello.

      Con el tiempo, el bullicio y los juegos de los críos volvieron a aquel rincón de las montañas, aunque para Julio, Ramiro y Fernando nada sería igual. Aceptaron, como el resto, la teoría de que a Gabrielín se lo habría llevado un sacamantecas, y se horrorizaban al pensar a qué horribles tormentos le habría sometido aquel demonio. Por doloroso que fuese, Fernando no esquivaba la cuestión, necesitaba hablar de ello. Después, los tres intentaban jugar a algo, pero el entretenimiento era forzado y no duraba mucho, así que solían terminar sentados en el murete de la fuente, en la parte más baja que se extendía como abrevadero para el ganado y allí, con una vara en la mano, dibujando trazos en la tierra del suelo o arrojando piedras contra el caño de la fuente, dejaban que el tiempo lamiese su herida, que se encargase de cicatrizarla. Pero era tan lento en hacerlo…

      7 El Sacamantecas es un personaje arraigado en el imaginario popular desde, al menos, la Edad Media, aunque el término volvió a popularizarse de nuevo durante el siglo XIX y comienzos del XX. Se trata de un hombre que mata principalmente, a mujeres y niños para extraerles las mantecas (grasa corporal)y hacer ungüentos curativos, pues para algunas personas existía la creencia de que la grasa corporal de personas jóvenes y sanas tenía propiedades curativas.

      1925

      4. Julio, el minero

      Cumplidos los quince años, Julio entró a trabajar a la mina. Había dejado de estudiar un año antes y durante ese tiempo se dedicó a ayudar a su madre cuidando un pequeño rebaño de cabras y adecentando unos metros de terreno como huerta que resultó ser un notable aporte a la apretada economía familiar, mientras Ramiro seguía en la escuela. El benjamín poseía una gran capacidad para los estudios. En la escuela, los que más duraban lo hacían hasta los catorce años y no eran muchos. A partir de esa edad, si no se seguía