Dolor. Francisco Panera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Francisco Panera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418726187
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les indicó que se sentasen alrededor de una mesa con la encimera de mármol. Ella tomó asiento frente a Julio, que puso el brazo sobre la mesa mientras Elisa le liberaba con cuidado de las vendas.

      A pesar de las protestas de Julio y de sus quejidos, examinó con detenimiento la lesión, aunque para hacerlo hubiese de tocar y manipular la zona más lastimada.

      —Está rota. Tienes aplastados los huesos del dorso. Solo se pueden hacer dos cosas: ir a León, a que un cirujano intente recomponerla, o la entablillamos y esperamos a ver cómo sueldan los huesos.

      —¿Pero cómo voy a ir yo a un cirujano? —cuestionó Julio decepcionado.

      —¡Eso digo yo! Vamos a entablillar.

      En ese momento, irrumpió Andrés en la cocina, que seguido de su enorme perro, dio un par de vueltas alrededor de la mesa examinando a los muchachos.

      —Decidle al padre que tenemos que hablar.

      —Ya les he advertido yo —respondió Elisa a su marido—, acércame más vendas y un par de tablillas lisas.

      Andrés, silencioso, desapareció para regresar un par de minutos después. Mientras, Elisa había estado extendiendo por el dorso de la mano herida una buena cantidad de un ungüento que ella misma fabricaba, elaborado con caléndula y otras hierbas medicinales, presentaba un color amarillento, desagradable, que a Julio le recordó al pus que, en cierta ocasión, le brotó de una herida mal curada en su rodilla. Una vez terminado de entablillar y vendar el brazo hasta el codo se levantó, dio un par de palmas arrancando a los dos más pequeños, a su esposo y al perro del ensimismamiento en el que se sumergieron mientras no perdían detalle de cómo atendía la mano del herido.

      —¡Venga! Cada uno a sus labores, que esto ya está acabado.

      —Gracias y… ¿cuánto tiempo tendré que llevar esto?

      —Puede que un par de meses. Ven a verme en dos semanas y vemos cómo está. Ya haré cuentas con tu padre cuando lo vea.

      Sin decir más, Elisa se retiró quedando los chicos solos en la cocina con Andrés y el perro.

      —Bueno, nosotros nos vamos ya a la escuela —propuso Fernando, que seguido recibió la aprobación de Ramiro que había logrado disimular, o eso creía él, la inquietud que le producía su tío abuelo y aquel perro.

      Caminaron hasta la puerta de la cocina que salía al patio. Ante ella, inmóvil, tal cual fuese una estatua, les cerraba el paso Andrés. A Julio le pareció más un tipo retrasado o un loco que estaba allí quieto, como si no los viese ante sí. Fernando intentó esquivarlo, pero se detuvo al escuchar el gruñido amenazante del mastín.

      —¡Déjanos salir! —ordenó Julio.

      Andrés cedió ligeramente en su postura permitiendo que los dos hermanos abandonasen la cocina, pero cuando fue a hacerlo Fernando volvió a obstaculizarle el paso.

      —Tú eres el hermano del mellizo, el que se llevó el sacamantecas.

      Fernando tragó saliva asustado, levantó la mirada hacia aquella especie de oso y asintió.

      —Vamos, Fernando, sal, que llegamos tarde a la escuela —advirtió Ramiro esperanzado en que Andrés le permitiese salir, seguro de que su amigo estaría pasando un mal rato delante de aquel. Entonces Andrés se volvió.

      —Hoy no tenéis escuela, hoy venís conmigo y os enseño a cuidar un rebaño.

      —Tienen que ir a la escuela —apuntó inquieto Julio.

      —He dicho que no hace falta y, tú, mejor ve pensando qué harás de ahora en adelante porque te vas a quedar manco y no conozco mineros mancos. Podrías también aprender a cuidar un rebaño.

      Julio frunció el ceño enfadado, retrocedió hasta la entrada de la cocina extendiendo su brazo sano para agarrar por la manga a Fernando y tirar de él hacia fuera hasta que su amigo pudo salvar el obstáculo de Andrés.

      —Vámonos ya —ordenó Julio a Fernando que se mostraba asustado—, esos están locos.

      Los huesos machacados de la mano de Julio soldaron de una manera anárquica, al albur del desorden en el que quedaron astillados tras el mazazo propiciado por Pedrín, aunque no le hacía gracia ninguna, acudía a que Elisa le examinase la lesión cada dos o tres semanas. Además de ajustarle el entablillado de la férula, no había una sola vez que no le recordase que quedaría manco por no haber ido a un cirujano.

      Volvió a la mina, sí, pero los continuos dolores que padeció en su convalecencia no se lo permitieron hasta medio año después del accidente. Su mano izquierda presentaba ahora unos dedos desiguales. El índice y el corazón habían quedado rígidos. Presentaban una cierta curvatura, como si fuesen a sujetar algo, parecían una especie de garfio. Los otros dedos, aunque con grandes dolores, sí que los podía mover, pero algunas labores en el pozo le iban a ser imposibles desarrollar. Así pues, su trabajo sería desescombrar, empujar vagonetas, acarrear materiales o disponer herramientas para otros. Se podría decir que, a partir de entonces, su categoría laboral en la mina quedaba situada por debajo de la de cualquiera de sus compañeros, y justo por encima de los mulos que tiraban de las vagonetas.

      Aguantaría unos años más, pero pocos, le decía a sus padres. Ramiro llevaba ya un par de años con los frailes en León y, tal y como preveía el maestro de Villanueva de la Cueva, su porvenir, gracias a los estudios, sería esperanzador.

      Aquella cuestión comenzó a ser motivo de discusión con los padres. Él aducía que tampoco es que fuese tonto, que nunca se le dieron mal los estudios y que quizá con un poco más de esfuerzo que su hermano, él también podría haber ido a estudiar con los curas y librarse de la condena del pozo de la mina. Entonces, unas veces su madre, otras su padre, intentaban transmitirle tranquilidad e ir borrando tal idea de su mente, conscientes de que podría prender en su corazón la llama del rencor.

      Además, apelaban a su mayor edad para que entendiese el papel de cada uno en un mundo en el que la gente como ellos apenas tiene una oportunidad por mejorar sus vidas, y sí que corren muchos peligros de convertirlas en una condena. Gracias al trabajo suyo y de sus padres, Ramiro podía estudiar. De no ser así, no solo su hermano perdería su oportunidad, sino que, incluso perderían el trabajo y el derecho a poseer la casa y la huerta. En tal caso, deberían descender a Villanueva y ocupar la casina que fuese de su abuelo Juan y que, ahora, Andrés y Elisa empleaban para recoger a sus animales. Emprender una nueva vida en una casa ruinosa trasformada en cuadra, sin más medios que un puñado de metros para sembrar.

      Entonces, Julio se marchaba dando un portazo, constatando que tenían razón, que igual sí que era un poco tonto por no pensar en eso y recurrir siempre al mismo argumento para justificarse inconforme con su situación. Salía de la pequeña casa, casi una cabaña que, como otras similares, en hilera y dispuestas en dos filas frente a frente, daban a Dolor el aspecto de un pueblo con una pequeña e única calle. Caminaba hasta donde el camino de descenso al valle se precipita en un empinadísimo sendero y allí apoyaba su espalda en el deteriorado cartel de madera que daba nombre al pueblo.

      Miraba el abultado dorso de su mano lastimada, después perdía la vista en la mole caliza del Bodón, en la otra vertiente del valle, la mítica cumbre sagrada y ancestral de los primitivos pueblos que desde la noche de los tiempos ya habitaron aquellos parajes y sentía que su rabia era al menos tan inmensa como aquella montaña, que desafiaba tanto a los cielos, que incluso clavaba en ellos lo más agreste de su cresta, rasgando las nubes si era preciso.

      1927

      5. El cachorro del mastín

      Fernando siguió estudiando en la escuela de Villanueva hasta los catorce años, la misma edad a la que Julio dejó los libros. A esa edad, la mayoría de chicos ya se había puesto a trabajar, bien pastoreando, ayudando en casa, o como Julio, bajando cada mañana al pozo de la Virgen Dolorosa, cuya plantilla se iba incrementando, al ritmo que las galerías seguían ramificándose por el interior de la montaña.

      Observaba