Dolor. Francisco Panera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Francisco Panera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418726187
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en su carácter mantener una mente abierta a recibir cualquier aporte inesperado. Eso era algo que él aún desconocía por niño, pero que los demás observaban contrariados y convencidos de que lo hacía por provocar. Años después, descubrirían que no era así.

      —Mi compañero en la mina es un borracho, bueno, allí unos cuantos lo son…

      —¿Y padre, Julio? ¿Padre también es un borracho en la mina?

      Julio se giró irritado y blandiendo en alto el cayado amenazó a su hermano con sacudirle un buen golpe. Fernando, que iba en el medio, se hizo a un lado sonriendo.

      —¡Por supuesto que no! Padre bebe vino, pero no se emborracha. Allí todos beben, dicen que les da fuerzas. Padre no se bebe más de una botella, ¡cómo va a ser un borracho, idiota!

      —Vale, vale, solo decía si era borracho «dentro» de la mina, no fuera.

      —¡Pero qué bobada es esa de dentro o fuera! Cierra la boca y no hables de lo que no sabes.

      —Es un mocoso, no sabe lo que dice —sentenció Fernando

      —Vale, vale, ya me callo.

      —Pues eso, estate callado. Ya te espabilarán los frailes.

      La breve discusión parecía haber interrumpido lo que fuese Julio a contar, así que Fernando le insistió en que prosiguiese. Inesperadamente, Ramiro volvió al asunto.

      —Y tú, Julio, ¿bebes también en la mina? ¿Orujo o vino?

      En esta ocasión sí que reaccionó rápido, girándose y extendiendo el brazo para arrearle con el cayado un buen golpe en las pantorrillas a su hermano.

      —¡Que te calles, anormal!

      —¡Ay…! Pues mira, no me has hecho daño —mintió.

      —Pues sigue tocando los cojones y ya verás.

      —Vale, vale, no era para tanto, ya me callo. Pero si un día te emborrachas en la mina me lo cuentas, ¿vale?

      Julio ignoró a su hermano reclamando la atención de Fernando.

      —Decía que con el que me sacudió ayer con la maza terminé un día hablando de la muerte, tras un susto en una galería, pues se había derrumbado una parte que acabábamos de entibar, justo después de que abandonásemos ese sitio.

      —Qué miedo.

      —Decía aquel que los muertos a veces tardan en saber que lo están, que les sigue funcionando el pensamiento por un tiempo hasta que lo asumen y se convencen de que deben desaparecer. Pero que lo hacen sin miedo, como si al morir descubriesen el secreto del enigma.

      —Joder, Julio, que me cago, no digas esas cosas.

      —¡Bah! Como se nota que eres muy pequeño —censuró Fernando a Ramiro—, pero todo eso…, ¿de dónde lo ha sacado ese?

      —De su padre, que murió en un derrumbe en un pozo de carbón. Me dijo que se le apareció un día mientras dormía y le puso al tanto del tema.

      —¡Venga, Julio, calla ya! Luego por la noche voy a tener pesadillas —replicó Ramiro de nuevo a su hermano.

      Fernando tampoco insistió en conocer más detalles y los tres completaron en silencio el resto del camino hacia Villanueva. Pocos minutos después, enfilaban las primeras callejuelas de la aldea.

      —Aún no hay nadie en la escuela —observó Julio.

      —Sí, aún falta un rato para que abra el maestro, siempre llegamos los primeros. Podíamos acompañarte, a ver qué dice la loca de tu mano.

      Julio no puso objeción alguna a la propuesta de Fernando y continuó caminando hasta la casa de los tíos de su padre. La vivienda estaba levantada casi a la salida de Villanueva, por una estrecha senda que descendía hacia un arroyo. A uno de los lados, un cercado circundaba un extenso huerto en cuya mitad se levantaba otra pequeña edificación, la casina, que ahora era empleada en una parte para el almacenaje de diversos aperos de labranza y en otra como cuadra de la docena de cabras que Elisa y Andrés poseían.

      —Esa casa es nuestra —señaló Ramiro dirigiendo su dedo hacia la humilde construcción.

      —¿Eso? Pero si ahí guardan las cabras. Mira ahora las está sacando ese. —Señaló Fernando justo cuando Andrés se disponía, como cada mañana, a sacar su pequeño rebaño por las laderas de los montes.

      —Bueno —intervino Julio—, ahora se guardan las cabras, pero es un trato al que llegaron los tíos con mi padre.

      —Eso, eso, es un trato, que nos lo explicó padre, ¿a que sí, Julio?

      —¿Y qué trato es ese?

      Julio detuvo la marcha para terminar con el asunto antes de repicar con la aldaba en el enorme portón de entrada donde ya habían llegado.

      —Esa era la casa de mis abuelos. Después de morir mi abuelo Juan, los tíos acogieron a mi padre hasta que entró a trabajar a la mina y, con los años, llegaron al trato de que podían utilizar la propiedad que ahora ya era de mi padre con una renta muy baja a condición de que a la muerte de sus tíos, siempre que no tuviesen descendencia, sus posesiones pasasen a propiedad de mi padre o a la de sus hijos.

      —Descendencia quiere decir tener hijos.

      —¡Ya sé que lo que significa, enano! —respondió airado Fernando a Ramiro, que esquivó con éxito la patada que intentó propinarle.

      Julio prosiguió.

      —Padre prefiere vivir arriba, al lado del trabajo. Así que el día que mueran estos, su casa y la casina serán nuestras, bueno, de mi padre.

      —¡Ah!

      Julio golpeó fuerte con la aldaba. Andrés desde la distancia, detenido en medio del rebaño de cabras no les quitaba el ojo de encima. Solo rompía aquella quietud los graves ladridos del perro mastín, verdadero pastor de las cabras.

      Unos instantes después, Elisa abrió la puerta. No hacía mucho que había cumplido los cuarenta y cinco años, a pesar de lo cual mantenía un aspecto casi juvenil. Seguía siendo muy guapa, al margen de la continua expresión de ausencia de su rostro. De no haber sido la esposa de Andrés, no habrían sido pocos los que se habrían aventurado a intentar seducirla en las prolongadas en intermitentes ausencias de su marido. Su trabajo de mantenimiento de las vías del hullero que llegaba hasta Bilbao le hacía desparecer por prolongadas temporadas de Villanueva. Pero nadie se atrevió a ganarse los favores de la mujer porque aquel tipo silencioso, grande y fuerte, a pesar de sus ya sesenta años, tenía algo turbio en la mirada, maligno decían las más viejas del pueblo. Una mirada que nadie era capaz de sostener de manera prolongada. Tal rumor llegaría, sin duda, a los oídos de Andrés, quien nunca haría el más mínimo esfuerzo por cambiar tal credo, ni en sus vecinos ni en su esposa.

      —¿Qué queréis, mocosos? Ah, ya veo —preguntó y seguidamente corroboró al ver el brazo en cabestrillo de Julio.

      —Me golpearon con una maza ayer en el pozo.

      —¿Ya te ha metido Juanón al agujero? ¡Caramba con tu padre! Pues has de decirle que venga un día, tenemos que hablar. Media cabaña se ha quedado pequeña para las cabras y tendríamos que tirar los tabiques de las dos alcobas para hacerla toda cuadra.

      —Bueno, ya se lo diré.

      —Entra, que vea cómo está esa mano, y vosotros qué, ¿no tenéis escuela?

      Ramiro y Fernando asintieron sin contestar.

      —Todavía es pronto, vienen conmigo —apuntó Julio.

      Elisa se echó a un lado de la entrada permitiéndoles pasar. Cruzaron por un portal que se abría a un patio interior circundado por una construcción de dos plantas. Para los tres, era la casa más grande en la que nunca hubiesen estado. Debía de tener por lo menos seis o siete habitaciones, además de una extensa cocina en la planta baja, un comedor y otras estancias