Es un capítulo extraordinario; sin duda, uno de los grandes capítulos de la Biblia. Contiene la enseñanza sobre varios eventos que afectaban las costumbres y la cultura de Israel, pero que cuando el lector se interna más en su contenido, puede ver a través de él un desarrollo profético que atraviesa el tiempo, y abarca de eternidad a eternidad, exhibiendo gloriosamente los propósitos de un Dios sabio, soberano e inefable.
Las fiestas de Jehová, o “en honor al Señor”, no solo eran fechas, periodos del calendario anual hebreo, en las cuales se celebraban distintos acontecimientos que eran parte de la vida del pueblo de Dios, sino que, además, tienen un trasfondo espiritual profundo, una proyección histórico-profética y una tipología cristológica maravillosa.
Dios las instituyó para el pueblo de Israel por medio de Moisés mientras andaba por el desierto antes de llegar a la tierra prometida, cosa que Dios daba por hecho (Lv. 23.10). El orden de ellas y la ley de los sacrificios se mencionan una vez más en Números 28 y 29. Y en Éxodo 34 y Deuteronomio 16, Dios establece las tres principales fiestas anuales, en las cuales todo varón debía ir a presentarse a la casa de Dios.
¿Qué significado tenían para Israel las fiestas de Jehová? Cuando Dios las instituyó lo hizo para que su pueblo se gozara con sus bendiciones y recordara siempre con gratitud su misericordia, bondad y gracia para con ellos. Sin duda, eran un motivo de recuerdo permanente. Dios quería que Su pueblo tuviera siempre presente lo que había sido antes de que les libertara “con mano fuerte y con brazo extendido” de su opresión y esclavitud; de cómo les había sostenido, guardado, alimentado, guiado y aun disciplinado en el desierto y cómo les había prometido vez tras vez la tierra a la cual les introdujo finalmente. Por eso leemos repetidas veces la expresión “acuérdate”, “te acordarás” (Éx. 32.13; Nm. 15.40; Dt. 5.15; 7.18; 8.2, 18; 9.7, 27; 15.15; 16.3, 12; 24.9; 24.18, 22; 32.7).
Como ellos, también nosotros somos propensos a olvidar. Nuestra mente frágil se entretiene muchas veces con las circunstancias del presente y olvida el pasado en el cual Dios intervino en nuestra vida, librándonos del yugo de esclavitud y trasladándonos al reino de su amado Hijo (Col. 1.13). ¡Cómo deberíamos tener siempre presentes aquellas palabras sublimes del Salmo 103.2!: “¡Bendice alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios”.
Levítico 23.1-3 presenta varias características de estas fiestas que nos permiten apreciar su verdadera dimensión espiritual y que veremos en el capítulo 2 de este libro. Pero consideremos el nombre que Dios les da. Son las fiestas de Jehová (v. 2).
La traducción podría ser también “festividades” o “festivales”. El carácter de ellas era festivo. Podían tener el propósito de hacerlos sentir afligidos (Lv. 23.27) o de estar alegres (v. 40), pero siempre significaban eventos para que el pueblo estuviera unido en gozosas celebraciones en comunión unos con otros y con Dios.
La palabra “fiesta solemne” (heb. mo ’ed) significa “una cita, un tiempo señalado1, un ciclo o año, una asamblea, un tiempo determinado, preciso”2, y se aplica a todas las ocasiones festivas, entre las cuales se incluyen los sábados.
Las citas de Dios
Dios siempre ha establecido citas (heb. moadim) con los hombres para el cumplimiento de Sus soberanos propósitos (Gá. 4.2, 4, 5; Hch. 17.31). El pecado interrumpió aquella cita que Dios tenía con su criatura, cuando —como bellamente lo expresa Gn. 3.8— “se paseaba en el huerto, al aire del día”. Y hasta consumar su cita con Su pueblo al fin de los tiempos, cuando lo llamará a Su presencia para “entrar por las puertas en la ciudad” (Ap. 22.14) y estar para siempre con Él en gloria, su intención fue siempre estar en medio de Su pueblo. Así fue, teniendo estrecha comunión con sus siervos los patriarcas (Gn. 17.1; 18.17; Stg. 2.23); acompañándoles en su travesía por el desierto con la nube y la columna de fuego (Éx. 13.21,22; 14.19); morando en medio de ellos en la Shekinah —la nube de gloria— sobre el lugar Santísimo del Tabernáculo (Éx. 30.6; 40.34-38); y en el Templo (2Cr. 7.1-3); haciendo su “tienda” entre los hombres en la Persona de Su Hijo (Jn. 1.14); habitando en Su iglesia y en cada creyente (2Co. 6.16; Ef. 3.17); morando finalmente en medio de los suyos para siempre (Ap. 21.3).
Así que estas fiestas eran ocasiones en las cuales Dios se gozaba en medio de Su pueblo. Nos parece oír Su voz en el Salmo 50.5: “Juntadme mis santos, los que han hecho conmigo pacto con sacrificio”. O en Proverbios 8.31: “Me regocijo en la parte habitable de su tierra; y mis delicias son con los hijos de los hombres”.
El versículo 6 de Levítico 23 contiene otra palabra hebrea, también traducida como “fiesta solemne”, pero con una connotación diferente. Es la palabra hag, o chag. Una vez más, Chumney nos dice: “La palabra hebrea chag, que significa “festival”, se deriva de la raíz hebrea chagag, que, a su vez, encierra la idea de “moverse en círculos, marchar en una procesión sagrada, celebrar, danzar, celebrar una fiesta solemne”3. También incluye el concepto del gozo que reinaba en la mayoría de las fiestas. En Deuteronomio 16.15, dice: “Estarás verdaderamente alegre”. ¡Y era un mandamiento de Dios para Su pueblo! Y ¿cuál era la razón? “Porque te habrá bendecido Jehová, tu Dios”. Por cierto, “la bendición de Dios es la que enriquece y no añade tristeza con ella” (Pr. 10.22). La RVC traduce: “La bendición del Señor es un tesoro; nunca viene acompañada de tristeza”.
Pero esta palabra solo se aplica a las tres fiestas en las cuales anualmente todo varón debía presentarse para adorar, es decir, la Pascua, Pentecostés y la de los Tabernáculos o las Cabañas (Dt. 16). Dios quería tener contacto con Su pueblo de forma permanente y reiterada año a año.
Cuando el pueblo asistía a las fiestas, cosa que debían hacer “en sus tiempos” (Lv. 23.1), es decir, “en las fechas señaladas para ellas”, al menos tres veces al año, iban recitando lo que nuestras Biblias titulan como el “Cántico gradual” y que comprende quince salmos: del 120 al 134. Eran canciones entonadas por los peregrinos a medida que iban saliendo en procesión de sus aldeas; y atravesando montes y valles se decían uno al otro: “Yo me alegré con los que me decían; a la casa de Jehová iremos” (Sal. 122.1). Al fin, llegaban a Sión para celebrar las fiestas y al llegar, en un clima de gozosa festividad recitaban las palabras del salmo 133: “Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía... allí envía Jehová bendición y vida eterna”.
Un Dios feliz
Decíamos que hay un concepto en la Escritura que muchas veces olvidamos: Dios es un Dios festivo. Esto no admite de ningún modo el menor atisbo de frivolidad. Dios es festivo porque es un Dios feliz. Puede parecer un concepto extraño, pero, a la luz de las Escrituras, podemos ver que es así.
El término bíblico para “feliz” es en el original griego la palabra makários (que corresponde a su equivalente hebreo ashré, u ósher, Gn. 30.13), y nada tiene que ver con el concepto superficial y pasajero con que el mundo entiende la felicidad, sino que significa bienaventurado, dichoso, supremamente bendecido, bendito, feliz en sí mismo y aun, glorioso.
Referido a Dios, makários aparece en el NT solo en dos versículos: 1 Timoteo 1.11 y 6.15; en el primero traducido como “bendito” y en el segundo como “bienaventurado”.
Esta última palabra —bienaventurado— se repite más de cincuenta veces en el Nuevo Testamento aplicada a los hombres, especialmente en los Evangelios Sinópticos (por ejemplo en Mateo 5 y 6; en Lucas 1.48). También en Santiago 5.11 y en Apocalipsis 1.3; 14.13; 16.15; 19.9; 20.6; 22.7, 14.
Pero “bienaventurado”, aplicado a los hombres, es mucho más que ser “feliz” o ser “dichoso”, sino que más bien tiene que ver con la vida de la persona que alcanza las bendiciones de Dios por mantener una relación correcta y obediente hacia Él4. Y esta relación es a través de la Persona de Jesucristo.
Pero