—¿Pero qué mierda? —exclamó Clay a nadie en particular.
Gabriel agitó los hombros a su lado.
—Sí, así están las cosas ahora, amigo. Te lo dije. Mucho espectáculo y poca sustancia —resopló, y cabeceó en dirección a los goblins—. Seguro que han comprado a esa pobre escoria en una subasta.
El desfile siguió avanzando. Ahora le tocaba el turno al botín cosechado por los Jinetes de la Tormenta durante su gira por la Tierra Salvaje. Un grupo de hombres marchaba portando reliquias del Dominio: espadas melladas y armaduras de escamas oxidadas que habían conseguido recuperar de antiguos campos de batalla.
El desfile continuó con un carro jalado por bueyes y cargado con los restos destrozados de uno de los autómatas rúnicos de Conthas. Habían unido las piedras para que el público apreciara lo enorme que había sido el gólem cuando estaba con vida.
—Es impresionante —dijo Clay—. Tiene que ser muy difícil acabar con uno de ellos.
Cuatro hombres con una buena armadura escoltaban a un trol desgarbado al que habían reducido con unos grilletes de acero. Le habían cercenado los brazos a la altura de los hombros y luego tapado el muñón con unas cubiertas de plata para evitar que volviese a regenerarlos. Dos de los hombres llevaban antorchas y las usaban para controlar a la bestia cuando sus ojos negros como el carbón se quedaban mirando demasiado tiempo a alguien, como si lo encontrara muy apetitoso.
Después le tocó el turno a un mono enorme con rayas negras como las de un tigre. La mujer que le sostenía la correa sonreía, saludaba y a veces extendía el brazo para acariciar al simio. La criatura también sonreía con las caricias, sin duda enamorado de su cuidadora.
Se hizo un extraño silencio entre la multitud. Clay miró a la derecha y vio que se aproximaba otro carro. Era casi tan ancho como la calle, contaba con diez ruedas y jalaban de él seis bueyes. Las barras de acero de la jaula que llevaba encima eran más gruesas que la pierna de un hombre y se distinguía algo en su interior, parecía un pelaje denso y el destello metálico de unas escamas...
—Por los infiernos de la Madre Escarcha… —Gabe puso una mano firme sobre el hombro de Clay.
Y luego este vio por sí mismo lo que los Jinetes de la Tormenta habían traído de la Tierra Salvaje. Era una quimera. Y estaba viva.
Clay tragó saliva a duras penas. Sintió una punzada en las entrañas que bien podría haber sido miedo, emoción o ambas cosas. Fuera lo que fuese, era algo que no sentía desde hacía mucho tiempo. En una ocasión había oído decir a alguien (seguramente a Gabe) que aunque la mayoría de las criaturas nacían solo para vivir, había otras que solo nacían para matar. Y las quimeras pertenecían a ese último grupo.
Estaba claro que la de la jaula estaba drogada. Se movía despacio y con torpeza. Su cola serpentina recorría los barrotes de la estrecha prisión. En la espalda llevaba plegadas unas alas que podían llegar a ensombrecer una casa. De sus tres cabezas, león, dragón y cabra, solo la de dragón parecía interesada en lo que ocurría a su alrededor. Tenía las fauces apresadas bajo un bozal de acero, y las volutas de humo que surgían de sus fosas nasales ocultaban los ojos amarillos y entornados que acechaban entre los barrotes, como si fuera ella la que estuviese libre y contemplara a sus presas enjauladas.
—¿Por qué no la han matado? —preguntó Gabriel.
Clay había pensado lo mismo, y se limitó a negar con la cabeza, sorprendido.
—Por el espectáculo —dijo.
Después del enorme carro venían los Jinetes de la Tormenta al fin. Eran cinco y se encontraban sobre una plataforma con cortinas colmada de tesoros. Había cofres abiertos de los que rebosaban joyas y gemas, y las monedas relucían a montones delante de ellos. Por si la banda, que estaba bien armada, no era suficiente para disuadir al público de abalanzarse sobre los tesoros, había toda una escolta de piqueros cuyos ceños fruncidos y largas lanzas servían además para mantenerlos a raya. En el carro también viajaban varias mujeres vestidas como ninfas, que era casi lo mismo que decir que iban desnudas, y que lanzaban puñados de monedas de cobre hacia el público. Clay se percató de que las monedas de oro y de plata estaban bien custodiadas en el centro de la plataforma.
Al principio, a Clay la banda le resultó bastante joven, hasta que recordó que él mismo tenía poco más de dieciocho años cuando se lanzó a los caminos con Gabe. La armadura de los hombres al menos parecía funcional, aunque era más llamativa de lo que debiera, y reparó en que llevaban más maquillaje que las Hermanas del Metal. También vio a un gran número de jovencitas que se habían abierto paso hasta la primera fila para luego empezar a gritar como histéricas a la banda.
Clay sonrió sin querer al recordar la primera vez que sus compañeros y él habían desfilado con el botín de su gira por el Corazón de la Tierra Salvaje por esa misma calle. Lo cierto es que tampoco es que pudiera recordar demasiado, ya que todos estaban borrachos hasta la inconsciencia. Moog se había pasado casi todo el desfile durmiendo y Matrick se había caído del carro a la multitud y había desaparecido durante tres días.
—Ya tengo suficiente —dijo Gabriel. De repente parecía molesto, y Clay se cuestionó si la envidia le habría agriado el ánimo—. Salgamos de aquí antes de que la multitud se desmadre. Vamos a hablar con Kallorek.
Clay movió el cuello para aliviar el dolor de haber pasado la última media hora mirando hacia el oeste.
—Claro. ¿Dónde está?
Gabe señaló la colina meridional y el templo en construcción que se encontraba en la cima. Frunció el ceño como alguien que contempla el nudo corredizo con el que están a punto de ahorcarlo.
—Ahí arriba.
7
Nadando con tiburones
En medio de la casa de Kallorek había un estanque. El agua era tan cristalina que Clay vio hasta las baldosas blancas y azules del fondo. No había peces ni ranas. Tampoco lirios ni juncos ni libélulas sobrevolando la superficie. Solo había... agua.
—¿Para qué mierda quiere esto? —preguntó Clay.
Gabriel no respondió. Había vuelto a quedarse en silencio, sentado en una silla de mimbre que había junto a la orilla del estanque y enfrascado en sus pensamientos. Clay supuso que tenía sentido, ya que habían venido a suplicar a Kallorek que le devolviese la espada, lo que ya habría sido incómodo incluso si su antiguo agente no estuviese en posesión de otra cosa que también había pertenecido a Gabe: su mujer, Valery.
Aún no la habían visto, pero sí habían oído su voz cuando un sirviente los guio hasta aquel lugar y les dijo que esperasen. Gabriel se quedó congelado al oírla, como un ratón aterrorizado por el ulular de un búho.
Una de las muchas cosas que Clay había aprendido de su esposa era la de poder ver el lado positivo de cada situación. Saber que, por muy mal que fuera todo, siempre había alguien en algún lugar que seguro lo estaba pasando peor. Solo tuvo que mirar los hombros encorvados de Gabe y fijarse en los movimientos breves y cargados de preocupación de los dedos sobre su regazo para sentirse el hombre más afortunado de la sala.
Al menos hasta que llegó el propio Kallorek. El agente estaba envuelto en una túnica añil de una seda tan fina que parecía fluir como el agua sobre su voluminosa panza. Colgadas alrededor del cuello llevaba varias cadenas de oro que se veían muy pesadas. En cada uno de sus dedos relucía un anillo coronado por una llamativa gema, similar a las que colgaban de los lóbulos de sus orejas. Clay había visto a reyes con menos adornos encima.
—¡Mis amigos! —El anfitrión consiguió obligarlos a que le dieran un abrazo incómodo. Su barba gris y recortada, que antaño era áspera como un cepillo para caballos, ahora estaba muy suave, trenzada con maestría y untada con aceites aromáticos. Su piel rubicunda desprendía un aroma a sándalo y a lilas que ocultaba el olor agrio de su sudor, que tenía un deje tan desagradable que algunos habían empezado a llamarlo