En ese lugar uno no podía levantar una piedra sin encontrar debajo un aventurero, un ladrón, un cazador de ladrones, un cazarrecompensas, un mago de la niebla, un bardo errante, un buhonero de monstruos, una bruja de la tormenta, un mercenario... Y también todos los que se aprovechaban de este tipo de personas, como armeros, chatarreros, prostitutas, arúspices o crupieres. Vendedores ambulantes de todo tipo se apiñaban en las entradas de los callejones, esperando para aprovecharse de los adictos desgarbados en el lodo que consumían cualquier cosa que pudieran pagar. En cada esquina había un mercader que vendía espadas mágicas y armaduras impenetrables, o un alquimista que despachaba pociones para respirar bajo el agua o hacerse invisible. Clay hasta llegó a ver una con una etiqueta que rezaba: inmortalidad.
—¿Cuánto cuesta esa? —preguntó a la anciana que la vendía.
—Ciento una coronas —respondió la mujer—. Y no se puede devolver.
Clay miró el pequeño frasco con el ceño fruncido.
—Parece agua y aceite.
La mujer lo fulminó con la mirada hasta que se marchó.
En la calle de las Capillas pasaron junto a templos dedicados a la Sagrada Tetranidad. Clay oyó gritos que surgían de las ventanas cerradas del austero refugio de la Reina del Invierno y gemidos de placer que venían de detrás de la cortina de seda del santuario de la Doncella de la Primavera. Había una fila por fuera del templo de Vail el Hereje. Supuso que se trataba de granjeros que habían ido a rezar para tener una buena cosecha. Muchos llevaban terneros que no dejaban de retorcerse o corderos que gimoteaban con los que pretendían realizar una ofrenda de sangre al Vástago del Otoño. Un hombre de gesto desesperado aferraba entre las manos un gato sarnoso. Al parecer, el animal había sido capaz de adivinar su destino, porque los brazos y la cara del granjero estaban cubiertos por una red de arañazos enrojecidos.
Unos sacerdotes ataviados con las vestiduras rojas y doradas del Señor del Estío echaban a un vagabundo de las escaleras de su iglesia. El pobre despojo humano llevaba una túnica gris llena de mugre, y Clay casi se quedó sin aliento al ver las manos ennegrecidas del mendigo, una de las cuales había quedado reducida a poco más que un muñón.
Un podrido. Hizo un mohín y fue incapaz de reprimir un estremecimiento. Aparte de los horrores más tangibles que acechaban en los ponzoñosos rincones del Corazón de la Tierra Salvaje, todo aquel que entrase en el bosque silvestre corría el riesgo de contagiarse con el Roce del Hereje, también conocido como la podredumbre. Empezaba con una mancha oscura en la piel, para luego endurecerse y formar una costra negra que se quedaba colgando del cuerpo como los percebes del casco de un navío. Era imposible arrancársela sin llevarse también un trozo de carne y tampoco servía de mucho, porque la corteza volvía a crecer poco después. Uno no podía impedir que se extendiera y apareciera en otras partes del cuerpo. Los miembros afectados se pudrían hasta quedar deshechos, y la enfermedad terminaba por afectar la garganta o algún órgano vital de la víctima. Si los enfermos tenían suerte, esto ocurría más pronto que tarde. Clay había oído que algunos podridos vivían durante años en una agonía interminable antes de morir al fin.
Se rumoreaba que había muchas formas de prevenir la enfermedad —desde beber té preparado con pestañas de dríada hasta visitar a un oráculo en algún lugar de las montañas Rimeshield—, pero a pesar de los esfuerzos de las mejores mentes de Grandual, aún no había cura. La podredumbre era una sentencia de muerte, lisa y llanamente.
—Mira, Clay. Es Moog —dijo Gabriel, señalando una pared empapelada de carteles. El mago aparecía en varios de ellos, muy mal dibujado pero sin duda reconocible. Tenía una sonrisa de oreja a oreja y guiñaba un ojo con gesto cómplice.
Clay entrecerró los ojos para leer las palabras que había garabateadas debajo del dibujo: “La magnífica filacteria fálica de Moog el Mago. De cero a héroe en un solo trago. ¡Satisfacción garantizada!”.
Examinó los demás carteles que había en la pared. En uno de ellos se ofrecía una recompensa por el aliento tóxico de un silfo de la podredumbre y en otro buscaban bandas para matar a Hectra, la Reina de las Arañas. Se preguntó si Hectra sería en realidad una araña o tan solo una mujer que se había autoproclamado su monarca, pero el ruido que se alzó de repente a su alrededor le interrumpió los pensamientos.
Unos hombres se acercaban a ellos, cuatro delante y tres detrás, armados con garrotes y escudos ovalados. Aún no habían tenido que recurrir a la violencia, pero habían conseguido apartar a gran parte de la muchedumbre solo con miradas frías y los escudos que portaban. Detrás de ellos iba uno vestido con una armadura de cuero sucia y una piel de lobo colgada sobre la cabeza. Levantó los brazos y gritó a la multitud:
—¡Buena gente de Conthas! ¡Escuchen lo que les vengo a contar!
Clay examinó a la multitud en busca de buena gente y no es que viera demasiada, pero Cabeza de Lobo siguió hablando.
—Abran paso a los Jinetes de la Tormenta, que acaban de regresar de una intrépida gira por el Corazón de la Tierra Salvaje. —Esperó a que finalizaran los murmullos antes de continuar—. ¡Luego llegarán las Hermanas del Metal, que acaban de someter a los goblins de las Cavernas de Cobalto y a su temible jefe de guerra, Sicklung!
Cabeza de Lobo y sus matones con escudos continuaron marchando y abriéndose paso, a pesar de que ciertas personas se lo ponían difícil para avanzar.
Clay notó una conmoción al otro lado de la calle. Miró hacia el oeste y vio una hilera serpenteante de gente que recorría el camino enlodado. Parecía que los Jinetes de la Tormenta —que Clay suponía que eran una banda aunque nunca había oído hablar de ella— habían montado un desfile por todo Conthas y lo habían pagado de su bolsillo. Bolsillo que, cuando se acercó la procesión, comprobó que era bien grande.
Un grupo de tamborileros lideraba la marcha. Usaban unas togas largas con trozos de corteza cosidos y sombreros de los que sobresalían penachos de frondosas plantas verdes. Los niños revoloteaban a su alrededor como espíritus del bosque y llevaban puestas unas alas de gasa que se agitaban al correr. Detrás de ellos caminaba un hombre que parecía una auténtica mole. Tenía la mitad del rostro pintado de azul, al igual que los ferales que vivían en el bosque negro con una dieta a base de carne y sangre, o eso era lo que se decía. Clay había conocido a unos pocos caníbales que preferían un buen pollo asado a los carnosos cuartos traseros de un desafortunado aventurero, pero en la Tierra Salvaje era mucho más probable encontrarse con desafortunados aventureros que con pollos.
La mole estaba envuelta en pieles exóticas y del hombro le colgaba un cuerno que bien podría haber sido un diente de dragón que alguien ahuecó para convertirlo en un instrumento. Se mofó del público con ademanes frenéticos y luego le dio un soplido largo y profundo al cuerno. A Clay le recordó el ulular del viento en los lugares altos o el sonido de una criatura herida que gime en la oscuridad.
Después del hombre venían los goblins. Eran dos filas de seis, y tenían las manos atadas y estaban unidos los unos a los otros con cadenas que culebreaban por el lodo como serpientes metálicas. Tenían el aspecto esquelético de un mendigo, pero aun así no dejaban de moverse. Gritaban y bramaban estupideces a la multitud, y no parecía importarles que la gente les arrojase tomates enormes o pescado podrido.
“Seguro que se mueren de hambre”, supuso Clay. “Se les caerá la baba cuando huelan las ratas chamuscadas”.
Detrás de ellos iba su jefe de guerra Sicklung, cubierto de plumas y con un rostro tan maltratado y magullado que resultaba feo incluso para los de su tipo.
Las Hermanas del Metal no eran para nada lo que Clay esperaba. Había peleado junto a muchas mujeres guerreras, pero estas tres no se parecían en nada a las demás. El pelo les caía en tirabuzones y lo llevaban recogido con cintas de vivos colores. Tenían los ojos maquillados de negro y los labios pintados de un rojo que recordaba a las rosas. ¡Y su armadura! Parecía frágil como la porcelana, diseñada para presumir la piel en lugar de para protegerlas de la hoja de una espada o de la punta perforante de una flecha. Iban al trote con un trío de yeguas de un blanco