—Dejé la ciudad hace unos dos años ya. Luego viví en Rainsbrook durante un tiempo y desempeñé algún que otro trabajo en solitario para pagar el alquiler y llevar comida a la mesa.
—¿Trabajos en solitario? —preguntó Clay mientras se desviaba un poco a un lado para evitar un bache traicionero. Las carretas habían pasado toda la primavera y el verano cruzando el camino hacia el sur con madera recién cortada para Conthas, lo que había dejado surcos y huecos que nadie se molestaba en reparar.
—Nada que no pudiera manejar —dijo Gabe—. Unos pocos ogros, un barghest, una manada de hombres lobo que habían resultado tener unos setenta años en forma humana, por lo que... fue muy fácil vencerlos.
Clay se encontró dividido entre el horror, la diversión y la sorpresa genuina. Lo normal era que cuanto más cerca estuviese uno de Cinco Reinos, que se podía decir que era el mismo centro de Grandual, menos monstruos solía haber.
—No sabía que hubiese un problema de monstruos en Rainsbrook —dijo.
Gabriel frunció los labios en un amago de sonrisa.
—Bueno, ya no lo hay.
Clay puso los ojos en blanco. Pero le gustó descubrir que la antigua confianza de Gabe seguía estando detrás de esa fachada amable. “Puede que debajo de tanto óxido aún haya una espada afilada”.
—Fue ahí donde vi a Rosa por última vez —dijo Gabriel, cuyo ánimo volvió a ensombrecerse como si lo hubiera cubierto una nube negra—. Vino a visitarme antes de continuar su camino hacia el oeste. Intenté convencerla de que no fuera y terminamos discutiendo fuerte al respecto. —Negó con la cabeza, se mordió el labio inferior y entrecerró los ojos con la mirada perdida—. Ojalá... —empezó a decir, pero no continuó. Un momento después preguntó—: ¿Y tú? ¿Cuál era tu plan antes de que llegara yo y lo pusiera patas arriba?
Clay se encogió de hombros.
—Pues esperaba matricular a Tally en la universidad que hay en Oddsford cuando tuviera la edad necesaria. Y después de eso... Ginny y yo pensábamos vender la casa y abrir un negocio en algún lado.
—¿Una posada, dices?
Clay asintió.
—Con dos pisos, un establo en la parte de atrás y quizá un herrero para herrar caballos y reparar herramientas...
Gabriel se rascó la nuca.
—La universidad de Oddsford, una posada propia... Qué bien se paga por pasar el día junto a una muralla. Cuando regresemos, voy a pedirle al sargento que me deje alistarme en la guardia. Siempre creí que un casco así me quedaría elegante...
—Ginny comercia con caballos —explicó Clay—. Gana cinco veces más que yo.
—Vaya. Tienes suerte —dijo Gabriel mientras lo miraba—. ¡Dioses, tu propia posada! Me la puedo imaginar: Corazón Oscuro colgado de la pared, Ginny sirviendo bebidas detrás de la barra y el viejo Clay Cooper sentado junto al fuego y contándole a todo el que quiera cómo en el pasado escalamos colinas nevadas para matar dragones.
Clay rio entre dientes al tiempo que espantaba una avispa que había empezado a zumbar frente a sus ojos. Teniendo en cuenta que la mayor parte de los dragones de los que había oído hablar vivían en las cumbres de las montañas, subir a pie una colina nevada para matar a uno no le parecía muy realista. Reflexionaba sobre eso, cuando Gabriel se detuvo abruptamente y estuvo a punto de chocar contra él. Iba a preguntarle el porqué, cuando se dio cuenta del lugar en el que se encontraban.
Vio junto al camino los restos de una casa modesta cubiertos por una vegetación descuidada durante décadas. Un roble retorcido crecía entre las ruinas y las cubría con una lluvia constante de hojas de un naranja refulgente. Las codiciosas raíces se enroscaban alrededor de piedras ennegrecidas por el hollín, como si intentasen arrastrarlas poco a poco y estación tras estación hacia el interior de la tierra.
Hacía años que Clay no contemplaba el que había sido el hogar de su infancia. No solía hacerlo porque no era habitual que viajase tan al sur y, cuando viajaba, tendía a ignorarlo o evitarlo directamente. Ahora que volvía a encontrarse junto a él, intentó convencerse de que no olía la ceniza en el ambiente ni sentía el calor de las llamas abrasándole la cara. Que no oía los gritos ni los golpes secos de los puños. Nada de eso, pero sí que lo recordaba todo con claridad. Sentía esos recuerdos aferrándose a él como las raíces, intentando arrastrarlo hacia el interior de la tierra.
Estuvo a punto de dar un brinco, cuando Gabe le puso una mano sobre el hombro.
—Lo siento —murmuró Clay con tono abstraído—. Yo...
—Deberías ir a verla —dijo Gabriel.
Clay suspiró y se quedó mirando las ruinas. Siguió con la mirada el descenso ondeante de las hojas, que caían como ascuas hacia el suelo ensombrecido. Otra avispa, o quizá la misma, le zumbó por encima de la cabeza.
—No tardaré mucho —dijo al fin.
La sonrisa aprobadora de Gabriel apareció y desapareció de su rostro como una ráfaga de viento.
—Te espero aquí.
El padre de Clay era leñador profesional, aunque de vez en cuando contaba sobre su breve período como mercenario. Leif y los Leñadores habían sido una banda de poco renombre hasta que consiguieron vencer a un banderhobb que se dedicaba a secuestrar niños por los alrededores de Custodio del Sauce. Por desgracia, la bilis ácida de la criatura destrozó las piernas de Leif, que quedó lisiado e incapaz de caminar sin arrastrarlas. Desde entonces, la banda empezó a llamarse los Leñadores a secas y se hicieron famosos sin su líder.
Talia, la madre de Clay, se encargaba de dirigir la cocina de Cabeza del Rey. Era toda una artista en lo que a la comida se refería, y su marido solía quejarse porque preparaba mejores platos para los desconocidos que para su familia. En una de esas discusiones, Talia le había recriminado a Leif que pasaba más tiempo bebiendo en el bar que con su hijo. Fue una manera indirecta de llamarlo borracho, y aunque Leif no tenía las luces necesarias para captar el sutil reproche, lo notó en su tono de voz, así que decidió pegarle.
Exasperado por las palabras de su mujer, al día siguiente Leif se llevó a su hijo consigo al bosque. Era un día frío y despejado; una brisa de invierno soplaba desde las montañas y hacía crepitar las hojas bajo las botas de Clay, mientras intentaba seguirle el paso a su padre.
“¿Qué buscamos?”, recordaba haber preguntado.
Y Leif, con el hacha que afilaba todas las noches antes de irse a dormir, se detuvo y contempló los árboles que tenían alrededor: abedules blancos, arces rojos y pinos que aún estaban verdes.
“Algo débil”, respondió al fin su padre. “Algo que no nos dé batalla” —agregó.
Clay se rio al oír la respuesta, algo de lo que todavía se arrepentía.
Encontraron un abedul de tronco estrecho, y Leif le dio el hacha. Le enseñó a Clay cómo plantar los pies en el suelo y colocar los hombros, cómo sostener el hacha por la parte inferior del mango y golpear con la mayor fuerza posible. El primer tajo fue muy flojo, pero sintió que una corriente eléctrica le recorría los brazos y le dejó los hombros doloridos. El abedul no tenía casi ningún rasguño.
Su padre resopló.
—Otra vez, chico. Golpea como si lo odiaras.
El árbol terminó por caer, y Clay recibió una sonora palmada en la espalda por el esfuerzo. Al terminar, Leif lo llevó a casa y dejaron el abedul donde había caído.
Y allí estaba ahora, aunque habían pasado casi cuarenta duros inviernos agrianos desde aquel fresco día otoñal. El árbol resplandecía blanco como el hueso a la jaspeada luz del sol. Clay se arrodilló, dejó el morral a un lado y luego colocó Corazón