Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nicholas Eames
Издательство: Bookwire
Серия: La banda
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874793140
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Me pidió que le dejara algo de equipo.

      —¿Rosa estuvo aquí? —preguntó Gabe.

      Kallorek se lamió la salsa de los dedos.

      —Le dije que lo iba a pensar, pero no tengo una organización benéfica, lo sabes. Soy un coleccionista. Un conservador de objetos poco comunes y cosas bonitas. —En ese momento tomó la mano de Valery, quizá inconscientemente o quizá no. Ella parpadeó como si una mariposa le hubiese pasado aleteando junto a la nariz, pero no dijo nada—. Como sea, esa canalla me robó algunas reliquias de valor incalculable y se marchó en mitad de la noche. No sé nada de ella desde entonces.

      Gabriel miró alrededor con gesto suplicante, pero Clay se encontraba a mitad de un largo y persistente sorbo de vino que tenía pensado alargar el tiempo necesario para que su amigo comenzara a explicar lo que le había ocurrido a Rosa y la aventura en la que ellos dos se habían embarcado.

      Mientras Gabe así lo hacía, Clay vio por encima de su copa cómo las cejas pobladas de Kallorek ascendían por su frente grasienta. Valery escuchó en silencio con expresión imperturbable y frotándose de vez en cuando los cortes de los brazos. Abrió más los ojos cuando oyó que se mencionaba Castia y por un instante se vislumbró en ellos un atisbo de pena —una pena débil como el gemido de un prisionero que resuena en las escaleras de una mazmorra—, antes de que su mirada se desviara a la nada. Después de que Gabriel terminó de contar todo, Kallorek suspiró y se atusó la barba trenzada.

      Valery les dedicó una plácida sonrisa y murmuró sin dirigirse a nadie en particular:

      —Muy bien.

      El pobre Gabe lucía como si lo hubieran apuñalado. Clay tenía la esperanza de que ese recelo terminara por convertirse en rabia, pero su amigo se limitó a negar con la cabeza y volvió a centrar la atención en el plato lleno que tenía frente a sí.

      Kallorek llamó a un sirviente para que acompañase a Valery a su habitación. Los tres empezaron a comer el postre (pastel de chocolate con crema batida y almendras por encima) y a beber una cerveza roja y dulce en un silencio algo incómodo. Al terminar, Kal les ofreció enseñarles su morada, que había sido construida con la intención de convertirla en un gran templo dedicado al Vástago del Otoño.

      —Invirtieron mucho dinero —les dijo—, pero ya tenían la mitad construida cuando alguien tuvo la brillante idea de que había que levantar otro templo así en la zanja. —La zanja era el nombre que los que vivían en las colinas de Conthas le daban al lecho del valle—. Y no tiene sentido subir por una colina para hablar con un dios cuando este te puede oír igual de bien desde abajo, ¿verdad?

      —Yo me pregunto para qué hace falta un templo si se puede conseguir lo mismo gritando a los cielos —aventuró Clay.

      Kallorek lo miró como si acabara de sugerir que se puede apagar un fuego arrojando sobre él unos troncos de madera:

      —Gritar a los... pero ¿de qué diablos estás hablando, Mano Lenta?

      —De nada. Da igual.

      —Sea como fuere —continuó Kal—, los sacerdotes del templo de arriba se quedaron sin dinero, por lo que aproveché el momento para comprarles la estructura por algunas monedas.

      Recorrieron un jardín abierto y siguieron un sendero de piedra que serpenteaba entre manzanos llenos de frutas. Vieron varias patrullas que recorrían las murallas del lugar, una medida disuasoria necesaria, explicó Kallorek, ya que la capilla ahora albergaba su cada vez más valiosa colección de objetos extraños.

      —¿Aún trabajas con mercenarios? —preguntó Clay.

      —Pues claro —respondió—, pero ya no es como en los viejos tiempos. El trabajo es demasiado grande para mí solo, así que he tenido que asignar a un agente para cada banda. Realizan las tareas más insignificantes: goblins y ese tipo de cosas, mientras que yo me dedico a los trabajos importantes, los cuales encargo a la banda que creo que puede hacerlos bien. Yo me llevo la mitad, el agente un diez por ciento y la banda se reparte el resto.

      “¿La mitad?”. De haber seguido comiendo, Clay se habría ahogado. Las cosas habían cambiado drásticamente desde la época en la que ellos iban de gira. En el pasado, Kallorek compartía un quince por ciento con el resto de miembros de Saga. El diez restante supuestamente correspondía al bardo, pero ninguno de los bardos de Saga había vivido lo suficiente como para llegar a cobrar su parte, razón por la que esta se usaba para lo que Gabe llamaba “cosas imprescindibles para una aventura”, es decir, para la bebida, el tabaco y la compañía de todo un regimiento de mujeres. Al descubrir cuánto ganaban hoy en día los mercenarios, la vida que se podía permitir Kallorek dejó de sorprenderlo.

      —Bueno, ¿y qué clientes tienes ahora? —preguntó Gabe, mientras se acercaban a un par de puertas de bronce muy altas—. ¿Alguna banda que conozcamos?

      Kallorek reprimió la risa al oír la pregunta.

      —Cualquiera que conozcan. Tengo agentes por todo Agria. No hay una banda en todo Cinco Reinos de la que no me lleve una buena tajada. Bueno, puede que sus antiguos colegas de Vanguardia sean los únicos.

      —¿Vanguardia sigue con las giras? —preguntó Clay.

      —La mayoría de ellos —dijo Kal, sin molestarse en explicar qué significaba lo que acababa de decir.

      “Vanguardia”. Era un nombre que Clay llevaba mucho tiempo sin oír. Barret Snowjack y sus eclécticos compañeros de banda —Ashe, Tiamax y Cerdo— habían sido rivales amistosos de Saga en el pasado. Enterarse de que aún seguían dando guerra por los caminos después de todos los años que habían pasado... hizo que le doliese la espalda solo de pensarlo.

      —Si alguien consigue espantar a un grupo de kobolds de una alcantarilla, me da para comprar un juego de cubiertos de plata —dijo Kal—. Si consiguen hacerse con el botín de una madre de basiliscos, me da para construir una nueva habitación en la casa.

      —O para poner un estanque —apuntilló Clay.

      —Una piscina, querrás decir —corrigió el agente al instante.

      —¿Y qué es lo que he dicho?

      —Has dicho un estanque...

      —¿Dónde está mi espada? —interrumpió Gabe.

      Kallorek frunció el ceño.

      —¿A qué viene eso ahora?

      —Vellichor. ¿Dónde está?

      El rostro de Kal era difícil de leer. Parecía un padre que intentaba encontrar la mejor manera de imponer su disciplina a un hijo rebelde. Llegaron ante las enormes puertas de bronce, y el agente abrió una para luego indicar a Clay y Gabriel que lo acompañaran al interior.

      —Por aquí —dijo.

      8

      Kallorek los guio por una capilla abovedada y muy iluminada por unos faroles espejados. Habían quitado los bancos, y el suelo de piedra estaba cubierto por unas alfombras sofisticadas. La enorme sala estaba desordenada, repleta de estanterías, vitrinas, exhibidores de armas, cofres y maniquíes con algunas prendas de armadura, todo colocado al azar.

      —Disculpen el desorden —dijo Kallorek echando un vistazo al lugar—. Aún estoy intentando encontrar el modo de organizarlo. Ey, miren esto. —Tomó un yelmo de la cabeza de un maniquí. Tenía una protección en las mejillas que era alargada y que sobresalía como si fueran un par de fauces envenenadas—. Perteneció a Liac el Arácnido. El pobre Liac fue devorado por un limo de cripta hace unos años. Esto es lo único que quedó de él. —Colocó el yelmo en su sitio y pasó la mano por la cota de malla roja que se encontraba debajo—. Piel de Guerra, la armadura impenetrable de Jack el Saqueador. Dicen que no hay espada ni lanza capaz de atravesarla, aunque a la sífilis no le costó demasiado… Pobre Jack.

      Se dirigió al fondo de la sala y señaló los artefactos a medida que los nombraba: