Prólogo del autor a la presente edición
Que Biografía de Azucena Villaflor esté otra vez en la calle, es una alegría y es una necesidad.
Tres editoriales estuvieron a punto de editar este trabajo en los últimos cuatro años pero no encontraron el momento oportuno. Editorial Cienflores resolvió todo en menos de seis meses. Vio la necesidad de editar este trabajo y ahora ella y nosotros estamos alegres de haberlo logrado.
El cuerpo central del texto es el mismo desde la versión de 1997, cuando las Madres cumplían apenas veinte años de rondas. A aquél texto le hicimos algunas correcciones y algunos agregados, como por ejemplo el referido a Raquel Mangin, novia del hijo desaparecido de Azucena. Pero sigue intacto el testimonio de decenas de Madres compañeras de Azucena desde la primera hora. Varias de ellas ya no están y por eso, sus recuerdos y sus opiniones crecen. Faltaban aún diez años para que los restos de Azucena fueran encontrados en el cementerio de General Lavalle y que, por lo tanto, se entendiera mejor qué había pasado con ella luego de que la secuestraran. En las páginas finales hay un agregado que puntualmente cuenta qué pasó con Azucena desde que se la llevaron de su cautiverio con destino desconocido, pero obvio para los cautivos.
La primera versión de Biografía de Azucena Villaflor apareció como “edición del autor” el 30 de abril de 1997. El liberalismo arrasaba el país y las editoriales que consultamos en ese momento, no tuvieron interés. La presentación se hizo en un local de la Asociación Trabajadores del Estado, cerca de Constitución, y me acompañaron en la mesa dos periodistas a quienes considero amigos: Marcelo Simón y Luis Bruschtein. Ahí estuvieron Pepa, Nora, Ketty, Martha, Delia, María del Rosario, Aída, María Adela, Haydée y una docena más de Madres, junto a hijos y familiares de Azucena, además de un centenar largo de amigos y familiares.
En diciembre de 2004, al término de un acto en la Casa Rosada, conversé unos minutos con el Secretario de Derechos Humanos de la Nación, doctor Eduardo Luis Duhalde y le propuse que su área reeditara este trabajo. Le pareció bien y avanzamos inmediatamente. La segunda versión apareció, entonces, en abril de 2006.
En 2011, la Cooperativa Editorial Azucena hizo una pequeña tirada, cuando iniciaron su producción. Quisieron darle sentido a su nombre, quisieron mostrar cuál era el horizonte que tenían.
Esta aparición ahora, en 2014, creo que será muy útil. Los debates sobre la relación entre la defensa de los derechos humanos y el Estado, están a la orden del día. Lamentablemente se olvidó un poco, lo esencial de esta lucha: denunciar y resistir los abusos del Estado sobre la población.
Es lo que hicieron las Madres en aquel origen.
Enrique Arrosagaray
El secuestro
Siete u ocho hombres armados esperaban en plena calle y en dos coches, la aparición de una mujer para secuestrarla. Sabían que era de estatura mediana, de pelo castaño claro y que tenía cincuenta y tres años. Seguro que tenían fotos de ella sacadas secretamente por los servicios de inteligencia, en la vía pública. Y por si estos hubieran sido pocos elementos, también poseían detalles de domicilio y de descripción física muy precisos. Los detalles habían sido provistos por un oficial de la Marina Argentina —muy joven, rubiecito y con cara de ángel— quien usando mecanismos de infiltración sencillos pero temerarios, se le había presentado como una víctima más de la dictadura gobernante, se había hecho amigo y protegido de ella y hasta la tomaba del brazo cuando andaban por la calle.
Sus inminentes secuestradores conformaban un audaz grupo de hombres con armas cortas y largas, instruidos militarmente y fogueados en docenas de hechos similares. Un grupo de hombres experimentados, dispuestos a cualquier cosa, contra una mujer.
Comenzaba la mañana de un sábado de diciembre de 1977, a apenas once días del inicio del verano. La mujer salió de su casa, descendió el escalón del umbral y se encaminó hacia la avenida. Así fue marchando hacia los hombres que sigilosamente hacían guardia, esperándola desde horas atrás. No llevaba en sus manos más que la bolsa de los mandados.
Los hombres la interceptaron en medio de la avenida y se abalanzaron sobre ella. Ella gritó, empujó, resistió, pero la fuerza de una docena de brazos, el frío omnipotente de las armas y los vozarrones amenazantes de los hombres la doblegaron. La introdujeron en uno de los vehículos y la llevaron a un lugar que tal vez nunca supo qué era, ni dónde estaba.
Todo ocurrió en la esquina de la avenida Mitre y calle Crámer, en una localidad apenas al sur del Riachuelo, curso de agua sereno y angosto pero de cauce suficiente como para que un día de enero —cuatrocientos cuarenta y un años antes— pudiera entrar Don Pedro de Mendoza con sus barquitos y fundar sobre su vera norte y en nombre del Rey de España, la ciudad de Nuestra Señora de Santa María del Buen Aire, en honor a la patrona de los navegantes sardos.
Esa localidad se llama Sarandí y es de casas bajas y humildes, de aspecto sereno y sencillo, como el arbusto rioplatense que motiva su nombre.
Aún hoy, en esa esquina, no hay ni una placa que recuerde el hecho1. Sólo la memoria de quienes quieren recordar, lo recuerdan. Y la recuerdan.
El pecado de esta mujer había sido el de buscar sin pausa a un hijo que las Fuerzas Armadas Argentinas le habían secuestrado un año antes. Por ello, los especialistas en inteligencia de la Armada de nuestro país decidieron que a esa mujer también debían secuestrarla y hacerla desaparecer.
Pero también, por algo más.
La señora Azucena Villaflor de De Vincenti —mujer a la que nos referimos, víctima de este secuestro— es reconocida en la Argentina como la creadora de la organización Madres de Plaza de Mayo; unas mujeres mayores que acostumbran, todos los jueves a la tarde, cubrirse la cabeza con un pañuelo blanco y dar vueltas alrededor de la pirámide que está en la Plaza central del país, frente a la Casa de Gobierno y a la Catedral, reclamando por sus miles de hijos desaparecidos.
Es reconocida así, por lo menos por una parte de las personas que conocen la historia, aunque también tiene mucho peso el olvido o hasta el ocultamiento de los hechos que se originan durante 1976 y que aún no tienen un final.
La historia de Azucena es entonces, una historia que sólo rompió el marco de su familia y de su casa durante un año y diez días. Nada más. Sólo a lo largo de este breve período fue una mujer pública. Y si somos sumamente estrictos, tal vez exageradamente, deberíamos decir que ese período puertas afuera y de articulación con otros, arrancó recién a mediados de abril de 1977 y duró hasta el 10 de diciembre de ese mismo año. No llegaría a los ocho meses.
Aunque en la dirección contraria deberíamos sumar los días, los meses o los años que pasó en cautiverio2; creemos, sin embargo, que fueron sólo algunos días.
Su historia personal, debemos precisar, tiene aristas comunes con las de muchas otras mujeres que pasaron por el mismo castigo que les propinara la dictadura del general Videla, iniciada en 1976. Especialmente con aquellas con las que compartió el período pre-organizativo y los doscientos cincuenta días que encabezó el movimiento de madres que se propusieron no descansar hasta encontrar a sus hijos secuestrados. O dicho de otra forma, su historia personal está estrechamente ligada a la historia del esbozo y de la formación del movimiento Madres de Plaza de Mayo y es un poco, esta misma historia.
A pesar de su entonces paso esporádico por la pasarela pública del país, su figura, su palabra, su mensaje y sobre todo su accionar, fue tan distinto al de todo el resto que la ubicaron inmediatamente como una líder natural de la lucha contra la dictadura más atroz que tuvo la Argentina y una de las más asesinas del mundo.
Una dictadura que aún tiene graves cuentas pendientes para con el pueblo argentino y para con la humanidad, aunque para la “justicia” argentina ya sea causa cerrada tras las resoluciones de presidentes constitucionales que dejaron en libertad a todos los responsables de esta gran matanza3.
Una vena abierta más —tal vez como titularía Eduardo