“Precisamente porque había tanta injusticia dentro de la Lanera —define el tío de Azucena— fue que la gente entendió que había que unirse y organizarse en un sindicato que defendiera nuestras cosas. Aquí fue que me eligieron secretario general y también trabajamos mucho desde acá en la organización de la lucha por la libertad del general Perón y en el 17 de Octubre”.
“El padre de Azucena, es decir mi hermano Florentino —sigue contando Aníbal Villaflor— murió efectivamente, trabajando en esta lanera. Resulta que en esa época él trabajaba llevando fardos altísimos de un lado a otro del galpón. Los llevaba con un carrito de esos de mano. Imagínese: ponía el carrito delante del fardo e inclinaba el fardo hacia adelante y, cuando apenas se levantaba un poquito del suelo, ahí le metía el piso del carrito. Pero faltaba subirlo al carro. Para eso tenía una soga con un gancho en la punta, lanzaba la soga por encima del fardo y clavaba el gancho en el cuerpo del fardo. Así sujeto, tiraba muy fuerte hacia sí y el fardo se volcaba sobre el carro. Ya lo tenía dominado. Miles de veces hizo ese movimiento Florentino y siempre bien. Pero ese día, el gancho no quedó bien agarrado al fardo y cuando tiró, como siempre, con toda su fuerza hacia atrás, el gancho se zafó y mi hermano se fue para atrás, sin control”.
La partida de defunción —con la firma del doctor Néstor Marciles— especificó que había muerto por fractura de cráneo, el día 23 de marzo de 1942. Fue atendido en el Hospital Fiorito y allí El Bizco —tal como le decían de muchacho por tener, justamente, un ojo desviado— dejaba cerrado su discutible aporte a Azucena, a Emma y a la historia de los Villaflor. Era el primero de los cinco hermanos en morir.
Algunos frágiles recuerdos retienen que muerto Florentino, Emma y sus hijas se fueron a vivir con su hermana Esther, a una casita en Lanús, por Caaguazú y Vélez Sársfield. Estaban a un puñado de metros de la avenida principal de la zona y a pocas cuadras de la estación de ferrocarril.
Algún tiempo después —seguramente por desinteligencias con su hermana— se mudan de nuevo, ahora con proa a la casa de sus cuñados y Josefina, quienes le dan cobijo en su casa durante un tiempo.
5 Mabel Alvarez, integrante de la Junta de Estudios Históricos de Valentín Alsina, incansable investigadora de la historia de la barriada de Valentín Alsina, ha recuperado a nuestro pedido, algunos afiches que propagandizaban obras de teatro que se presentaban en la localidad y ahí aparece el nombre de Magdalena Villaflor integrando el elenco.
6 Freire era un antiguo socialista que adhirió al peronismo, siendo desde 1946 Ministro de Trabajo de la Nación del primer gobierno del general Juan Domingo Perón.
7 Guido Di Tella fue el Ministro de Relaciones Exteriores en las presidencias de Carlos Saul Menem, y autor del legendario concepto de que con Estados Unidos había que mantener “relaciones carnales”.
Capítulo 5
Vuelta con los Moeremans
Durante su historia laboral en la Siam, Azucena cumplió la mayoría de edad, decidiendo en ese momento volver a vivir con los Moeremans. Seis o siete años estuvo Azucena sin compartir el techo con ellos, al que consideraba su techo. Por eso retornó, nadie se lo podía impedir. No hay recuerdos certeros tampoco de que alguien haya actuado en esa dirección.
En esos días fue que llegó a la casa de su tía Magdalena, lloriqueando, malhumorada, y les contó a sus tíos sobre algún conflicto que había tenido en su casa. Tal vez haya sido el originado ante su decisión de irse definitivamente a lo de los Moeremans. Habrá sido grave ese nuevo encontronazo ya que inmediatamente Alfonso y Magdalena fueron a lo de Emma para aclarar ese asunto que ponía tan mal a Azucena. Nadie contó qué hablaron. Pero la reunión fue lo suficientemente cortante y definitiva como para que Magdalena y Alfonso se volvieran con ropa, objetos y pertenencias de Azucena. Ese mismo día Alfonso compró un sofá-cama.
La casa que la recibió tenía un jardín al frente y era de madera, estaba en la calle Bernal 114 (aunque, por los cambios de numeración, en la actualidad su frente tiene el 1348), dentro de la barriada de Lanús.
Un carnet sindical de Azucena como afiliada a la Unión Obrera Metalúrgica con el número 6.398 es guardado por su hija Cecilia. Ese carnet fue extendido en enero de 1947 —Azucena tenía 22 años— y en él consta que su domicilio era en la calle Bernal 114, es decir, el de los Moeremans.
La primera pieza —que era el frente de la casa— la ocupaba una señora extraña a la familia. Luego comenzaba el hábitat que alquilaban y cobijaba a los Moeremans: disponían de una habitación grande, para el matrimonio; dos cuartos más chicos que daban a un patio descubierto; una cocina que estaba cruzando el patio y el inevitable fondo, en el que la ya vieja Clotilde criaba gallinas y plantaba todo lo que podía en una quintita improvisada. También estaba el infaltable galponcito, en donde se metía todo lo que en primera instancia no servía, pero que con cualquier excusa todavía no se tiraba a la basura.
Apenas se incorporó Azucena, en uno de los cuartos chicos siguieron durmiendo las dos hermanas mayores con su abuela y en el otro cuarto —que hasta ese momento había funcionado como comedor— Alfonso instaló el flamante sofá-cama.
Allí, juntas, durmieron hasta agosto del 49 Lidia y Azucena.
Para Lidia, Azucena siempre fue la grande, el objeto a alcanzar, el ejemplo. Pero sobre todo, la gran compinche. Para Azucena, Lidia era la más chica, a la que podía ordenar, peinar, hacerle rulos, sentarla a hacer los deberes y todo lo que se le ocurriera.
“Yo trato de ubicarme en aquella época —cuenta Lidia— y me veo siempre atendida por Azucena o por mi abuela Clotilde. Más por Azucena —dice, mientras frunce el seño para precisar su recuerdo—. Mi mamá trabajaba irregularmente, pero siempre estaba vinculada a alguna obra de teatro y también para esa época a la radio, no era extraño que no estuviera en casa. Pero a Azucena sí la recuerdo a todas las horas del día”.
“Ahí, en ese comedorcito transformado en pieza para nosotras, Azucena me explicaba a la noche los resúmenes que le había pedido que me preparara para la escuela durante el día (…) ¿Que por qué de noche? ¡Para que mis padres no me retaran! Ella me preparaba los deberes y los resúmenes para las lecciones, pero me las explicaba para que aprendiera algo y supiera defenderme en la escuela. ¡Y los chistidos de mis padres o de mis hermanas para que nos dejáramos de cuchichear y para que los dejáramos dormir!
Todo mi sexto grado —el último del ciclo primario en aquella época— lo cursé con Azucena atrás, ayudándome, exigiéndome, guiándome. Sobre el fin de ese año llamaron en mi escuela a un concurso entre los chicos de los sextos para elaborar una composición de despedida. ¡No tuve mejor idea, distraída, que contárselo a Azucena! Escribió un texto de locos, buenísimo, me lo hizo memorizar y al otro día, en la escuela, lo escribí tal cual. ¡Vinieron las felicitaciones, se la leían entre las maestras: era un hallazgo! Yo, claro, me sentía contenta y orgullosa. Pero después de las felicitaciones me dijeron que la tenía que leer en la fiesta de fin de año frente a toda la escuela. ¡El orgullo se me fue al piso y me quería morir!, nunca había leído nada en público, me daba vergüenza y dije que no, estaba desesperada. Pero la maestra en la escuela y Azucena en casa, coincidieron sin saberlo: ¡¡tenés que leerlo!! Y lo leí (…) Para esa época a Azucena la recuerdo como a una muchacha bien formada, con buen busto y un pelo rojizo natural que usaba suelto, que impactaba. ¡A lo Rita Hayworth!, decía ella, riéndose de sí misma”.
Además de trabajar duro en Siam, Azucena se enamoró dentro de esos tinglados de un trabajador que, a pesar de que tenía sólo veintitrés o veinticuatro años, ya llevaba una decena de años de empresa porque había empezado de cadete a los catorce.
Este muchacho se llamaba Pedro Carmelo De Vincenti. Había nacido