Mis padres se casaron por amor, aunque también mi madre había cumplido ya los 30. Durante los 11 años que estuvo casada con su primer marido, todos los amigos de éste sabían que podían “festejarla”, pero nada más; en este caso, la fatalidad se unió con los encantos de mi padre e incluso el argumento de más peso —mi hermanastro Otto— quedó sin efecto. Su padre lo envió a estudiar a Holanda, pero yo nací en la casa de Gedong Lami que mi padre ya había heredado en aquella época. ¿Es posible que mi padre fuera amante de mi madre antes de que se casaran? Nunca se lo pregunté y no sé si me hubiese contestado la verdad. Sin embargo, recuerdo bien las cosas sabias que proclamaba mi padre en mi presencia sobre los celos: todo lo que sucedió antes de ti no es asunto tuyo, y cosas por el estilo. Es asombrosa la tranquilidad con la que el burgués ilustrado se toma a sí mismo por norma. El pasado está muerto; a partir de aquel momento llegué yo. Me inclinaría a considerarlo como un rasgo característico de una personalidad fuerte, si no estuviera seguro de que estas victorias sobre el pasado son muy fáciles para quien fue bendecido con escasa imaginación.
En poco tiempo mi padre adquirió fama como terrateniente, también en la región de Meester Cornelis. En Villa Merah —que se encontraba en la carretera de Buitenzorg— se había hecho notar en repetidas ocasiones. No sé si la servidumbre —que dio origen a tantas “situaciones rusas”— ya se había abolido en aquellos tiempos, pero los terratenientes que vivían un poco apartados o que tenían suficiente carácter para enfrentarse a funcionarios con sentido ético, vivían como príncipes. La escuela de Multatuli22 estaba sólo en sus comienzos. Mi padre, que era un “particular”, no hacía más que hablar con desdén del “desastre de las tendencias éticas”; dividía a los funcionarios en dos grupos: aptos e ineptos. Los primeros eran los que reconocían como necesaria la actuación caprichosa de los “particulares”; los segundos, según él, unos burócratas arrogantes que se creían muy por encima de los sadja particulares23 porque tenían un ribete en la gorra. La dificultad para el “particular” era mantener su autoridad en determinadas circunstancias si la policía sólo podía presentarse después de que le hubiesen robado o lo hubiesen asesinado. Durante un tiempo, las fincas privadas entre Buitenzorg y Meester Cornelis fueron atacadas por grupos de bandoleros.
Ya desde el principio mi padre tuvo que hacer frente a la rebelión en Villa Merah. Los nativos que vivían en sus tierras se negaban a pagar el alquiler que les exigía mi padre por sus tiendas. Mandó que los echaran y que cerraran las tiendas —o barracas, como las llamaba él—. Esa mis-ma tarde recibió la advertencia de su djuragan (capataz) de que el pueblo estaba a punto de abrirlas otra vez. Mi padre avisó al demang (jefe de la policía) más cercano, pero sabía que tardaría horas en llegar, así que fue al encuentro de los descontentos en compañía del djuragan. Llegaron más o menos al mismo tiempo a las barracas cerradas; por un lado mi padre y su capataz, y por otro, el pueblo. Los cabecillas empezaron a gritar, mi padre sacó la pistola del bolsillo, se plantó en medio de la carretera delante de las barracas y dejó bien claro que dispararía al primero que levantara una mano. La muchedumbre murmuró, titubeó y dio vueltas, hasta que finalmente se retiró. Al anochecer, cuando el demang llegó, se limitó a echarles un sermón.
Veinte años más tarde, quizá, mientras paseaba con mi padre por Bandung, nos llamó el propietario de una warung —aunque la tienda era tan bonita que la llamaba con razón toko— que casi se lanzó a los pies de mi padre y le preguntó si no era “tuan Dikruk”.xxxix Aquel nombre, que procedía de su época de terrateniente, sorprendió agradablemente a mi padre; aceptó la invitación del hombre para visitar su tienda y beber su cerveza Bock. Se llamaba Sarib,xl se había hecho rico a fuerza de trabajar duro, pero antes había sido uno de los habitantes de Villa Merah. Así fue como salió a colación el episodio de las barracas del que yo nunca antes había oído hablar: Sarib pertenecía entonces al bando de los descontentos. Más tarde regresé alguna vez a su tienda, mientras esperaba el tren a Cicalengka, puesto que había una estación allí cerca. Cuando me hablaba de mi padre, parecía contento de haber superado el temor que le infundía en otros tiempos, pero siempre lo hacía con respeto. Guardo en la memoria esta frase: “Kalu tuan Dikruk sudah plintir kumis, kita semua gemeter” [Cuando el señor Ducroo torcía sus bigotes, todos temblábamos].
Entre Villa Merah y Gedong Lami, mi padre administró durante algún tiempo una finca que había sido propiedad de un chino. Después de vender Villa Merah decidió arrendar esta finca que tenía fama de peligrosa. Su antecesor, el chino, cerraba a las seis de la tarde todas las puertas y ventanas y ya no dejaba entrar a nadie, fuera quien fuera el que llamara a su puerta. A mi padre le habían advertido que uno de los djuragans tenía conexiones con los bandoleros. El día en que puso en fila a los nativos que vivían en la finca para pasar lista y así conocerlos personalmente, se topó con el nombre Ali-Biman. El hombre que así se llamaba, un fornido malayo que estaba en cuclillas, se levantó, se acercó a mi padre que seguía sentado en el escritorio pasando lista y, cuando estuvo justo a su lado, se puso de puntillas y, mirándolo desde lo alto, le dijo con la voz desdeñosa del nativo que se cree fuerte, y pronunciando palabra por palabra:
—Yo soy Ali-Biman.
Mi padre, que reconoció al djuragan contra el cual le habían advertido, se levantó enseguida de un salto y, mientras casi le escupía en la cara, con los ojos a dos centímetros de los del hombre, le contestó:
—Y yo soy tuan Dikruk y hoy tenemos que conocernos bien el uno al otro, Ali-Biman. Yo sé quién eres, pero tú todavía no sabes quién soy yo; así que mírame bien y entiende que puedo aplastarte como a un piojo cuando quiera.
Hablando en malayo fluido y con esa última comparación que en ese idioma suena menos patética que en su traducción, logró dar con el tono adecuado. El hombre empezó a parpadear, luego hundió la cabeza entre los hombros y regresó a su sitio, donde volvió a sentarse en cuclillas.
Más tarde se evidenció que, en efecto, estaba involucrado en los robos. Mi padre lo declaró de antemano responsable de todos los pillajes que se produjeran en sus tierras:
—No soy de la policía y no tengo nada que ver con otras fincas, pero si pasa algo aquí, sabré encontrarte, Ali-Biman.
Nunca llegó a pasar nada; sin embargo, un día Ali-Biman desapareció. Mi padre recabó información sobre su paradero y se enteró de que había intentado entrar en casa de un árabe. El árabe