Al mediodía rindió su alma el piloto automático. Era un grave problema con aquel calor ecuatorial, porque habría obligado a uno de nosotros a aguantar llevando la caña bajo el sol en vez de poder buscar la sombra de las velas o de la cabina. Lo desarmé y pude arreglarlo, porque tenía una avería que ya conocía de otras veces: se había soltado la correa de la transmisión. Lo gracioso es que al volver a montarlo me sobraba una pieza azul redondita, y a pesar de no ponerla el piloto funciona. Sospechamos, y luego nos confirmaron, que era un pito que hace sonar las teclas, porque en efecto ahora no sonaban. No era una pieza imprescindible para su funcionamiento y decidí dejarlo así, mudo, hasta el descanso eterno. El resto del verano estuve temeroso de que ese piloto, con muchos años ya de servicio, terminara fallando del todo, y de hecho consulté las tiendas de acastillaje donde podría comprar otro en las siguientes escalas, pero finalmente aguantó hasta llegar a Santander.
El paso de tortuga que llevábamos nos impidió entrar a dormir a Arcachon y tuvimos que hacer noche en el mar. Al pasar frente a su entrada, cuando el horizonte ya enrojecía como una chica joven, me comuniqué por radio con Cap Ferret para informarles de nuestro paso, el número de personas a bordo y nuestro destino, como medida de seguridad. Por suerte de Arcachon hacia el Norte ya no había ejercicios de tiro y podíamos hacer los bordos como quisiéramos, que de noche solemos preferir más lejos de la costa para evitar los peligros. El siguiente reto era poder entrar en un puerto de la desembocadura del Garona, posiblemente Royan, al final de la pleamar de madrugada, que era a las 6 h, porque contra ese río, uno de los más caudalosos de Francia, no se puede navegar a contracorriente. Otras sesenta millas, esta vez de navegación nocturna, que echar al coleto. Y tuvimos suerte porque volvió a soplar el viento por el través de fuerza 4, que nos permitió navegar a vela a cinco nudos y casi sin olas, y fue una experiencia maravillosa. El anochecer sin nada que amueblara el horizonte, la luna llena reflejándose en un océano de tinta, las estrellas, la poesía del universo... un lugar paradisiaco, como antes del Pecado Original. Antes de salir el sol íbamos tan bien que, en el cambio de guardia a las 5 h, Iker y yo comentamos la posibilidad de seguir hasta La Rochelle. Desde nuestra posición actual habrían sido, a rumbo directo, algunas millas más que entrar a Royan. Pero tuvimos que descartarlo al amanecer cuando aquella brisa nocturna se acabó, y bajo la sonrisa del sol el pronóstico era llegar a La Rochelle a las 21 h, un día más en el mar y principalmente a motor. Así pues decidimos quedarnos en Royan, uno de los principales puertos del estuario del Garona.
Tuvimos a la vista el estuario a eso de las 9 h, y ya se nos había pasado la oportunidad de entrar con la pleamar de madrugada, que era a las 6 h. Por eso desde el amanecer fuimos navegando echando el freno para no llegar con la marea en contra, y llegamos a la hora de comer. La entrada fue como siempre en los estuarios, con algunas olas rompientes rodeándonos en los bajos, pero esta vez aderezada con aviones de caza sobrevolando nuestras cabezas, con que el piloto automático volvió a quedar caput, y todo bajo un sol de plomo. Una joya. Abordamos el estuario con la fuerte corriente de marea aún bajando, y en esas condiciones y con el motor a tope no hacíamos ni dos nudos. Pero cuando se invirtió y la llevábamos a favor corríamos a cinco nudos. En su entrada está el famoso faro de Cardouan, en mitad del mar, el más antiguo de Francia, al que llaman “el rey de los faros y el faro del Rey”, porque tiene una habitación para el rey, de cuando Francia aun tenía una testa coronada, y hasta una capilla. Es ese faro construido sobre una lágrima de arena, al que llevan a los turistas en vehículos anfibios.
Entramos en Royan (45º 37,14’ N; 1º 1,50’ W) a las 14.26 h, después de hacernos 125 millas en 33 horas desde Capbreton. Inicialmente amarramos en el pantalán de espera, frente a las oficinas de la marina, sin problemas. Pero en la maniobra para desamarrar y dirigirnos al interior del puerto se nos trabó la pala del timón con un cabo, porque había mucha corriente hacia la dársena interior y al soltar las amarras el Corto Maltés derivó hacia popa. Tardamos como media hora en resolverlo, lo único que nos faltaba después de la noche agotadora. Estábamos tan exhaustos que no tuvimos ganas ni de visitar Royan, ya que el día siguiente nos esperaba otra navegación de las largas, unas sesenta millas, y pasamos la tarde descansando y dormitando en el barco. La parte buena, que el pronóstico era de viento muy favorable pues vendría del Suroeste, que en esa costa es como un regalo.
Y vuelta a sumar. Volvimos a madrugar para una etapa larga a algún puerto de la costa Este de la Isla de Oléron en vez de hasta La Rochelle, pues vimos que desde esa isla era más corto retroceder luego hasta el río Charente, como comentaré después. La estrategia para salir del estuario del Garona está muy bien descrita. En teoría deberíamos llegar al sitio donde el río Garona se encuentra con el mar en pleamar, para evitar el encontronazo del agua dulce del río bajando con el agua salada del mar subiendo, de distinta dirección y fuerza, que genera olas rompientes peligrosas en las desembocaduras. Pero ese estuario es tan enorme que desde Royan hasta la desembocadura hay unas doce millas, y llegar al mar con la pleamar significa hacer esas doce millas contra la marea entrante, o sea, contra una corriente de marea de unos tres a cinco nudos. Por eso, sabiendo cómo había estado el mar el día anterior y pensando que no habría muchas olas de mar de fondo ni de viento, y por tanto no habría rompientes, hicimos las doce millas a favor de la marea vaciante. Y resultó una pausa antes de arremangarnos para navegar “de verdad”.
Porque a mitad de camino notamos que se había levantado un vientazo del Oeste, justo de cara, y fuimos viendo las tremendas olas que había formado, no pronosticadas, de unos dos metros y algunas rompientes. Fueron tres horas de infarto, en un mar que buscaba el K.O. y no la victoria por puntos, con la mayor en el primer rizo, el génova al 50 % y el motor a tope, y localizando los puntos duros del barco con la cabeza cada vez que entrábamos a la cabina para algo. Además nos llegaba un olorcillo a quemado que nos hizo temer por el motor, pero después de revisarlo todo no encontramos la causa. O bien venía de tierra o era algún reflujo de los humos del escape provocado por el viento. Por si fuera poco, en toda la vorágine oímos como un arcabuzazo y era que se había roto el pajarín (el cabo que sujeta la vela mayor por debajo), la vela se puso a flamear y tuvimos que cambiarlo haciendo equilibrios sobre la cubierta en mitad de aquella coctelera. Y además lloviendo. Estábamos tan fastidiados que decidimos salirnos del canal balizado, que se adentra cinco millas en el mar, por la penúltima boya roja en vez de por la última, al comprobar que ya habíamos superado los bajos que jalonan el estuario por el Norte y que se llaman “Banco de La Mauvaise” (“La Malvada”). La Guía Imray advierte de esta zona:
Está fuertemente aconsejado evitar el Banco de La Mauvaise (y otros anejos) y contornearlos ampliamente para tomar el canal de entrada a La Gironde, en razón de la presencia de olas rompientes que se forman sobre estos bancos.
Y era verdad, porque las estábamos viendo a nuestro estribor durante todo el recorrido. Pero aquella virada tal vez un poco precoz supuso el tránsito de lo peor a lo mejor de la vela. Al tomar rumbo Norte aquel vientazo del Oeste pasó a entrarnos por el costado de babor, y el resto de la jornada fue una galopada de seis horas en quinta velocidad, prácticamente en un solo bordo, sin bajar de seis nudos y con puntas de nueve, lo que para el Corto Maltés es una auténtica proeza. Las olas, ya sin el efecto del río, solo eran de un metro y no rompientes, muy manejables, y lo único malo que no paraba de llover y tuvimos que ir abrigados como cebollas, con toda la ropa de aguas puesta, después de la sesión de calor del día anterior. Lógicamente con aquella meteorología tristona y con aquel mar arrugado decidimos contornear la isla de Oléron por el Oeste y luego por el Norte, descartando pasar por su extremo Sur, conocido como el Pertuis de Maumusson (45º 47,21’ N; 1º 14,65’ W) que parece la ruta más directa, un atajo que te permite ascender a sotavento de la isla, protegido tanto del viento del Oeste como de las olas. Pero es un paso peligrosísimo en razón de los bajos fondos y las olas rompientes que se forman. La Guía Imray dice de ese paso:
Atención. El Pertuis de Maumusson tiene una barra muy peligrosa que cambia constantemente y puede ser menos profunda que lo marcado en las cartas. La fuerza de la marea sobre esta barra, combinada con cualquier mar de fondo procedente del exterior, causa