En la Capitanía había expuestas y a la venta unas acuarelas de temas marinos de un pintor local que nos interesó, pero el marinero no supo darnos referencias ni estaba autorizado a venderlas. Nos indicó que el artista vivía en uno de los barcos allí apalancados en la segunda dársena, que nos señaló. También había un intercambiador de libros de lo más cutre que he conocido, pues era una simple caja de madera sobre un mostrador, donde apenas cabían diez libros. Entre los papeleos de la Capitanía, la ducha y la cena no nos dio tiempo a recorrer el pueblo.
Se nos ocurrió cenar en un restaurante con las mesas de la terraza pegando al puerto, que aparentemente no estaba muy lleno pero donde tardaron dos horas en servirnos. Los barcos estaban amarrados tan cerca de los paseantes como para verles el blanco del ojo, y desde las mesas todo el mundo se metía en su vida sin decir “con permiso”. Desde allí estuvimos entretenidos filosofando sobre la vida de una pareja madura que vivía en uno de esos catamaranes ruinosos que he comentado. Todo el barco estaba lleno de trastos desordenados, de telas tapándolos, y tenía hasta andamios colgando por las bordas para acceder a las reparaciones del exterior de los cascos. Tenían una hijita de unos diez años aburrida como en el castillo de los bostezos, a la que habían hecho un pequeño columpio colgado de la botavara, y fuera, en el puerto, sus tres bicicletas para los desplazamientos. Obviamente se habían establecido en aquella ruina intentando restaurarla, pero por la edad canónica de la pareja y los compromisos que les habría creado tener esa hija era evidente que no soltarían amarras nunca. ¡Qué pena esos sueños truncados! Seguramente ellos se veían dando la vuelta al mundo, nosotros solo podíamos ver aquella vida en pantuflas.
Dormimos perfectamente en el desguace y empezamos el día siguiente saliendo de Rochefort a las 7.00 h para pasar la esclusa y dejar el barco amarrado en el pantalán exterior, con objeto de poder visitar la ciudad y luego seguir navegando río abajo cuando nos conviniera, no forzados por el horario de la esclusa por la tarde. El pantalán exterior es uno paralelo al río en una zona que queda en seco en las mareas vivas pero con cierta cantidad de agua en las mareas muertas, como era aquel día. Se trata de un pantalán de espera pero provisto de agua y electricidad, utilizado además por algunas barcas de tráfico local, y que curiosamente tiene sus extremos con forma de proa de barco para no hacer mucha resistencia a la fuerza del río. Aun así tenía las dos puntas aboyadas por los golpes de los troncos que arrastraba. Amarramos de proa a la corriente y con el timón bien sujeto a la vía, y nos fuimos a conocer Rochefort, que nos encantó. Es sorprendente la Cordelería Real, una fábrica de cuerdas impresionante. Es una nave industrial de unos 300 metros paralela al río, perfectamente conservada (ahora es un museo), en un terreno de césped como el de un campo de golf y asomada al río a través de un paseo peatonal, con algunas esculturas alusivas a su actividad y un patio posterior empedrado. Una zona verde de expansión de la ciudad extraordinaria. A su lado está el dique seco donde se construyó la réplica de la fragata L’Hermione, la original de 1779. Durante su construcción ese dique era un punto de atracción turística por sí mismo, y ahora que la réplica ya está finalizada y navegando por distintas concentraciones de barcos clásicos en todo el mundo, ha quedado huérfano. Para intentar mantener cierto atractivo se ha construido un parque infantil de tirolinas, camas elásticas, y similares, sobre una segunda réplica de L’Hermione que esta vez no tiene intención de navegar.
También nos acercamos al barco del pintor de acuarelas que nos interesó pero estaba desierto. Iker tenía interés en comprarle alguno de sus dibujos y le dejamos una nota, a la que ese mismo día contestó por email y consiguieron concretar posteriormente la compra por Internet. A pesar del aspecto descuidado del barco su capitán aseguraba que aún navegaba, aunque ahora estaba en “dique seco” por algún problema familiar.
Luego descendimos el río y en un día precioso de vela llegamos a La Rochelle (46º 8,67’ N; 1º 10,76’ W) deshaciendo el camino que habíamos hecho dos días antes por Pertuis d’Antioche. Allí necesitaba quedarme cuatro días para el cambio de tripulación. Por el camino llamé a la Capitanía de La Rochelle para pedir atraque en el Puerto Viejo, en pleno centro urbano. Es un puerto limitado a barcos pequeños (el canal esta dragado a cincuenta centímetros y el puerto a un metro) y los barcos grandes deben quedarse en el puerto de Les Minimes, antes de La Rochelle a estribor. Me dijeron que para los dos primeros días sí me daban plaza, pero a partir del tercero estaban esperando un acontecimiento náutico en el que vendrían muchos barcos visitantes y tendría que cambiarme a Les Minimes. Así pues enfilamos el canal e hicimos una entrada poco operística entre las dos famosas torres defensivas medievales para llegar al Puerto Viejo. Antes se deja a estribor la esclusa que conduce al muelle del Sur, llamado Bassin del Chalutiers (sería como el puerto pesquero) y después de pasarla una nueva esclusa lleva al muelle del Norte, el Bassin des Yachts (sería como el puerto deportivo). Pero Iker y yo fuimos al muelle no esclusado, el Puerto Viejo.
En la entrada del canal nos cruzamos con el Joshua, el famoso barco de acero de Bernard Moitessier, el purasangre de la vela francesa. El barco se había recuperado después de su último naufragio, se había restaurado, y ahora tenía la categoría de monumento histórico nacional francés y se seguía usando para navegar y dar a conocer la figura de Bernard. Al cruzarnos dimos la vuelta para navegar un rato a su costado y hacernos fotos. Luego, comprendiendo que tendría que volver a La Rochelle, nos propusimos conocerlo. Tiene su puesto de amarre en el Bassin del Chalutiers junto a un mercante a cuyo bordo se ha instalado el Museo Marítimo de La Rochelle. Nos enteramos a qué hora volvía, nos enrollamos con la chica de sonrisa Profiden de la taquilla del Museo Marítimo para que nos dejara pasar, y sin cobrarnos, a pesar de que ya había cerrado (el rollito de dar la vuelta a su país en un velero de seis metros parece que era eficaz) y nos presentamos en el pantalán mientras amarraban.
Allí nos enrollamos con Philippe, el capitán, y Françoise y Laurence, las tripulantes, que nos enseñaron todo y compartimos casi una hora de anécdotas y conversación sobre su héroe. Una experiencia extraordinaria estar en ese barco tan famoso como el Arca de Noé, donde escribió sus libros, donde dio su mítica vuelta y media al mundo durante la Golden Globe renunciando a ganarla con tal de no volver a Europa, y donde vivió su vida bohemia flaco y en posición de loto. La verdad es que es un barco muy mangudo, de francobordo muy bajo, y visto de cerca hasta feo. Tiene varias abolladuras en el casco, que es de acero y se quedan como los golpes en un coche. Pero es curioso ver los inventos de Bernard, por ejemplo el timón interior mirando a popa para ver acercarse las olas en las grandes latitudes, los guardines del timón exterior hechos con un simple cabo dirigido con poleas (sencillo y todo a la vista para que sea fácil de reparar), los manguerotes de la cubierta terminados con una cámara de moto, o los trabajos de ebanistería en la mesa. Yo no soy especialmente forofo de Moitessier, y creo que para conocerle es fundamental leer el libro de Françoise, su mujer, 60.000 millas a vela aparte de sus propios libros. Un gran navegante y comunicador pero un hombre al fin y al cabo, y como todos, una desgarbada colección de puntos flacos, con sus inseguridades, sus contradicciones y sus miedos. Bernard concretamente, cuando navegaba con Françoise tenía un miedo oscuro a las arribadas a puerto, por sus experiencias de naufragios anteriores (con todos sus barcos naufragó cerca de la costa). Y sobre todo sus problemas con las mujeres, que resumió una de las tripulantes del Joshua con esta frase, que sonaba como un sopapo: “Bernard acabó destrozando todos sus barcos... y todas sus mujeres”.
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