Ladrar al espejo. Álvaro González de Aledo Linos. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Álvaro González de Aledo Linos
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788417845247
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Fundación Nao Victoria. Con sus 51 metros de eslora pretende emular a los galeones que en el siglo XVII comerciaban con diversos puertos de América y de Asia, y entonces se encontraba en un viaje promocional por las costas de Francia. Volveríamos a cruzarnos con él, navegando, más adelante en este viaje. Tiene un bauprés extraordinario y tres mástiles para sus siete velas. Es de madera de roble, iroko y pino, e incluye toda la tecnología moderna por motivos de seguridad. Recibía visitantes mediante el pago de una entrada. Estuvimos hablando con uno de sus tripulantes, de La Coruña, nos pusimos al día de nuestras respectivas singladuras, y nos enseñó el velero. Cuando ya había confianza nos manifestó su decepción porque siempre navegaban a motor, ya que a vela era un barco tan lento que haría parecer ágil a un robot (creo que me dijo tres nudos a vela y diez a motor) y su principal trabajo era lijar y barnizar, cuando él se había embarcado como voluntario por el afán de aventura y de aprender a navegar a vela en una nave histórica. La vida misma.

      Habíamos llegado a La Rochelle un viernes, y el sábado se despidió Iker para volver a España. Yo debía quedarme dos días más a esperar a mi amigo Mario Soler, mi siguiente tripulante, que me acompañaría hasta Brest. Aunque al principio me dijeron que en el Puerto Viejo solo podría quedarme hasta el domingo, por la cantidad de barcos que esperaban, el sábado por la mañana me crucé con el capitán del puerto y lo primero que me dijo es que me había encontrado un hueco de un barco local y podría quedarme allí, en pleno centro de La Rochelle y en medio de todo el ambiente de barcos clásicos, hasta que me marchara el miércoles. Es lo que suele pasarme y una de las ventajas de un barco pequeño, que te encuentran sitio fácilmente en sitios no expresamente reservados al tránsito, pero utilizables al fin y al cabo. O sea que toda mi estancia en La Rochelle disfruté de la comodidad de la cercanía al centro, y sobre todo de una sorpresa inesperada. Suelo decir que quien cree en las coincidencias es que no presta suficiente atención a los detalles. Después de toda una mañana detectivesca me enteré de que el Joshua iba a amarrar en el Puerto Viejo durante la semana náutica, saliendo de su retiro habitual en el Bassin del Chalutiers para estar más “visible” y accesible a los visitantes. Y tras algunas gestiones, hacerme el encontradizo y eso, forzar las coincidencias, conseguí estar abarloado al Joshua, de Moitessier, lo que sería la primera foto mítica de este viaje, igualando o superando a la de la Torre Eiffel que comentaré mucho más adelante.

      Los cuatro días en La Rochelle fueron una pausa reparadora en aquella navegación. Aproveché para vagabundear por los muelles, algo de lo que siempre se aprende. Ves por allí los extremos del universo náutico. En lo más cutre, las famosas “joyas del pantalán” que adornan algunos puertos, y que ya os dije que en Rochefort eran legión. ¿Qué tristes historias esconderán estos barcos abandonados, algunos muy valiosos, dejados a pudrir en un sitio lejano? A veces ocultan el fallecimiento de su capitán y el desinterés por la náutica de los herederos. Otras veces un drama personal, una ruptura sentimental, un amor descuidero o simplemente el aburrimiento por seguir navegando, y un capitán solitario acaba de ermitaño en una de esas ruinas contando historias casposas hasta el descanso eterno, lejos de su familia y hasta de su país. Y otras veces a optimistas patológicos que dicen que están preparando el barco para dar la vuelta al mundo, pero ya llevan 10, 15 o 20 años haciéndolo, sin darse cuenta de que el tiempo no pasa en balde y ya solo están para cederles el sitio en el autobús. En el otro extremo los barcos de millonario, barcos de muchos ceros en el talonario, que siempre habían sido de motor y empiezan a ser de vela como un esnobismo más del propietario. Porque cualquier parecido de la navegación en esos palacios flotantes con la noción que tenemos de la vela es pura superchería. Barcos sobrados de repipiez, que pagan más de mil euros por noche en los puertos de tránsito para llevar una vida de castillo, que necesitan varios marineros contratados y se permiten todas las excentricidades, como colocar macetas gigantes en la bañera o, como un catamarán que vi en La Rochelle, llevar como vehículo auxiliar para desplazarse un quad anfibio. Luego están los barcos históricos y sus réplicas, como el Joshua o el galeón Andalucía, y por último los barcos con un uso atípico, como el mercante que ya comenté que alberga el Museo Marítimo de La Rochelle.

      Uno de los días lo tuve que pasar encerrado en mi cáscara de nuez por el tiempo sucio. Fue una noche de chubascos en la que tuve que tapar hasta la rejilla de ventilación del tambucho para que no salpicase, y un día en que la niebla se licuaba. Dentro de lo malo estaba cómodo en el Puerto Viejo, con agua, luz y wifi para pasar el rato. Aunque lo de la luz era relativo, porque la torre del pantalán tenía un contador automático que saltaba cada equis horas, me quedaba sin electricidad y tenía que salir a activarlo de nuevo bajo la lluvia. Pero eso, comparado con los chubascos que te pillan navegando, no era nada. Los pantalanes del Puerto Viejo, como muchos otros en Francia, tenían ya una medida de seguridad tontísima pero que salva vidas. Es tan simple como unas escaleras como las de las piscinas, para que si te caes al agua puedas salir. Antes no se le había ocurrido a nadie, pero con el peso de la ropa mojada es casi imposible subir al pantalán sin escalera. Si ya cuesta por el borde de la piscina en bañador, imaginaos con el peso de la ropa y con un desnivel mayor que el de las piscinas. Y no os digo nada si el que se cae, que es muy frecuente, está bebido al volver a bordo después de una parranda. Más de uno se ha ahogado en medio de un manoteo inútil.

      Los demás días disfruté de un tiempo veraniego y dediqué la estancia a las cosas de la vida práctica. Varios viajes al súper para la compra y los cuidados del motor y de las velas. Respecto al motor, de La Rochelle hacia el Norte entraba en vigor mi nuevo seguro, que ya dije que tuve que cambiar porque el de Axa solo me cubría hasta 200 millas del litoral español. Pues el nuevo seguro me exigía para la cobertura de robo del fueraborda que estuviera instalado de manera fija o mediante algún sistema antirrobo. Así que tuve que candarlo. Para mí era un incordio adicional en caso de trabar algo con la hélice y tener que sacarlo con urgencia, pero había que hacerlo. También revisé los niveles de aceite. Respecto a las velas, redirigí el cabo del nuevo sistema de rizos que me instaló Iker, para lo que tuve que cambiar algunas poleas de la base del palo y repensar y redistribuir los mordedores. Además marqué con rotulador negro el punto de cierre del mordedor sobre el cabo del rizo para ponérmelo fácil cuando navegase en solitario. Por otra parte llevé a arreglar las gafas, que habían empezado a dejar caer el cristal de estribor. ¡Ay, las gafas! No paran de salpicarse al navegar, luego se secan pero se queda el salitre, se te pueden caer al agua y se te pueden romper. Yo en ese viaje llevaba seis pares por si acaso. Nunca olvidaré el caso de uno que naufragó y no pudo dar su posición a Salvamento Marítimo porque en el vuelco había perdido las gafas de cerca y no era capaz de leer sus coordenadas. En La Rochelle todas las ópticas cerraban, curiosamente, el lunes por la mañana, y tuve que repetir la gestión por la tarde.

      Una tarde fui en la bici a las proximidades de lo que llaman, pretenciosamente, “el faro del fin del mundo”. Obviamente ningún mundo finaliza allí, en La Rochelle, y es una réplica del que reconstruyó un vecino de La Rochelle, André Bronner, en la isla de los Estados, en el cabo de Hornos. Allí se situaba el faro que hizo célebre Julio Verne en su novela de 1905. El faro, construido en 1884, había sido abandonado a su suerte en 1902 por las condiciones inhóspitas de aquella isla, hasta que fue redescubierto por André, que se propuso restaurarlo. Y en efecto lo consiguió, volviendo a alumbrar la noche en 1998, y construyéndose su réplica para La Rochelle en el año 2000. Desde entonces es una imagen típica de la entrada por mar a La Rochelle.

      En esos días recibí buenas noticias de mi familia (mi hijo y su pareja conseguían trabajo) y en España triunfaba la moción de censura del PSOE, llegando de nuevo a la Presidencia del país un socialista. Detalles que me venían como de muy lejos, pero que demostraban que la vida “real” seguía adelante ajena a nuestras vicisitudes en el barco, pequeñas como una molécula pero que llegaban a absorber todo nuestro esfuerzo. Pero os lo digo a corazón abierto, lo mío a bordo también era muy real. Había quedado con Mario que intentaríamos remontar el segundo río de esta travesía, el Sévre Niortaise, que desemboca al Norte de La Rochelle en otro mar interior, esta vez entre la Isla de Ré y el Continente, llamado Pertuis Breton. Su desembocadura se seca en bajamar en varias millas a la redonda. Pero en pleamar permite acceder primero a través de cultivos de mejillones, luego a través de un paisaje campestre de los de hacer reverencias, y finalmente superando una esclusa y un puente levadizo,