El pequeño hizo lo mismo a su vez. Gimió con un puchero para hacerle entender que sí, que necesitaba salir de la cuna.
—Pues vamos —le puso el chupete en la boca y lo cogió para apoyarlo contra su pecho—. ¿Verdad que sí, precioso? ¿Vamos a desayunar?
Patrick la llevó hasta la puerta que quedaba enfrente de la habitación donde ella iba a dormir. La cocina era muy elegante, también de diseñador, por supuesto. Pero Lía ya no estaba tan impresionada. No importaba el dinero o si los muebles valían más de lo que una familia de clase media podía permitirse. Importaba que estuviera pendiente del niño, que lo cuidase. Parecía dispuesto a hacerlo, se preocupaba por él, pero parecía muy tenso cada vez que lo miraba, y Lía no quería ni pensar en cómo de nervioso estaba cuando lo cogía en brazos.
Era peor que un padre primerizo. Y Brandon lo notaba.
Por eso estaba más relajado con ella. Se atrevía a dejarse ir, sabiendo que estaba a salvo. Iba a tener que trabajar en eso para que hubiera un vínculo entre ambos varones.
Mientras lo calmaba y observaba lo patoso que era el todopoderoso Patrick McBane preparando un simple biberón de leche en polvo, recordó la primera vez que había cuidado de un bebé tan pequeño.
Una profesora de su instituto tenía entradas para la ópera y necesitaba que alguien cuidase de su hijo. Su niñera habitual estaba enferma y le había pedido como favor que se quedase ella. Lía había aceptado. Las primeras dos horas las había pasado llena de inseguridad y miedos: ¿y si el niño tragaba aire al tomar el biberón?, ¿y si vomitaba?, ¿y si se ponía malito del estómago?, ¿y si empezaba a llorar porque sabía que era una extraña?, ¿y si sus bromas no servían para hacerle reír y terminaba chillando?, ¿y si no se dormía porque ella no sabía cómo relajarlo?
Incluso se había llegado a decir, en algún momento de esa noche, que nunca tendría hijos. No sería una buena madre. Aunque por aquel entonces, apenas tenía dieciséis años. Se había dejado llevar por sus propios miedos.
Por suerte para ella, después de aquella noche, empezó a cuidar a más bebés y niños algo más grandes. Se le daban bien, había sido un trompicón inicial.
Es por eso por lo que eres perfecta para esto, le recordó una voz. La determinación la hizo erguirse. Iba a ser la sombra de aquel niño, también la de McBane.
Mientras ella estuviera allí, ninguno de los dos estaría en peligro.
—¿Me deja que lo prepare yo? —le preguntó al ver que se había equivocado de medidas entre el agua y los polvos y que debía rehacerlo de nuevo.
Patrick se lo tendió y aceptó coger al niño en brazos.
Lía lo preparó y dejó el biberón en el microondas. Se volvió hacia él. Parecía un gigante con un pájaro de cristal entre sus manos, temeroso de romperlo, maravillado por su belleza. Le recordaba a una Lía más joven e ingenua…
—No lo está cogiendo bien —se acercó y puso la mano sobre su brazo para que agarrase mejor a Brandon por la espalda—. Ya no tiene dos meses, puede comer sentado como un adulto. Incluso le irá mejor —y le sonrió—. ¿Ve? Así.
McBane asintió sin apartar los ojos de Brandon, aunque no lo hizo porque estuviera absorto en él. En parte, sí, así era. Pero por otro lado, no osaba alzar los ojos para sostenerle la mirada. Había notado la mano de Lía por encima de la ropa como si fuera un hierro al rojo vivo. Había estado a punto de dar un buen respingo cuando lo había tocado, como cuando se estrecharon la mano en la entrada o en el salón.
No le molestaba que su ahora empleada lo tocase o tuviera iniciativa para darle un apretón de manos. No creía en las diferencias de clases sociales —sobre todo porqué había nacido en un suburbio—; no creía tampoco en ciertas reservas que muchos ricachones aún conservaban de la regencia. Le gustaba la cercanía, detestaba que se le tratase casi con reverencia. Las distancias no estaban hechas para él.
Lía y Patrick no eran diferentes, al menos no demasiado.
Pero se había quedado sin respiración cuando aquella mano le había transmitido una gran fuente de calor hasta que notó un fuerte hormigueo por todo el brazo.
Nunca había sentido eso con otra mujer, era la primera vez que le sucedía.
Y había tenido a muchas entre sus brazos. Primero cuando fue el chico malo, luego cuando el traje le sentó como un guante y los millones empezaron a acumularse en su cuenta bancaria, así como invitaciones a estrenos y galas benéficas en un cajón de su escritorio…
Diablos, estaba de luto por la muerte de su hermana. No era una persona cualquiera. Y había fallecido con su esposo. Peter también era parte de su familia. ¿Y Patrick que hacía? ¡Fijarse en una mujer! ¡Notar un deje de deseo y disfrutarlo, aunque le resultase vergonzoso admitirlo! No porque fuera tímido, sino por los sentimientos confusos que se enmarañaban en su interior.
Cuando Lía se giró hacia el microondas para sacar el biberón, se atrevió a mirarla. Observó cómo sacudía el biberón con destreza y probaba la temperatura vertiendo una simple gota en la muñeca. Y tragó saliva cuando sus ojos azules se fijaron en él y su boca esbozó una sonrisa ladeada de lo más inocente.
Había algo llamativo en aquella chica que lo desconcertaba.
Lo había sentido en cuanto la había visto salir del ascensor. Como si escondiera a otra persona en su interior, una bestia que no podía ser descubierta ante nadie. Le daba la sensación de que Lía vestía mil y una máscaras, y no dejaba que nadie le quitase las capas, una a una.
Pero era imposible, ¿no? Lía tenía un currículo intachable y contaba con la recomendación de Lorraine, su mejor amiga. No podía tener ningún as bajo la manga, ninguna mentira en el tintero.
—Creo que debería dárselo usted.
McBane aceptó. Nunca se quedaba atrás en un desafío y quería aprender a hacerlo bien. Como si fuera padre de verdad, como si Brandon realmente fuera su hijo. Se lo debía a su familia.
En cuanto aceptó el biberón, Patrick lo supo: aquella chica iba a ser un problema más que una solución…
3
Lía se notaba más agarrotada que cuando iba al gimnasio cada día para fortalecerse. En tan solo cuarenta y ocho horas había trabajado más que en los últimos tres meses. Debía cuidar del niño, del enorme ático y del dueño de éste. Debía tenerlo todo limpio, recogido y bien cuidado, a la par que debía estar con los ojos bien abiertos.
Nada podía escapársele. Un fallo y Brandon podía terminar muerto.
No fue fácil acostumbrarse a aquella nueva vida, sobre todo las primeras horas. El ritmo frenético, el tener mil cosas que hacer al mismo tiempo cuando al reloj le faltan horas, el dormir poco…
Por eso, Lía siempre había admirado a las madres solteras. Y a esas amas de casa que se quedaban cuidando de sus dos o más hijos mientras preparaban la comida, intentaban que el baño estuviera limpio y que el perro no manchase de barro el sofá.
Por Dios, era como regresar a sus tiempos de novata, donde cargaba con todo a sus espaldas, cuando sus tareas eran pesadas y casi siempre doblaba turnos.
Sólo que allí no podía ir al bar a por una taza de té y empaparse con la cháchara de sus compañeros, que alardeaban de lo buenos que eran y de las ganas que tenían de ser ascendidos. Quién le diría que echaba las bromas sobre pistolas y esposas que le hacían desde que llegó.
Por suerte, Brandon era un niño muy bueno que sólo comía, dormía y, de vez en cuando, dejaba que se le hicieran carantoñas y se le arrancase alguna que otra risotada. Solo lloraba cuando los dientes le molestaban, pero con un mordedor se tranquilizaba a los minutos.
Lía estaba segura de que el pequeño sabía que faltaban sus padres y estaba triste por ello, pero no quiso agobiar a McBane con aquello.
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