–Ahora mismo no sé qué creer. Llevo casi veinte años sin verte. Hoy apareces de repente, me ofreces protección y pasa esto. La idea de que estén por aquí, en el colegio, cerca de mis alumnos… –Celia trató de tomar el aliento, se agarró las rodillas y se echó hacia delante–. Creo que voy a vomitar.
Él le puso las manos entre los hombros, reprimiendo las ganas que tenía de atraerla hacia sí y tocarla de nuevo.
–Me conoces. Ya sabes lo mucho que he deseado poder cuidar de ti. Tú eres la persona que mejor sabe lo mucho que he querido cuidar de ti. Sabes lo mucho que me dolía saber que mi padre no estaba ahí para proteger a mi madre. Bueno, ahora pregúntame de nuevo si te he metido la rosa en el coche.
Celia se echó el pelo a un lado y le miró. Todavía no podía respirar bien.
–Muy bien. Te creo. Y lo siento. Aunque una parte de mí desearía que lo hubieras hecho porque así no tendría que preocuparme.
–Todo va a salir bien. Cualquier persona que venga a por ti tendrá que vérselas conmigo. La policía va a revisar tu coche y acordonarán el aparcamiento si hay algún problema.
–Hace diez minutos dijiste que la policía no puede protegerme.
Unos rizos castaños y suaves se deslizaron sobre su brazo, igual que en el pasado. Malcolm apartó la mano rápidamente. Ya no creía en el poder del amor, pero el poder del deseo se merecía todo su respeto.
–Tenemos que decírselo a la policía de todos modos. ¿Dónde está tu padre? ¿Está en los juzgados?
–Está en el médico, haciéndose su revisión anual. Ha tenido problemas de corazón. Dice que quiere retirarse después del caso Martin. No me puedo creer que esto esté pasando.
Malcolm abrió el mini–bar y sacó una botella de agua.
–Nadie podrá hacerte daño ahora. Este coche está blindado y tiene cristales anti–balas.
–Los paparazzi pueden llegar a ser muy persistentes –Celia tomó la botella con sumo cuidado. No quería rozarle los dedos–. ¿Merece la pena vivir en una burbuja?
–Estoy haciendo lo que quiero hacer.
–Entonces me alegro por ti –Celia bebió un sorbo de agua.
–El año escolar termina mañana. Estarás libre todo el verano. Vente conmigo a Europa. Hazlo por tus padres o por tus alumnos, pero no dejes que el orgullo te impida aceptar mi propuesta.
Celia giró la botella de agua en las manos. Le observaba por debajo de una tupida cortina de pestañas.
–¿No sería un tanto egoísta por mi parte si aceptara tu oferta? ¿Y si te pongo en peligro?
Malcolm resistió las ganas de reír. No había dicho que no. Estaba considerando la propuesta.
–La Celia a la que conocía no se hubiera preocupado por eso. Hubieras seguido adelante y hubiéramos resuelto el problema juntos.
Pasaron por encima de un bache y Celia terminó precipitándose hacia su lado. Malcolm la rodeó con el brazo de forma instintiva y sus sentidos se saturaron de inmediato. Su aroma, el roce de sus pechos, el tacto de la palma de su mano…
Mordiéndose el labio, ella se apartó. Se alejó todo lo que pudo hasta llegar al otro extremo del asiento.
–Ya somos adultos y hace falta tomar medidas más sensatas –dijo de repente, dejando la botella de agua en el soporte–. No puedo irme a Europa contigo. Es algo… impensable. Y en cuanto a mis alumnos, ya te habrás dado cuenta de que ha terminado el año escolar, y si la amenaza proviene del caso de mi padre, seguro que todo se resolverá antes de que empiece el próximo curso. ¿Lo ves? Todo es muy lógico. Gracias por la oferta, de todos modos.
–Deja de darme las gracias.
La limusina pasaba por todas esas calles de Azalea que tan familiares le resultaban. Pocas cosas habían cambiado. Algunos restaurantes de toda la vida se habían convertido en franquicias de grandes cadenas y había un pequeño centro comercial, pero todo lo demás seguía igual.
Bien podrían haber sido dos adolescentes en ese momento, dos adolescentes que buscaban un sitio oscuro donde aparcar… Ambos habían perdido la virginidad en el asiento de atrás del BMW que su padre le había regalado por su dieciséis cumpleaños. Los recuerdos… Eran abrumadores.
–¿Malcolm? ¿Por qué me has buscado ahora? No me creo que lleves dieciocho años siguiéndome la pista.
–Has estado en mi mente durante toda la semana. Es esta época del año.
Celia cerró los ojos un momento.
–Su cumpleaños.
Malcolm asintió.
–Lo siento –dijo ella.
Por primera vez veía dolor en su rostro.
–Yo también firmé los papeles –le dijo. Él también había renunciado a todo derecho sobre su hija. Sabía que no tenía elección y que no tenía nada que ofrecerles.
Había tenido suerte al no terminar en la cárcel, pero la escuela militar del norte de Carolina no había sido un paseo por las nubes precisamente.
–Pero tú no querías firmar –Celia le tocó en el brazo–. Lo entiendo.
Malcolm deseaba tanto besarla…
–Hubiera sido muy egoísta si hubiera seguido insistiendo cuando sabía que no tenía forma de darte un futuro, a ti y a la niña. ¿Piensas en ella?
–Todos los días.
–¿Y en nosotros? ¿Te arrepientes cuando miras atrás?
–Me arrepiento del daño que sufriste.
Él puso su mano sobre la de ella y se la apretó con fuerza.
–Ven conmigo a Europa, para que estés segura, para que tu padre no sienta el peso de una responsabilidad tan grande sobre los hombros, para dejar atrás el pasado. Ya es hora. Déjame ayudarte como no pude hacerlo antes.
Celia se mordió el labio inferior. La limusina acababa de detenerse delante de su casa. Parpadeó rápidamente y apartó la mano. Recogió el bolso del ordenador del suelo.
–Tengo que irme a casa, a pensar. Es demasiado. Todo está pasando demasiado rápido.
Malcolm bajó del vehículo y fue a abrirle la puerta. No esperaba que le invitara a pasar la noche, pero tenía que asegurarse de que estaba segura. La condujo hacia la pequeña casa cochera que estaba detrás de la mansión.
Ella miró por encima del hombro.
–¿Ya sabes dónde vivo?
–No es un secreto –le dijo, aunque no podía evitar sorprenderse un poco.
La mansión grande, de ladrillo, no era de su padre. Se la había comprado ella misma con sus ahorros.
De todos modos, la casa pequeña, de color blanco, era una pesadilla en cuanto a seguridad. Las escaleras exteriores, muy poco iluminadas, llevaban a la entrada principal, situada justo encima del garaje. Subió tras ella. No podía dejar de mirar el movimiento de sus caderas.
–Gracias por acompañarme a casa y por llamar a la policía. Te agradezco mucho la ayuda –dijo ella, deteniéndose junto al pequeño balcón que estaba al lado de la puerta. Se volvió hacia él.
Malcolm extendió la mano para que le diera las llaves.
–Voy a revisar la casa y me voy.
Ya no era el chico idealista de antes. Había pasado mucho tiempo en esa academia militar, pensando cómo iba a presentarse en la casa de su padre para demostrar que no había hecho nada malo. Era un hombre bueno al que le habían robado una familia, y se había aferrado a esa meta durante los