Celia contuvo la respiración durante unos segundos, pero finalmente recuperó el equilibrio.
–Entonces voy a ser yo la sensata y racional aquí. No me voy a ir a Europa contigo. Gracias por ofrecerme tu protección, pero no tienes por qué sentirte culpable.
Malcolm ladeó la cabeza. Estaba tan cerca que podía apartarle el mechón de pelo que le caía sobre la frente con un soplo de aire.
–Solías fantasear con la idea de hacer el amor en París, a la sombra de la Torre Eiffel –le dijo, utilizando esa voz misteriosa y seductora.
Esas cuerdas vocales que valían un millón de dólares la acariciaban tan bien como un glissando de sus dedos. Le hizo retirar la mano lentamente.
–Bueno, en serio, no voy a ir a ninguna parte contigo.
–Muy bien. Voy a cancelar mi gira de conciertos y me convertiré en tu sombra hasta que sepamos que estás segura –sonrió con picardía y se metió las manos en los bolsillos–. Pero mis fans se van a enfadar. A veces se ponen muy rabiosas y pueden llegar a ser peligrosas. Y mi meta es mantenerte segura por encima de todo lo demás.
Celia se preguntó si realmente le estaba hablando en serio.
–Esto es demasiado raro –apretó los puños–. ¿Cómo te enteraste de lo del caso Martin?
Malcolm vaciló un instante antes de contestar.
–Tengo mis contactos.
–El dinero puede comprarlo todo.
–Un poco más de dinero no nos hubiera venido nada mal hace dieciocho años.
Celia recordó la última discusión que habían tenido. Él había insistido en hacer aquel concierto, en un garito miserable, solo porque pagaban bien. Estaba decidido a casarse con ella y a tener una familia. Pero ella sabía que eran demasiado jóvenes para lograrlo. La policía había irrumpido en el local de repente por una operación anti–droga y le habían arrestado. A ella la habían internado en un colegio suizo para tener al bebé.
Aún podía ver arrepentimiento en su mirada, pero no podía recorrer ese camino de nuevo con él. Lágrimas de dolor, rabia y frustración se agolparon en sus ojos. No quería derrumbarse ante él.
–Las cosas hubieran salido mejor si hubieras tenido un margen más amplio de solvencia –le dijo, recordando aquella vez, cuando había perdido la beca para Juilliard–. Pero las decisiones que yo tomé no hubiera podido cambiarlas el dinero. Lo que compartimos forma parte del pasado –se aseguró el bolso del ordenador sobre el hombro y pasó por su lado, rumbo a la puerta–. Gracias por preocuparte por mí, pero hemos terminado. Adiós, Malcolm.
Siguió adelante. Sin querer le dio una patada a una caja llena de panderetas al salir del despacho. Malcolm podía quedarse o marcharse, pero eso ya no era responsabilidad suya. El conserje cerraría con llave cuando se fuera por fin. Tenía que alejarse de él antes de hacer el ridículo.
De nuevo.
Sus sandalias golpeaban el suelo con fuerza. Salió del edificio a toda prisa y se dirigió hacia el aparcamiento de los profesores. Los ojos le escocían por las lágrimas. De repente oyó el sonido de sus pasos detrás, pero siguió adelante.
El aparcamiento estaba desierto. A la jornada escolar todavía le quedaba una hora. A lo lejos se oían los gritos de los niños, provenientes del patio del recreo. Celia echó atrás la cabeza y parpadeó rápidamente. La luz del sol la cegaba y los ojos se le humedecían por momentos. Se enjugó las lágrimas como pudo y avanzó hacia su pequeño sedán verde. El asfalto desprendía mucho calor. Había una octavilla de publicidad sujeta al parabrisas.
Celia se detuvo en seco y se llevó la mano a la garganta. ¿Sería otra advertencia del último enemigo de su padre?
Llevaba una semana encontrándose esos papeles sujetos al parabrisas, y todos estaban relacionados con la muerte. Una funeraria, parterres en el cementerio, seguros de vida… La policía le había dicho que no era más que una coincidencia.
Sacó el papel…
Era un descuento para una floristería. Una ola de alivio la inundó por dentro. Se rio a carcajadas y arrugó el papel. Sacó las llaves del coche y apretó el botón de desbloqueo.
Abrió la puerta del acompañante para dejar el bolso del ordenador y entonces se detuvo en seco.
Había una rosa negra en el soporte para vasos.
Presa del pánico, recordó la octavilla de la floristería. Sacó el papel del bolso y lo estiró sobre el asiento. Retrocedió de espaldas, tropezó. Dio contra alguien. Era un pecho fuerte, masculino. Reprimió un grito y se giró lo más rápido que pudo. Era Malcolm.
Él la sujetó de la nuca.
–¿Qué sucede?
–Hay una rosa negra en mi coche. Es macabro. No sé cómo ha llegado ahí porque cerré el coche esta mañana. Sé que lo hice, porque tuve que desbloquearlo de nuevo para entrar con la llave automática.
–Llamaremos a la policía ahora mismo.
Celia sacudió la cabeza y le hizo apartar la mano.
–El jefe de policía tomará nota y me dirá que estoy paranoica, que ha sido una broma de los estudiantes.
El jefe de policía siempre hacía referencias veladas a su pasado inestable, a todo lo que su padre había tratado de esconder. Muy pocos lo sabían, pero el estigma no se borraba con el tiempo.
Malcolm la agarró de los hombros y la hizo caminar hacia los guardaespaldas. Pasó por su lado y se dirigió hacia el sedán. Miró la rosa y luego se agachó para inspeccionar los bajos del coche.
Celia tragó en seco. Dio un paso atrás.
–Malcolm, vamos a llamar a la policía. Por favor, aléjate del coche.
Él se volvió hacia ella, cubriéndola con su enorme sombra.
–En eso estamos de acuerdo –la agarró del brazo. Las durezas de las yemas de sus dedos le arañaban la piel–. Vamos.
–¿Has visto algo debajo del coche?
–No, pero no he mirado debajo del capó. Voy a sacarte de aquí y mis hombres examinaran bien el coche para asegurarnos de que todo está en orden antes de que salgan los niños del colegio.
Los rostros de alumnos y compañeros desfilaron ante los ojos de Celia de repente. ¿Estaba poniendo en peligro a todo el colegio?
Malcolm la hizo alejarse más del vehículo.
–¿Adónde vamos? –miró por encima del hombro hacia el edificio de ladrillo rojo–. Tengo que avisar.
–Mis guardaespaldas se ocuparán de todo. Vamos hacia la limusina. Tiene refuerzo en las ventanas y está blindada. Podemos hablar allí y ver qué hacemos.
Malcolm pudo respirar tranquilo una vez metió a Celia en la limusina blindada. Le dijo al chófer que se dirigiera a su casa.
Dos de sus guardaespaldas se habían quedado junto al coche, esperando a la policía. Miró los mensajes que tenía en el teléfono por si había alguna novedad. En cuanto pudiera garantizar la seguridad de Celia, movilizaría a unos cuantos contactos para encontrar pruebas y encarcelar a ese mafioso llamado Martin de una vez y por todas. Ya había sido el chivo expiatorio de un narcotraficante para proteger a su madre. Por aquel entonces no sabía a quién acudir.
Pero ya no era un adolescente sin dinero. Tenía los recursos y el poder necesarios para ayudar a Celia como nunca antes lo había hecho.
Mientras avanzaban por Main Street, flanqueada por hileras de azaleas, sentía el peso de su mirada furiosa. Se guardó el teléfono y la miró por fin.
–¿Qué