Solo otra noche - Enséñame a amar - Una propuesta tentadora. Fiona Brand. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fiona Brand
Издательство: Bookwire
Серия: Ómnibus Deseo
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788413486222
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      –Me alegro de que hayamos alcanzado un acuerdo.

      –No te alegrarás tanto cuando oigas lo que hay de menú. Solo tengo ese pedazo de pizza y apenas es suficiente para mí. Tenía pensado hacer la compra en cuanto acabara el colegio.

      –La cena está de camino.

      Malcolm se acordaba de lo que le había dicho cuando estaban en el despacho y le había pedido a su chófer que les buscara algo de cenar antes de subir al árbol. La idea de una cena romántica con Celia era tentadora. ¿Cuántos nuevos secretos sobre ella podría descubrir?

      –Mi chófer nos la va a traer.

      –¿Y ya diste por hecho que yo iba a estar de acuerdo? Eres más arrogante de lo que recordaba.

      –Gracias.

      –No era un cumplido.

      –Muy bien. Es mejor que no nos dediquemos muchos halagos y piropos.

      Celia se quitó lo que le quedaba del brillo de labios con la punta de la lengua.

      –¿Y por qué no?

      –Porque, si te soy sincero, tengo tantas ganas de besarte que no puedo hacer otra cosa para tener las manos quietas.

      Capítulo Cuatro

      Cada una de las palabras que salía de la boca de Malcolm reverberaba en su cuerpo. No era solo su voz, sino también su rostro hermoso, su cuerpo masculino y musculoso… Ya no era aquel jovencito que había conocido dieciocho años antes.

      –Ya usaste esa frase hace dieciocho años. Pensaba que tu estrategia había mejorado un poco. ¿O es que ser una estrella del rock te ha hecho perezoso en lo que a la conquista amorosa se refiere?

      Malcolm hecho la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas.

      –Si no recuerdo mal, mi estrategia funcionó muy bien por aquel entonces.

      –Bueno, digamos que he subido el listón. Mis expectativas han cambiado.

      –Quieres que me esfuerce un poco más.

      –No es eso lo que quería decir.

      –¿Qué querías decir entonces?

      Las manos de Malcolm acariciaron las teclas del piano sin producir ni una nota musical.

      Ella se estremeció. Recordaba muy bien todas esas notas que había tocado sobre su piel tantos años antes.

      –Tenía dieciséis años –tocó una melodía rápida al otro lado del teclado–. ¿Crees que me hago la dura?… En absoluto.

      –Mi pobre ego –Malcolm tocó una escala.

      –Siento haberte hecho daño –dijo Celia, tocando las mismas notas.

      ¿Cuántas veces habían hecho eso?

      –No. Lo digo en serio. Eres buena –dijo sin nada de sarcasmo–. Me gusta tener a alguien que es sincero a mi alrededor, alguien en quien puedo confiar.

      –¿Se supone que tengo que llorar por una pobre estrella del rock?

      –En absoluto –Malcolm volvió a sentarse en el banco del piano –la escala que estaba tocando se convirtió en una melodía.

      Incapaz de resistirse más, Celia se sentó a su lado y siguió tocando sus notas en sincronía con las de él. Era tan fácil como respirar.

      –Ya sabes… Una de las cosas que me hizo sentirme atraída por ti es que nunca te dejaste impresionar por el dinero de mi padre o por sus influencias.

      –Respeto a tu padre, aunque me haya hecho alejarme de ti. Bueno, si yo tuviera una hija y… Ah, maldita sea. Muy bien. Déjame reformular esa afirmación.

      –Sé lo que querías decir –Celia bajó las manos y las apoyó sobre su regazo.

      La melodía cesó.

      –Ningún padre estaría contento sabiendo que su hija de dieciséis años se acuesta con chicos, y que lo hace de forma temeraria.

      El rostro de Malcolm se llenó de culpa de repente.

      –Debería haberte protegido mejor –le dijo, tocándole la mejilla.

      –Los dos deberíamos haber sido más responsables –Celia puso su mano sobre la de él sin pensar en lo que hacía.

      Él aún tenía la mano sobre su mejilla. Los callos que tenía en las yemas de los dedos le recordaban todas las horas que había pasado tocando la guitarra. La música la atravesaba por dentro. El sonido de ambos ocupaba el mismo espacio.

      Celia entreabrió los labios.

      El timbre de la puerta sonó en ese momento y la hizo retroceder rápidamente. Otro timbre sonaba también.

      Malcolm se puso en pie. Retiró la mano de su rostro y entonces volvió a acariciarla un instante.

      –Es la comida. Y mi teléfono.

      Se sacó el móvil del bolsillo.

      –¿La cena? –le preguntó ella, sorprendida de poder hablar.

      Recordaba haberle oído decir que había mandado a su chófer a por comida. Tenía a un equipo de personas a su disposición las veinticuatro horas del día. Sus vidas eran tan distintas…

      –Mi chófer lo preparará todo mientras atiendo esta llamada –le dijo él por encima del hombro, yendo hacia la puerta–. Solo necesito una manta y una almohada para el sofá.

      Antes de que Celia pudiera decirle nada, abrió la puerta, le hizo señas al chófer para que entrara y salió con el teléfono en la mano.

      Era evidente que no quería dejarla oír la conversación. ¿Quién le llamaba? ¿Y qué tenía que decir?

      ¿Cómo había podido besarla?

      Malcolm asió con fuerza el pasa–manos de madera del pequeño balcón de Celia. Los guardaespaldas estaban apostados en el patio y también junto al muro exterior de ladrillo.

      El teléfono seguía sonando, y sabía que tenía que contestar, pero devolvería la llamada en cuanto se le calmara un poco el corazón.

      Apretó el botón de llamada tras buscar el número y esperó a que el coronel John Salvatore contestara. Era el antiguo director de su colegio y su superior en la Interpol. El hombre había cambiado el uniforme por un armario lleno de trajes grises que llevaba con corbata roja.

      –Salvatore al habla.

      Su mentor contestó en un tono seco y cortante. Llevaba muchos años dando órdenes militares a diestro y siniestro.

      –Le devuelvo la llamada, señor. ¿Se sabe algo del vehículo de Celia Patel?

      –He mirado el informe del departamento. Han sacado huellas, pero como hay tantos alumnos en el colegio, hay docenas de impresiones distintas.

      –¿Y las cámaras de seguridad?

      –No hay nada concreto, pero sí que hemos acotado la hora en que dejaron la octavilla en el coche. No hemos podido ver quién lo hizo, no obstante. Los chicos estaban en el recreo y un grupo grande pasó por delante de la cámara. Cuando pasaron de largo, la octavilla ya estaba ahí.

      Malcolm miró hacia la calle, más allá del muro de seguridad. Examinó el tráfico, escaso a esas horas, y buscó signos de alarma.

      –Entonces quien la haya puesto en el coche parece estar al tanto de cuál es el sistema de seguridad del colegio.

      –Al parecer, sí. Tengo a uno de mis agentes desocupados ahora mismo y se ha ofrecido a investigar el tema.

      –Gracias, señor.

      Salvatore supervisaba a un grupo