–Necesito un coche que no se pueda rastrear y un documento de identidad. ¿Podrían traérmelos esta noche?
Si su corazonada era cierta, tendrían los medios necesarios para escapar al día siguiente.
–No es que te ponga objeciones, pero sí que siento curiosidad. ¿Por qué no se ocupa tu equipo de seguridad del tema? Tienes lo mejor de lo mejor.
–Esto es demasiado importante. Si solo se tratara de mí, no habría problema, pero alguien ha dibujado una diana en la espalda de Celia.
Golpeó el pasa–manos con el puño.
–Muy bien. Lo que necesites, lo tienes.
–Gracia. Le debo una, señor.
En realidad le debía muchas. El coronel John Salvatore había sido como un padre para él, el único que había conocido. Su padre biológico les había abandonado en mitad de la noche para irse a tocar a un sitio de mala muerte. Una vez le había enviado una tarjeta para felicitarle por su cumpleaños y no había vuelto a saber nada de él desde entonces.
–Malcolm –dijo Salvatore–. Puedo protegerla aquí en los Estados Unidos para que puedas irte de gira tranquilo.
–Está más segura conmigo.
Salvatore se rio.
–No quieres confiársela a nadie, ¿no? ¿Seguro que puedes confiar en ti mismo?
–Con el debido respeto, señor, no hace falta jugar con las palabras. Haría lo que fuera para protegerla. Cualquier cosa.
–¿Y si te necesito en otro sitio?
–No me obligue a elegir.
–Ya veo que has tomado una decisión.
–Sí. Señor, ¿por qué estaban incompletos los informes sobre Celia?
–No sé a qué te refieres.
–A mí me parece que sí, señor –Malcolm contuvo el temperamento–. Creo que solo quiere que le diga lo que he averiguado por mi cuenta por si acaso no me he enterado de todo.
–Podemos seguir jugando a este juego para siempre, Malcolm.
–¿Está a mi favor o en mi contra? Yo pensaba que estábamos en el mismo bando.
–Hay más gente en tu bando de la que crees.
Malcolm guardó silencio.
–El padre de Celia… –dijo Salvatore–. Te hizo un favor al mandarte a mi colegio. Si él no hubiera intervenido, hubieras terminado en un correccional de menores.
Malcolm calló durante unos segundos. Siempre había creído que el juez Patel había hecho todo lo posible por alejarle de su hija.
–¿Y qué pasa con ese tipo con el que ha salido Celia? El director del colegio.
–No parecía ser nada serio, así que no lo incluimos en el informe. Al parecer, a ti sí que te importa mucho, y eso debería decirte algo.
–La información puede ser importante de muchas formas distintas. ¿Y si es un tipo celoso? ¿Y si hay alguna otra persona que siente celos de esa relación? Los detalles son importantes. ¿Pensó que iría a por él? Señor, a estas alturas ya debería saber que he dejado de ser ese adolescente idiota.
–Nunca fuiste un idiota. Solo eras un poco joven.
Salvatore suspiró.
–Te pido disculpas por no haber incluido al director en mi informe. Si averiguo alguna otra cosa, te lo haré saber. Mientras tanto, si necesitas cualquier cosa para tu protección, házmelo saber.
–Gracias, señor.
–Muy bien. Que pases buena noche y ten cuidado.
Malcolm se guardó el teléfono, pero no entró todavía. La verdad le miraba a los ojos. No podía escapar de ella.
Apoyó las manos sobre la barandilla y dejó caer la cabeza. Contempló esa pequeña gruta que había en el jardín. Quería llevarla allí y cenar con ella. El aroma de esas flores rosadas y moradas impregnaba el aire y la música del agua de la fuente ahogaba el silencio.
La cena que habían compartido había sido sorprendente. Celia metió los últimos platos en el lavavajillas mientras Malcolm miraba por la ventana por enésima vez. Había pedido unos sándwiches de carne deliciosos servidos con patatas fritas y té dulce, y el postre había sido una exquisita tarta de pacana.
Cerró el lavavajillas y apretó el botón de inicio. Ya no tenía nada más que hacer, así que no tuvo más remedio que hacerle frente a Malcolm. Se ruborizaba con los recuerdos que le venían a la memoria.
–Gracias por pedir la cena. Estuvo mucho mejor que mi comida recalentada.
Él se apartó de la ventana. Esos ojos azules e intensos seguían cada uno de sus movimientos.
–Espero que no te haya importado que me diera un pequeño capricho. Viajo tanto que echo de menos los sabores de casa. La próxima vez, eliges tú. Puedes pedir lo que quieras, que yo lo conseguiré.
–Qué locura. Pedir cualquier cosa que uno quiera… –Celia se acurrucó en una mullida silla para no sentarse junto a él en el sofá, o en el banco del piano, de nuevo–. ¿Eres una de esas estrellas quisquillosas y excéntricas? ¿De esos que piden que les quiten todos los M&M’s de color verde de la bolsa?
–Dios. Creo que no –Malcolm volvió a sentarse en el banco del piano–. Me gusta pensar que sigo siendo yo, pero con un montón de dinero más. Me gusta pensar que ahora sí llevo la voz cantante en mi vida. A lo mejor debería llevarme a un chef sureño conmigo cuando voy de gira.
Celia se abrazó a un cojín.
–Siempre te gustó la tarta de pacana.
–Y el pastel de arándano. Dios, lo echo tanto de menos. Y las galletas de mantequilla.
–Seguro que ahora tienes otros platos favoritos, después de haber viajado tanto. Debes de haber cambiado mucho. Dieciocho son muchos años.
–Soy distinto en muchos sentidos. Claro. Todos cambiamos. Tú ya no eres la misma.
–¿Cómo?
–Pues lo que acabas de decir ahora mismo, y cómo lo has dicho, por ejemplo. Ahora eres más cuidadosa, cauta.
–¿Y por qué es malo ser más cauto?
–No está mal. Es distinto. Eso es todo. Además, ya no sonríes tanto, y echo de menos oírte reír. Suenas mejor que la mejor de las músicas. He tratado de capturarlo en mis canciones, pero… –sacudió la cabeza.
–Eso es… triste.
Malcolm esbozó una sonrisa amarga.
–O sensiblero. Pero me gano la vida escribiendo y cantando canciones de amor.
–A base de hacer que las mujeres se enamoren de ti –Celia puso los ojos en blanco, recordando todas esas portadas en las que aparecía acompañado de mujeres despampanantes.
–Las mujeres no se enamoran de mí. Es una imagen creada por mi representante. Todo el mundo sabe que es pura promoción. Nada es real.
–Solías decir que la música es parte de ti –señaló el piano–. Vivías la música con tanta pasión cuando tocabas y cantabas tus canciones.
–Era un adolescente idealista. Pero con el tiempo me volví más realista –agarró un montón de partituras que estaban en el atril situado junto al piano–. Dejé esta ciudad decidido a ganar dinero suficiente para doblar la fortuna de tu padre, y la música… –agitó los papeles–. Era la única habilidad que tenía.
–Alcanzaste la meta que te propusiste alcanzar. Y me alegro mucho por ti. Enhorabuena.