Malcolm Douglas.
Ganador de siete premios Grammy.
Y de innumerables discos de platino.
Estrella del rock melódico.
Pero también era el hombre que había roto el corazón de Celia cuando solo tenía dieciséis años de edad.
Celia dejó a un lado su atril antes de que salieran las últimas adolescentes. Era imposible detenerlas. Las gemelas, Valentina y Valeria, casi la habían tirado al suelo, empeñadas en llegar a la parte de atrás del edificio. Ya había dos docenas de alumnas a su alrededor, pero los guardaespaldas hacían bien su trabajo. Los gritos y las risas reverberaban en las vigas.
Malcolm levantó una mano y les hizo señas a los guardaespaldas, sin dejar de mirarla ni un momento. Esa sonrisa debía de valer un millón de dólares y aparecía en muchas portadas de discos y sesiones de fotos. Era alto, musculoso y su atractivo de pueblo seguía intacto. Pero parecía haber madurado. Estaba muy seguro de sí mismo y debía de pesar unos cuantos kilos más; kilos de puro músculo.
El éxito y la riqueza desmedida le habrían sentado muy bien. De eso no había duda.
Pero Celia quería que saliera del instituto cuanto antes. Era la única forma de conservar la salud mental. Sin embargo, no era capaz de apartar la vista…
Llevaba pantalones color caqui y mocasines de diseño, sin calcetines. Estaba claro que se sentía muy cómodo en su papel de estrella del rock. Llevaba la camisa remangada hasta los codos, dejando ver unos brazos fuertes y bronceados, y unas manos de músico…
Era mejor no pensar en esas manos talentosas y hábiles.
Su cabello color arena era tan copioso como lo recordaba. Todavía lo llevaba un poco largo y le caía sobre la frente, invitándola a echárselo hacia atrás, como siempre. Sus ojos azules… Recordaba lo mucho que se oscurecían justo antes de que la besara con el entusiasmo y el ardor de un adolescente efervescente lleno de hormonas.
Nadie podía negar que se había convertido en todo un hombre.
¿Pero qué estaba haciendo en el instituto? El juez, amigo de su padre, le había ofrecido dos alternativas, el centro de menores o la escuela. Y desde entonces no había vuelto a poner un pie en Azalea, Mississippi. De eso hacía casi dieciocho años… Y la había dejado atrás, asustada, embarazada y decidida a seguir con su vida.
Malcolm Douglas aparecía con frecuencia en la prensa, pero verle en persona después de tantos años era algo muy distinto. No era que hubiera buscado fotos, pero, dada su popularidad, no podía evitar encontrárselo de vez en cuando en los medios. Pero lo peor de todo era encontrarse el sonido de su voz en la radio cuando cambiaba de emisora.
Malcolm se puso un papel sobre la rodilla para firmarle un autógrafo a Valentina, o Valeria. Nadie era capaz de diferenciarlas. Ni siquiera sus madres podían. Al verle junto a la chica, Celia sintió que se le encogía el corazón y no pudo evitarse preguntarse cómo hubieran sido las cosas si se hubieran quedado con el bebé.
Pero ya no tenían dieciséis años. Y esos sueños temerarios habían quedado atrás el día en que había renunciado a su hija recién nacida para dársela a una pareja que iba a darle todo lo que ellos no podían ofrecerle.
Celia echó atrás los hombros, se puso erguida y avanzó hacia el grupo de gente que estaba al otro lado del gimnasio. Estaba decidida a sobrevivir a esa visita sorpresa con el orgullo intacto. Por lo menos los nueve chicos del coro estaban sentados sobre las gradas, jugando con los videojuegos que no estaban permitidos en clase. Celia lo dejó pasar y se concentró en el grupito que se había formado junto a un carro lleno de pelotas de baloncesto, justo debajo de la puerta de salida.
–Chicos, tenemos que darle un poco de espacio al señor Douglas –se acercó al grupo de chicas y resistió la tentación de alisarse el vestido amarillo que llevaba puesto.
Le dio un golpecito a Sarah Lynn Thompson en la muñeca.
–Y nada de arrancar pelo para venderlo en Internet, chicas.
Sarah Lynn bajó la mano. El rubor de la culpa asomaba en sus mejillas.
Malcolm entregó los últimos autógrafos y se guardó el bolígrafo en el bolsillo de la camisa.
–Estoy bien, Celia, pero gracias por asegurarte de que no me quede calvo prematuramente.
–¿Celia? ¿Celia? –preguntó Valeria.
¿O era Valentina?
–Señorita Patel, ¿le conoce? ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo? ¿Por qué no nos lo ha dicho?
–Fuimos juntos al instituto.
Su nombre estaba grabado en un cartel que decía: Bienvenidos a Azalea, hogar de Malcolm Douglas.
Era como si nunca hubieran intentado mandarle a la cárcel por ella.
–Bueno, volvamos a las gradas. Estoy segura de que el señor Douglas contestará a vuestras preguntas, ya que ha interrumpido nuestro ensayo.
Le lanzó una mirada reprobadora y él esbozó una sonrisa irreverente.
Sarah Lynn no se despegaba de su lado.
–¿Salían juntos?
Afortunadamente, el timbre sonó en ese momento. No había tiempo para preguntas.
–Chicos, preparaos para vuestra última clase.
La directora y la secretaria estaban en la puerta, igual de asombradas que los estudiantes. ¿Cómo había entrado en el gimnasio sin que nadie se diera cuenta?
Celia condujo a los alumnos hacia las dobles puertas. Sus sandalias golpeaban el suelo con fuerza. Poco a poco se dio cuenta de que los dos guardaespaldas que estaban dentro solo constituían una pequeña parte de la seguridad de Malcolm. En el pasillo había cuatro hombres musculosos y una enorme limusina esperaba junto a la puerta principal. Pero también había otros coches con los cristales tintados. Malcolm les estrechó la mano a la directora y a la secretaria y charló un momento con ellas.
–Dejaré unas fotos firmadas para los alumnos.
Sarah Lynn corrió por el pasillo.
–¿Para todos?
–La señorita Patel me dirá cuántos sois.
Los últimos estudiantes salieron al pasillo. La directora y la secretaria se marcharon y la puerta se cerró tras ellas. Celia sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Estaba a menos de un metro de Malcolm. Los dos guardaespaldas estaban justo detrás de él.
–Entiendo que has venido a verme –le dijo, aunque no era capaz de imaginarse por qué querría ir a verla.
–Sí, he venido a verte. ¿Podemos hablar en algún sitio sin que nos interrumpan?
–Tu séquito de seguridad complica un poco las cosas, ¿no crees? –le preguntó, sonriéndoles a los guardaespaldas.
Los dos hombres le devolvieron la mirada sin expresión alguna en el rostro. Malcolm les hizo una seña y entonces salieron al pasillo sin decir ni una palabra.
–Se quedarán junto a la puerta, pero están aquí no solo para protegerme a mí, sino también a ti.
–¿A mí? –Celia dio un paso atrás. Necesitaba alejarse un poco de ese aroma que la envolvía–. No creo que tus fans empiecen a adorarme porque te conozca desde hace siglos.
–No me refiero a eso –se rascó la nuca como si tratara de escoger las palabras con cuidado–. He oído que has sido objeto de amenazas. No viene mal un poco más de seguridad, ¿no?
–Gracias, pero estoy bien así. Solo han sido algunas llamadas extrañas y unas notas. Esas cosas pasan a