Habían pasado muchos años y ya era una mujer hecha y derecha. Sin embargo, aún tenía los nervios tan tensos como las cuerdas de un piano. Reprimiendo las ganas de arremeter contra él por haber sembrado el caos en su mundo tantos años antes, cruzó los brazos y esperó. Ya no era una niña consentida e impulsiva. Ya no era una adolescente aterrada y embarazada. Ya no era una joven destrozada, sumida en una depresión post–parto que había puesto su vida en peligro.
El camino de vuelta a la paz y a la tranquilidad había sido arduo y para alcanzar la meta había necesitado a los mejores psiquiatras que se podían conseguir con dinero. Ni Malcolm ni nadie pondrían en peligro el futuro que tanto le había costado labrarse.
Amar a Celia Patel le había cambiado la vida para siempre, y aún no sabía con certeza si había sido algo bueno o malo. Sus vidas, sin embargo, seguían unidas. Había logrado mantenerse lejos de ella durante dieciocho años, pero nunca había dominado el arte de mirar hacia otro lado, aunque estuvieran a dos continentes de distancia. Y era eso lo que le había llevado hasta allí. Sabía demasiado de su vida, demasiado acerca de las amenazas que habían despertado ese viejo instinto protector. Solo tenía que encontrar la forma de convencerla para que le dejara entrar en su vida de nuevo. Tenía que convencerla para que le dejara ayudarla y de esa forma podría recompensarla por todo lo que le había hecho en el pasado. A lo mejor era esa la única forma de olvidar a un amor de juventud que se había glorificado demasiado con los años y que seguramente no era real a esas alturas.
Su reacción física al verla, no obstante, sí era muy real. Una vez más, el deseo que sentía por Celia Patel parecía estar a punto de arrollarle como un tren de alta velocidad.
Nunca había sido capaz de olvidarla, ni siquiera mientras cantaba ante miles de personas en estadios repletos de gente. Y no podía apartar la vista de ella en ese momento, mientras caminaba unos pasos por delante. Su pelo, negro y rizado, le caía por la espalda y se movía con cada paso que daba. El vestido amarillo abrazaba esas curvas que un día habían acariciado sus manos.
La siguió por el gimnasio. Era el mismo edificio en el que habían estudiado de niños. Había actuado en ese escenario con el coro del instituto, solo para estar con ella. Un día un tonto de la clase dijo algo de mal gusto sobre ella y el puñetazo que le dio le costó una expulsión de tres días. Pero el precio había sido muy pequeño. Por aquel entonces hubiera hecho cualquier cosa por ella.
Y eso no había cambiado, al parecer. A través de un contacto había averiguado que su padre, juez de profesión, estaba llevando un caso de mucha repercusión mediática. Era algo relacionado con el tráfico de drogas y un rey del narcotráfico había dibujado una diana en el pecho de Celia.
Se lo había notificado a las autoridades locales, pero ni siquiera se habían molestado en examinar las pruebas que les había entregado, un rastro bancario que vinculaba a un sicario de la organización con el traficante detenido. A los policías no les gustaba tener que tratar con extraños y preferían resolver el caso ellos solos, pero alguien tenía que hacer algo y estaba claro que debía ser él. Nada le impediría proteger a Celia. Tenía que hacerlo para recompensarla por todo lo que la había defraudado tantos años antes.
Ella abrió la puerta lentamente y entró en el pequeño despacho. Había estanterías en todas las paredes y un pequeño escritorio en el centro. Las partituras y las cajas de instrumentos estaban por doquier. Había triángulos, xilófonos, bongós. Olía a papel, a tinta y a cuero.
Se giró hacia él, rozándole la muñeca con un mechón de pelo.
–Realmente es como un armario. Aquí guardo mi carrito, mis instrumentos y los papeles. Voy de clase en clase o nos vemos en el gimnasio.
Malcolm se ajustó el reloj para acabar con el hormigueo que había desencadenado ese pequeño contacto físico.
–Como en los viejos tiempos. Por aquí no ha cambiado casi nada.
–Algunas cosas sí que han cambiado, Malcolm. Yo he cambiado. Soy distinta ahora –le dijo ella en un tono gélido que no reconocía.
–¿No me vas a reñir por haber interrumpido tu clase?
–Eso sería una grosería –empezó a juguetear con el ukelele que tenía sobre la mesa. Las notas musicales llenaron la estancia–. Conocerte ha sido lo mejor que les ha pasado en su vida hasta ahora. Seguro.
–Pero está claro que no ha sido lo mejor que te ha pasado a ti.
Malcolm se inclinó hacia atrás y metió las manos en los bolsillos para reprimir el deseo de tocar las cuerdas con ella. Los recuerdos le invadían… Cuántas veces habían tocado la guitarra y el piano juntos… El amor que sentían por la música les había llevado a compartir sus cuerpos, a amarse con locura. ¿Había magnificado el recuerdo de esos momentos hasta convertirlos en otra cosa? Había pasado tanto tiempo desde la última vez que la había visto que ya no podía estar seguro.
–¿Por qué estás aquí?
La imagen de sus manos, moviéndose sobre las cuerdas, le hipnotizaba.
–No tienes ningún concierto por aquí.
–¿Te sabes las fechas de la gira? –abrió los ojos y la miró a la cara.
Ella dejó escapar una risotada.
–La ciudad entera sabe todo lo que haces, lo que comes, con quién sales… Tendría que estar ciega y sorda para no oír lo que la ciudad tiene que decir acerca de su hijo predilecto. Pero, personalmente… Ya no soy miembro del club de fans de Malcolm Douglas.
–Bueno, esa sí que es la Celia que recuerdo.
–Todavía no has contestado a mi pregunta. ¿Por qué estás aquí?
–Estoy aquí por ti.
–¿Por mí? Creo que no –le dijo con frialdad. Todavía seguía acariciando las cuerdas del ukelele con una sensualidad instintiva, como si saboreara tanto el tacto de cada nota como el sonido–. Tengo planes para esta noche. Deberías haberme llamado antes.
–Te veo mucho más centrada ahora que antes.
–Entonces era una adolescente. Ahora soy adulta y tengo responsabilidades de adulto, así que si podemos acelerar un poco la conversación… por favor.
–Puede que no estés al tanto de mis cosas, pero yo sí he estado al tanto de las tuyas.
Sabía lo de las llamadas amenazantes, lo de la rueda pinchada. Las amenazas se hacían cada vez más frecuentes. Y también sabía que solo le había contado la mitad de la historia a su padre.
–Sé que terminaste la carrera de música con honores en la universidad del sur de Mississippi. Has enseñado aquí desde que te graduaste.
–Muchas gracias. Estoy orgullosa de mi vida, mucho más de lo que se puede resumir en un par de oraciones. ¿Has venido a darme un regalo de graduación pendiente? Porque si no es así, puedes irte a firmar autógrafos.
–Vamos al grano entonces –Malcolm se apartó de la puerta y se paró frente a ella, tan solo para demostrarse a sí mismo que podía estar cerca de ella y resistir la tentación de abrazarla–. He venido a protegerte.
Celia tiró de una cuerda del ukelele y esquivó su mirada.
–Eh, ¿te importaría aclararme de qué estás hablando?
–Ya sabes de qué estoy hablando. Esas llamadas que mencionaste antes.
¿Por qué se lo estaba ocultando todo a su padre? Malcolm sintió el latigazo de la rabia en su interior, rabia hacia ella por ser tan temeraria, y hacia sí mismo por haber dado un paso hacia ella. Como si la habitación no fuera lo bastante pequeña…
–El caso que lleva tu padre. El rey de la droga. ¿Te suena?
–Mi padre es juez. Persigue a los malos y muchas veces estos se enfadan y