El cronista de Tlatelolco no claudicaba frente al conquistador. Los sacerdotes de Tenochtitlán tampoco renunciaron a aquello de lo que los franciscanos pretendían privarles impunemente en el postrer acto de la fatal guerra: su norma de vida, su memoria, su fuente de existir, tanto en un sentido espiritual, como material. No hubo una destrucción simple de la memoria y de la propia realidad existencial. Este es el verdadero límite, el auténtico fracaso inherente a toda concepción absolutista del poder. De hecho sabemos que esa memoria histórica, ligada a los dioses, a su culto y a la experiencia del mundo que garantizaron, ha pervivido hasta el día de hoy. Ha sobrevivido de una manera ciertamente fragmentaria, violentada, hibridizada y adaptada a las condiciones impuestas por los nuevos dispositivos de dominación. Pero no ha muerto. Esta memoria fue también el centro neurálgico de los planteamientos humanistas de Garcilaso: el reconocimiento de la propia historia como único punto de partida legítimo para un nuevo proyecto civilizador que bajo ningún concepto aceptaba como legítima la liquidación de la propia forma de vida en los términos de autodisolución que exigían el conquistador y el misionero. También Guamán Poma revertió los signos de la conversión colonizadora en un sentido paralelo: restituyendo la historia incaica en el interior de la historia bíblica y cristiana, restaurando un orden cosmológico antiguo dentro del nuevo orden moral y subjetivo de la cristianización, en fin, «canibalizando los repertorios disponibles del discurso europeo en la terrible empresa de decirlo todo de nuevo», por citar la fórmula que ha empleado Mercedes López-Baralt.101
Esa misma actitud de una postrera resistencia no es ajena al espíritu de los sacerdotes-filósofos nahuas. «Que no muramos […] aunque nuestros dioses hayan muerto» respondieron en esos llamados Colloqvios.102 Este último «no» al concepto teológico y militar de vasallaje entrañaba la afirmación de la propia autoconciencia y la propia memoria histórica. Miguel León-Portilla cita el testimonio, algo más tardío, de un señor de Texcoco, Carlos Ometochtzin, que en los interrogatorios a que fue sometido en su cautiverio afirmaba el mismo principio de resistencia: «Sigamos aquellos que tenían y seguían nuestros antepasados y, de la manera que ellos vivían, vivamos».103
Frente a la concepción heroica de la conquista americana como cruzada, gloriosa de un inefable exterminio y destrucción, los testimonios de los llamados vencidos encierran un importante secreto. Allí donde la muerte rompió efectiva e indistintamente todo vínculo social y donde la derrota impuso el silencio, allí también dio comienzo el reino de la palabra extraña. Palabras nuevas que nunca antes se habían escuchado y que, al comienzo, resultaban completamente incomprensibles para el habitante de América. Pero palabras también que, aun antes de que el vencido pudiera distinguir sus articulados sonidos, y aun antes de ser comprendido su significado, y de experimentar en la propia carne la crueldad que las inscribía en su existencia, se declaraban como verdaderas. La palabra exterior, la que no podía comprenderse, la que representaba formas de vida extrañas, era al mismo tiempo la palabra absoluta y la única verdad.
Esta imposición de nombre, como la llamó Garcilaso, define, al mismo tiempo el silencio fundacional del orden colonial.104 El nuevo nombre era al mismo tiempo verdadero y absoluto porque carecía de cualquier referente comunitario y era inmune e inaccesible a toda experiencia. Pero este nombre vacío que traían consigo el conquistador y el misionero era al mismo tiempo el irremisible principio de subjetivación e identidad del conquistado. Era el nombre del bautismo: principio de identidad fundado en este silencio, levantado sobre las ruinas de su comunidad lingüística. La estrategia sacramental de la culpa, la remisión y la restitución, como principio efectivo del proceso subjetivador cristiano, revela a través de este silencio fundacional y en la palabra deshabitada, exterior, y al mismo tiempo impuesta como la verdadera comunidad trascendente de las almas, su profunda y radical falsedad.105
De ahí la desesperación que también habita en la respuesta de los sacerdotes nahuas que recogieron los Colloqvios. Es como escuchar detrás de aquel silencio fundacional una voz postrera que recordara la comunidad humana constituida en torno a una memoria compartida y que, un instante más tarde, iba a ser demonizada y aniquilada para siempre. Cuando León-Portilla se refiere a la concepción de la vida de los sabios nahuas «como una especie de sueño» y sitúa este pesimismo metafísico en la proximidad de cataclismos terribles tal vez pensara en la condición colonial creada por la palabra secuestrada y la comunidad destruida, y en la subsiguiente clausura del sujeto vencido bajo la palabra y una identidad ficticias y falsas. Quizá debamos buscar precisamente en la constitución lógica de semejante irrealidad la clave político-teológica de transverberación barroca y más tarde real maravillosa del poder colonial latinoamericano.106
El real ingreso al reino de la historia de América Latina coincide con el advenimiento de este reino del silencio: con la muerte y el dolor como trauma fundacional atravesado por el discurso emergente de la cristianización, el discurso de la conversión del cual emerge la identidad cristiana, moderna y occidental de América Latina.
Vosotros dijísteis
que nosotros no conocíamos al Dueño del cerca y el junto,
aquél de quien son el cielo, la tierra.
Habéis dicho
que no son verdaderos dioses los nuestros […]
Pronunciaron los sacerdotes-filósofos a los frailes españoles, y añadieron:
Nueva palabra es esta,
la que habláis
y por ella estamos perturbados, por ella estamos espantados.
Porque nuestros progenitores,
los que vinieron a ser, a vivir en la tierra, no hablaban así.
En verdad ellos nos dieron su norma de vida […]
Y decían nuestros ancestros
que ellos, los dioses, nos dan
nuestro sustento, nuestro alimento,
todo cuanto se bebe, se come,
lo que es nuestra carne, el maíz, el frijol,
los bledos, la chía.
Ellos son a quienes pedimos
el agua, la lluvia,
por las que se producen las cosas en la tierra.107
La «nueva palabra» era la que clausuraba la memoria y la comunidad bajo el estigma de la «perturbación» y el «espanto». Era también la palabra que nombraba de nuevo todas las cosas y que muchas veces lo hacía hasta volverlas irreconocibles. También era la palabra que transformaba radicalmente la relación del humano con el cosmos y la comunidad. Esa era la palabra verdadera que bajo los signos de la espada y el bautismo instauraba un nuevo orden natural y sobrenatural falso.
47 Eberhard Straub, Das Bellum Iustum des Hernán Cortés in Mexico (Köln y Viena: Böhlau, 1976), cap. 2 y 5.
48 El concepto de «pacificar» y «liberar de tiranos» es utilizado en la Crónica de los Señores Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel de Castilla y Aragón de Hernando del Pulgar al referirse a las guerras sostenidas en Galicia en la década de los ochenta. Cf. Crónicas