El concepto de caballero andante y héroe medieval no se contradice con el retrato humanista y moderno que Cortés trato de encarnar. Esta dimensión renacentista y humanista forma parte de la propia mitología que el héroe esgrimió en sus cartas. El Cortés-César es un mito clásico, ciertamente. Pertenece a la cosmogonía renacentista del héroe militar como conciencia virtuosa. Los tratados de Castiglione y Maquiavelli, o la escultura de Donatello, son notorios ejemplos de este culto al héroe. Todo eso encuentra también cabida en esas Cartas de Relación y en la mitología historiográfica del héroe ejemplar del sueño español de América. Existen también reformulaciones contemporáneas de este topos literario. Es el caso Todorov. Los franceses aman las poderosas escenas arcaizantes del pasado español, para estilizar sobre su oscuro fondo los espectáculos edificantes de su guillotina como verdadero comienzo de la modernidad.
Esta dimensión humanista, tan real e indiscutible por lo demás, no solamente se confunde con aquel principio arcaico del heroísmo cristiano de caballeros y cruzados, la concepción beligerante de la guerra española de Reconquista y el mito de Santiago Matamoros. También se funde con el relato de la crueldad que abre el concepto de guerra justa contra indios. Las encarnizadas masacres que se prolongan a lo largo de la conquista de Nueva España mantienen precisamente el crescendo de una prodigiosa tensión emocional en las crónicas ejemplares, como la de Bernal Díaz del Castillo, hasta llegar a las últimas escenas de la destrucción de Tenochtitlán, donde, en un postrer éxtasis de sangre y fuego, las muertes ya no pueden contarse. Los relatos de torturas, violaciones, sacrificios, profanaciones del orden corporal del conquistado, desacralizaciones del poder en nombre de la cruz y el nuevo ritual de sacrificios hispanos que atestan las maravillosas páginas de la Verdadera historia de la conquista de Nueva España son un momento tan relevante desde el punto de vista de la interpretación simbólica de la colonización americana, como el significado cristológico y la virtud clásica del héroe hispánico.
Nada nos obliga, sin embargo, a elegir una de las expresiones literarias de la destrucción de Tenochtitlán como signo privilegiado de la conquista en detrimento de cualquier otro aspecto: lo heroico en perjuicio de lo aventurero o lo criminal, lo criminal contra lo heroico, los ropajes modernos del héroe clásico en detrimento de las imágenes arcaicas del guerrero salvaje y sanguinario… La figura ejemplar de Hernán Cortés como artista del poder, el político avisado y el comunicador genial, o incluso como un prototipo de la conciencia renacentista, es un momento constitutivo de una representación ideal, que en la realidad se mezcla con los rostros oscuros del antihéroe y del criminal, y de un dictador original y ejemplar en la historia de las infamias hispánicas.63
El salvaje satánico
La consecuencia y, al mismo tiempo, la condición lógica de la leyenda heroica de la conquista es la definición negativa del americano como ser bestial y naturaleza sin nombre, y su subsiguiente condena como existencia poseída por los poderes infernales: «Porque su principal intento era comer, e beber, e folgar, e luxuriar, e idolatrar, e exercer otras muchas suciedades bestiales […] Ved qué abominación inaudita (el pecado nefando contra natura), la cual no pudo aprender sino de los tales animales».64 Esta clase de definiciones eran tan comunes en los discursos misioneros del colonialismo americano, como significativas desde un punto de vista estratégico y militar. En última instancia legitimaban la violencia de la conquista como principio humanizador, no importaba, ni importa a qué precio. Se complementaba perfectamente con la subsiguiente definición del indio como servidor del demonio, expuesta, entre otros, por José de Acosta.
La importancia doctrinaria de la obra de Juan Ginés de Sepúlveda residió en formular los presupuestos teológico-filosóficos de esta doble figura del político humanista y del cruzado medieval, por una parte, y del americano como ser bestial en estado de naturaleza y sujeto satánico, por otra. Tales eran los últimos presupuestos teóricos de la legitimación de la guerra de conquista. «Es de derecho humano y divino someter a los indios del Nuevo Mundo […] no para obligarles a ser cristianos por medio de la fuerza o la intimidación […] sino para llevarles a observar las leyes de la naturaleza.»65 He aquí, sin duda alguna, el lado moderno, el lado humanista de su defensa, no obstante medieval, del derecho temporal del papa y su consiguiente advocación del ideario de la cruzada.
La argumentación de Ginés de Sepúlveda comprendía por consiguiente tres postulados teológico-políticos. Primero fundaba, con arreglo a la ética de Aristóteles, el derecho natural a la guerra contra el indio en virtud de su carácter de naturaleza y de inferioridad moral o su precario rango humano. En segundo lugar, legitimaba la guerra contra indios como guerra santa de conversión, siguiendo en ello la tradición agustiniana de guerra contra gentiles y la tradición de las cruzadas contra el islam en la península ibérica. Pero además de la argumentación aristotélica del sometimiento de los bárbaros a la esclavitud y del principio agustiniano de su subordinación a la fe cristiana, Ginés de Sepúlveda introdujo un ulterior argumento propagandístico en favor de la guerra contra indios como guerra de salvación. «Sometiéndolos primero a nuestro dominio […] creo que los bárbaros pueden ser conquistados con el mismo derecho con que pueden ser compelidos a oír el Evangelio», escribía a este respecto, para añadir acto seguido el profundo significado teológico de esa guerra de conquista:
Y sometidos así los infieles, habrán de abstenerse de sus nefandos crímenes, y con el trato de los cristianos y sus justas, pías y religiosas advertencias, volverán a la santidad de espíritu y a la probidad de costumbres, y recibirán gustosos la verdadera religión con inmenso beneficio suyo, que los llevará a la salvación eterna […] recibir el imperio de los españoles ha de serles todavía más provechoso que a los españoles, porque la virtud, la humanidad y la verdadera religión son más preciosas que el oro y que la plata.66
El oro puro de la salvación por el oro contaminado de la gentilidad americana, y la cruz como el principio sacrificial de purificación que bendecía el oro generado por el trabajo esclavo de las minas a cambio del oro simbólico de la conversión.
Semejante intercambio de significados entre el oro como valor económico real y del valor virtual del oro como salvación de las almas no debería considerarse como una coincidencia azarosa o casual.67 Alain Milhou ha señalado el valor escatológico del oro en el propio diario de Colón y en el pensamiento de los franciscanos. Su significado era sobrenatural para la sensibilidad artística e intelectual del Renacimiento. Se encuentra asociado como tal con la lucha del bien contra el mal.68 Se lo puede detectar bajo esta misma función de intercambio simbólico en manuales para confesionarios.69 La dimensión sacrificial, purificadora y metafórica del oro y los tesoros se dan cita asimismo en las bulas de la Iglesia romana.70 El trueque metafórico entre el oro metálico y el oro de la pureza cristiana constituía por lo demás un momento indispensable del antisemitismo español.71 Pero, sobre todo, constituye el aspecto iconográfico más espectacular y elemental en toda la arquitectura sacra de la colonia: los prodigiosos retablos incrustados en oro del Barroco hispano y lusoamericano.
Un precioso lugar destaca